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En defensa de la democracia: los venezolanos han hablado a través de las urnas

Varios días después de haberse realizado las elecciones presidenciales en Venezuela, el enfrentamiento continúa siendo el signo que marca la realidad de ese país. Pese a encontrarse todavía dentro del plazo fijado por la ley para la entrega de las actas por parte del Consejo Nacional Electoral (CNE), las irregularidades de los comicios —cargados de intimidaciones, abusos de poder y parcializaciones de organismos que legalmente deberían ser imparciales, como el propio CNE— indican que lo que queda de la maltrecha democracia venezolana está sufriendo un ataque por parte del gobierno cuyo desenlace puede determinar su futuro a mediano y largo plazo.

La elección pretendió realizarse de espaldas a observadores internacionales que representaran un amplio espectro político, puesto que en su mayoría los que asumían posturas más críticas fueron expulsados del país o impedidos de viajar a este por el gobierno de Nicolás Maduro. No obstante, el Centro Carter, uno de los más prestigiosos de cuantos permanecieron, —que acompañó en otras ocasiones procesos similares en época incluso del presidente Hugo Chávez y cuya participación fue presentada hace solo unos días por el oficialismo como garantía de transparencia— aseguró que la elección «no se adecuó a parámetros y estándares internacionales de integridad electoral y no puede ser considerada como democrática».      

Ante esta peligrosa situación, potenciada por las amenazas que penden sobre los líderes de la campaña opositora por ejercer su legítimo derecho al cuestionamiento de los resultados oficiales en los que han estado ausentes los documentos probatorios y por las numerosas protestas ciudadanas que se han saldado con varios muertos y centenares de prisioneros, consideramos imprescindible dejar claros algunos puntos.

Lo sucedido en Venezuela no es una batalla ideológica entre la izquierda y la derecha o entre el socialismo amenazado por el capitalismo, sino que es un conflicto entre un régimen autoritario y corrupto que se aferra al poder y unas fuerzas de oposición, caracterizadas por sus muy variados matices ideológicos pero unidas en el deseo de cambiar el rumbo de Venezuela que ha generado, entre otras cosas, que alrededor de 8 millones de ciudadanos abandonen el país.

Por ello es difícil entender la postura de cierta autodenominada «izquierda», en la cual se incluyen tanto gobiernos como grupos políticos y representantes de sectores intelectuales, que se posiciona a favor del gobierno venezolano, desconociendo los hechos, solo por una pretendida «solidaridad ideológica». Un régimen que ignora y reprime la voluntad de su pueblo tiene como único signo político el del autoritarismo y la corrupción. 

En Venezuela, el aumento de la pobreza y la crisis migratoria sin precedentes son testigos del fracaso de un proyecto que ha traicionado los ideales que alguna vez proclamó. La ausencia de separación de poderes y el uso de la violencia para reprimir el disenso son indicativos de un sistema que no puede ser progresista ni revolucionario.

Esta crisis no solo afecta a Venezuela sino también pone a prueba la credibilidad de las fuerzas progresistas y democráticas. Ser verdaderamente progresista significa defender las libertades civiles, luchar por la justicia social, el bienestar de toda la sociedad, y respetar la soberanía del pueblo. La manera en que se solucione el conflicto al que asistimos en Venezuela, fijará un importante precedente en la política de la región. El pueblo venezolano ha hablado a través de las urnas. Ante eso solo hay una respuesta posible: obedecer al soberano.

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Imagen principal: Los Ángeles Times.