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Cuba: la negación a aprender

Una de las mayores victorias del autoritarismo global se basa en el apoyo y aprendizaje mutuos de los tiranos, en contraste con sus oponentes, tanto en la academia como en el activismo, quienes suelen considerar sus luchas como procesos inéditos en el dolor infringido por el poder y en el sacrificio hecho por quienes le resisten. Así, el parroquialismo y la insolidaridad, vástagos de la ignorancia y la ingenuidad, terminan afectando la causa propia y la ajena.

Acabemos de asumir —asumirnos— como parte de una tragedia mayor, cuyos primeros actos se escribieron hace tiempo sobre la carne y la memoria de otros pueblos; pero cuya sangre y dolor siguen presentes, donde quiera que el terror «con rostro humano» sale a cazar nuevas víctimas individuales y colectivas 

Recordé todo esto la pasada semana, por varios eventos relacionados con amigos de Venezuela: un politólogo comentó en X que «el chavismo perdió legitimidad en la izquierda intelectual»; una compatriota suya, defensora de DDHH, contó que había roto una foto con Pérez Esquivel por firmar este un manifiesto de apoyo a Maduro; y, al final de la jornada, dos ONGs de ese país denunciaron la escalada represiva, que calificaron de inédita en la región «desde el golpe de Pinochet».

Más allá de mi visible empatía con la causa venezolana —que he hecho mi causa— no dejo de reconocer que lo que mis interlocutores señalan es, cuando menos, cuestionable.

El desatendido «caso cubano» es un ejemplo de ello. Por ejemplo, el colega politólogo, al igual que sus pares, sigue celebrando el legado del profesor Luigi Ferrajoli, quien asistió junto a varios constitucionalistas y garantistas iberoamericanos a un congreso organizado con fines legitimadores por la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana. Tal hecho coincidía con el encarcelamiento con largas condenas de cientos de jóvenes manifestantes del 11J y la expulsión del país de numerosos artistas, activistas y académicos. De ello fueron alertados oportunamente Ferrajoli y otros, pero eligieron mirar a un lado.

La complicidad de Pérez Esquivel y de las portavoces de las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo con el régimen cubano es asunto viejo y notorio. En 2003 el Premio Nobel firmó junto a Pablo González Casanova y otras personalidades latinoamericanas una carta repitiendo la propaganda del gobierno cubano para avalar el encarcelamiento por orden de Fidel Castro de 75 disidentes y el fusilamiento de tres jóvenes.

Sobre las escalas de represión —tema polémico en lo analítico y lo ético— solo basta recordar que al violentar a los ciudadanos un Estado puede hacerlo de varios modos: aplicando el crimen de modo masivo (la Nicaragua de 2018, con 355 víctimas) o escarmentando con el terror a la sociedad toda (la Cuba de 2021, con alrededor de mil presos resultantes). 

¿Es posible disociar al castrismo del chavismo, así como sus conexiones y derivas regionales? ¿No asistiremos hoy acaso a un silencio oportunista y coyuntural de muchos ante el fraude y represión maduristas? Son gente cobarde que, a diferencia de los estalinistas sinceros, solo esperan a buen recaudo que pase la borrasca para salir de nuevo a buscar una nueva utopía, con lisonjas y convites, donde otros padezcan mientras ellos mantienen vivos sus negocios.

Como he escrito recientemente, el modelo cubano ha dejado una honda huella de afinidad autoritaria dentro de un amplio segmento de las élites políticas e intelectuales de la región. Las transiciones nos hicieron creer que aquellas, cansadas de matarse durante décadas en defensa de utopías revolucionarias, habían convergido en el abrazo al proyecto democrático liberal. Eso, si alguna vez fue cierto, se acabó. Venezuela es tan solo un último aldabonazo.

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Imagen principal: Oficial de la policía antidisturbios usa gases lacrimógenos contra manifestantes durante una protesta de opositores al gobierno de Nicolás Maduro / Getty Images.