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Cuba: ¿hasta dónde llegan los tentáculos de la censura?

Acabo de recibir la noticia de que una revista académica mexicana rechazó un artículo que había postulado para su publicación. No es la primera vez: cualquier investigador honesto sabe que a menudo los procesos de revisión pueden ser rigurosos. Lo que me dejó pensando fue el motivo. El artículo en cuestión propone un análisis crítico sobre la ideologización de la educación en Cuba, a partir del análisis de discurso de los libros de Educación Cívica.

Una de las cuestiones que señaló un revisor fue que «no hay suficiente evidencia para afirmar que el sistema cubano tiene un corte autoritario o dictatorial». Todo esto mientras hay más de mil presos políticos en la Isla, cuestión documentada por organismos internacionales como la ONU, la Conferencia Interamericana de Derechos Humanos o Amnistía Internacional, entre otros; mientras existen denuncias sobre la represión a ciudadanos que intentan ejercer derechos elementales, algunos de ellos refrendados en la Constitución cubana; mientras intelectuales críticos son encausados, expulsados de sus empleos y de instituciones culturales oficiales por ejercer su libertad de expresión; mientras se criminaliza ante los ojos del mundo el derecho a la protesta, aun cuando se aplican políticas que deterioran las condiciones de vida de la ciudadanía, una gran parte de ella formada por clases trabajadoras.

En realidad, tampoco esto es la primera vez que me sucede: en mi experiencia es extremadamente difícil que un artículo científico que critique al sistema cubano y sea propuesto para una revista especializada en Latinoamérica se publique. Por supuesto, hay excepciones: en Colombia particularmente parece existir más apertura; en el resto de América Latina, no tanto. Resulta increíble el sesgo que la academia tiene al respecto.

En Cuba no podemos criticar, pero fuera de ella tampoco. En este caso, los pares revisores funcionan como una extensión de la censura a que somos sometidos por la oficialidad y su versión de las cosas. Todo esto, además, ocurre en un contexto donde las condiciones del pueblo cubano resultan inhumanas. Pero los académicos continúan creyendo a la Isla un ejemplo de humanismo socialista, una utopía tropical donde solo hay sol, playa, risas, bailes, igualdad y libertad. No es posible ser un analista social serio y sostener semejante dislate. No es posible que se continúe considerando el sistema político cubano a la luz de las creencias de los años sesenta del siglo pasado.

Debemos reconocer no obstante, que los mecanismos del sistema para crear esta imagen han sido sutiles e ingeniosos. Si tuviesen la misma habilidad para la administración de la economía que para la manipulación, estaríamos entre los primeros países del mundo, pero claro, aquí se impone esta pregunta ¿cuál es el objetivo? ¿El bienestar material del pueblo cubano o la perpetuación en el poder? Entonces ya no estaríamos hablando de capacidad, sino de intereses.

Retomando el tema, justo hace un par de semanas estaba en Monterrey, en el Festival Santa Lucía, y fui a ver «Cuba vibra», del Ballet Liszt Alfonso. Fue un gran espectáculo: la pericia de los bailarines, la mezcla de ritmos cubanos, el vestuario, la coreografía, el juego luminotécnico: todo estuvo genial. Lo disfruté mucho, con una extraña mezcla de emociones. Por una parte, la nostalgia por lo mejor de la Isla (que no es poco) y el orgullo por nuestro talento; pero por otro lado me preguntaba constantemente cómo ese talento ha sido una suerte de boomerang para nosotros. No podía dejar de pensar en quién, luego de ver semejante presentación, podría creer que en Cuba hacía tres días no había electricidad en todo el país.  

Por supuesto, no digo que no debían presentarse o algo así. No. La razón de ser de los artistas es su arte: no se les podría exigir que no fuesen lo que son. Lo que quiero traer a colación es la instrumentalización política de la cultura como forma de crear un clima de opinión favorable al régimen cubano. Me refiero a que, terminando la presentación, subieron al escenario al cónsul cubano en Monterrey y al embajador de Cuba en México: felices, sonrientes, hablando de la amistad entre Cuba y México. En suma, politizando el espectáculo. La Isla con 72 horas de colapso energético, el embajador cubano en México viajando a Monterrey para aprovechar la ocasión de presentar la imagen de una Cuba que no existe.

Es importante destacar que el Festival Santa Lucía comenzó desde 2008 para celebrar el aniversario de la fundación de Monterrey, y abarca actividades diarias durante varios meses. Tales presentaciones incluían este año a artistas desde Tailandia hasta Chile. Y son gratuitas (sí, porque la idea de acercar el arte a la gente no es exclusiva del «socialismo» cubano). De modo que el espectáculo de Liszt Alfonso, que estaba subvencionado por el gobierno regiomontano, terminó siendo publicidad gratis para el sistema cubano y un lavado de imagen que refuerza la importancia cultural de la Isla.

Así se crea un círculo vicioso muy difícil de romper: por una parte, la censura de la Isla filtra cuidadosamente la información que sale y utiliza sus mejores productos culturales para ofrecer una buena imagen que es recibida acríticamente en el exterior. Esta asunción de la idea de una Cuba paradisíaca coincide con los prejuicios ideológicos, sesenteros y propios de la Guerra Fría que tiene gran parte de la academia latinoamericana, la cual se levanta entonces como un segundo muro de censura que termina prohibiendo los intentos de análisis crítico sobre la realidad cubana, con el presupuesto de que no hay una «evidencia» que ellos mismos se encargan de bloquear.

Tenemos una ardua tarea por delante para desmontar este tipo de ideas. Debemos romper con los prejuicios ideológicos y las simpatías irracionales para poner nuestra descarnada realidad ante el mundo. Toca llamar a las cosas por su nombre. Esto no significa que tendremos apoyo externo, pero si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo va a hacer?