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La activa participación en el remedio

Si hay una actitud que ha ocasionado mucho perjuicio a la evolución social de los cubanos —por supuesto, esto puede haber sucedido en otros lugares, pero hablo del que me atañe e implica, Cuba— ha sido la indiferencia y resignación pasivas ante distintas circunstancias que inciden sobre nuestra existencia. Expresiones como «¿Para qué hablar?» o «No cojas lucha», no solo dejan el campo libre a quienes tienen actitudes o criterios erróneos, sino que ayudan a enraizar los problemas además de conformar un conglomerado de sujetos que se encierran en su egoísmo o se confunden en el rebaño manipulable. No es así como puede ayudarse a prosperar y consolidar a una nación.

La vida no es solo el bien cardinal de todo ser humano, sino un bien singular, irrepetible y limitado. Todo cuanto puede tener nuestro tránsito por la tierra de valor, significación, belleza y gozo, está conformado por el conjunto de actos, emprendimientos, experiencias y logros que denominamos vida. ¿Cómo vamos entonces a permitir que ese valor único e inestimable dependa de las estimaciones, voluntad y decisiones de otros?

La vida no es un hecho meramente biológico. Es una creación que, desde lo potencial biológico, logramos con nuestra voluntad de realización mediante la cultura, la educación y la vida espiritual. Sin embargo, debemos tener presente que si bien nuestra vida es individual, la desarrollamos en colectividad, y esto presupone interactuar, negociar y consensuar con los otros sujetos que también hacen su vida. De modo que convivir, conseguir una vida particular según nuestro anhelo en medio de millones que se afanan en lo mismo, exige la más esforzada participación. Es únicamente con la intervención más activa, con la búsqueda determinada de hacer y la honradez de exponer nuestras razones, como podemos forjar una sociedad democrática.

Muchas veces nos sentamos a esperar que las posibilidades caigan del cielo, sin percatarnos de que, como en los partos, se precisa de una comadrona para que la criatura salga a la luz felizmente. En nuestro proceso vital la comadrona será la acometividad que pongamos, lo cual significa que las oportunidades no solo surgen, también se crean. Así, por ejemplo, algunos piden el derecho a la libre expresión sin que realicen esfuerzo alguno en ejercerla. Ya sentenciaba José Martí: «¡No siempre han de ser inútiles la honradez y el valor!».

No se puede lograr lo que no se intenta. Y al decir esto no estoy convocando a actos de sedición o violencia, sino apelo al mero hecho de utilizar los espacios que tenemos —no se puede hacer uso de lo que no se tiene—, como organizaciones sociales, gremiales o sindicales, y en su seno ventilar los asuntos que pensamos que no andan bien y que laceran nuestra vida cotidiana.

Expongo aquí un criterio particular. Muchas personas señalan que no se debe dialogar con las instituciones gobernantes, por cuanto son las responsables de la situación creada. Pienso que es erróneo. En primer lugar, para corregir un problema de gobierno solo se puede dialogar con el que lo ejerce. En segundo lugar, el diálogo es precisamente el intercambio racional y sensible entre partes en desacuerdo. Quienes coinciden en una postura no dialogan, sencillamente la siguen. El diálogo es precisamente la ocasión para debatir posiciones encontradas con el fin de diseñar una plataforma de consenso que permita un mejor desenvolvimiento en el logro de determinados beneficios.

El atrincheramiento en posturas predeterminadas y la intolerancia, no conducen a ninguna solución sino al enquistamiento y el recelo. Aprovechar los espacios existentes para hacer ejercicio de nuestros derechos cívicos no implica que debamos aceptar o asumir los juicios y principios oficiales, sino emplear ese ámbito para exponer y canalizar nuestras consideraciones, críticas y propuestas, de modo que no puedan silenciarse o desconocerse. Esta actitud, si se cumple de forma decidida, sistemática y masiva, estoy seguro que producirá un efecto incitante en las esferas más inmóviles.  

En lo personal creo en lo que Aristóteles denominaba un zoon politikon, que prefiero traducir como hombre cívico por las deshonrosas connotaciones que ha recibido la palabra «política» al distanciarse de lo que en esencia era: aquello concerniente a los asuntos de la polis, de la ciudadanía. De manera que, para poder actuar sobre la compleja realidad y operar las transformaciones que necesitamos para beneficio y equilibrio de todos, se precisa que asumamos y cumplamos nuestro deber ciudadano. Es por eso que considero un deber cívico participar con honradez desde nuestro conocimiento, lógica y voluntad en todo debate público tendiente a mejorar las arduas condiciones por las que atravesamos. Esa es la libertad de expresión actuante, no simplemente formalizada en un papel.

En nuestro país se han entronizado dos actitudes nefastas en torno al debate de ideas y la acción ciudadana. Por un lado están los que piensan que todo está dicho, que la política es asunto de otros y, por tanto, no hay nada que decir. De otra parte están los que consideran que todo está tan mal y que hay tan poco que hacer, que no se resuelve nada hablando. Por el contrario, tengo la certeza de que efectivamente se puede transformar de modo gradual nuestra realidad si más y más ciudadanos nos involucramos en actuar contra aquello que coarta nuestros sueños y obstaculiza nuestra existencia cotidiana.

Solo necesitamos que se alcen cada vez más voces, esas mismas que se quejan y critican en las colas y pasillos de instituciones pero callan en el ágora pública por temor a represalias. No puede haber acciones adversas si todos los que pensamos en un problema lo ventilamos públicamente, de forma pacífica, y lo hacemos con veracidad e intención resolutiva.

Constantemente reprochamos a dirigentes o medios de comunicación por no nombrar las dificultades con claridad o por diluirlas en proyectos entusiastas o justificaciones fosilizadas en la obstinación de un enemigo de hace mucho tiempo conocido. Sin embargo no hacemos todo cuanto podemos por contrarrestar, desde todos los espacios existentes, con argumentos, razones y propuestas positivas esa situación anómala que no nos permite salir del círculo vicioso de errores y rectificaciones.

Tenemos que hacernos sentir, hacer que los que están en puestos públicos se convenzan de que deben contar con eso que en la Constitución se denomina el soberano, o sea, la comunidad de personas a las que ellos representan y sirven. Porque nunca debe olvidarse —y si bien parece que lo olvidan es nuestro deber recordárselo— que ellos están para servir al pueblo, para cumplir sus aspiraciones, para diseñar los medios con que podamos alcanzar la solvencia que permita una vida digna en todos los órdenes.

Un servidor público no puede pararse ante un país y decirle que no hay cómo financiar alimentos o medicinas. Al contrario, debe encarar a la comunidad para explicar lo que se está haciendo para que ello sea posible y si, con el tiempo y determinadas acciones, no puede conseguir la solución debida, es deber de todos exigirle que ceda su puesto a otro más capaz o emprendedor.

La Nación necesita de más colaboraciones inteligentes, críticas, honestas y valientes de ciudadanos que expongan lo que piensan, rechazando lo malo y proponiendo lo ventajoso. En fin, no podemos dejar la dirección de nuestros intereses y nuestro porvenir, es decir de nuestra vida, a otros simplemente porque están en posiciones de poder. La suma de voces activamente participativas puede alcanzar su masa crítica y conquistar cambios importantes y necesarios. Únicamente no se consigue lo que no se persigue.