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Educación ¿revolucionaria?

Algo que me preocupa lograr con mis escritos es el cuestionamiento —la desnaturalización—, de cuestiones cotidianas, para así lograr entrever otras opciones. Entre las múltiples cosas que los cubanos hemos normalizado está la educación oficial que se instauró en Cuba luego de 1959. Mirando a distancia, resulta muy chocante que hayamos aprendido a leer la letra f con palabras como «Fidel» o «fusil», solo por poner un ejemplo. Es increíble la carga ideologizante que tiene el texto de lectura de primer grado y esto continúa a lo largo de toda nuestra escolarización.

¿Es pedagógicamente correcto que un infante aprenda a leer con unas frases como «un fusil es bueno» o «Viva Fidel»? ¿Cuál es el tipo de persona que se quiere conformar con esta praxis? Siempre me he preguntado si esa adulación servil al gran líder fue orden suya o responsabilidad de muchos que optaron por incensar su narcisismo. Esta es una de las interrogantes que sería necesario dilucidar: sí, tuvimos un dictador en toda regla, pero ¿por qué lo aceptamos? ¿Creó él solo las condiciones para el desastre que se vive en la Cuba actual?

Páginas del libro de lectura de primer grado que se usa en las escuelas de Cuba.

Es cierto que nuestra socialización y, por ende, nuestra educación, se ideologizó de manera cuidadosa, pero en eso, ¿solo fue la cúpula la que ha trabajado? Si somos honestos, reconoceremos que muchos de nosotros, de diversas maneras, hemos colaborado en ese proceso de ideologización y vigilancia del otro. Por ejemplo, durante dos años fui profesor de Filosofía y Sociedad, nombre eufemístico que se dio, luego del derrumbe del campo socialista, a las asignaturas que antes se llamaban Marxismo-leninismo. Nunca estuve muy entusiasmado con esto, pero fue la manera en que logré entrar a la universidad. Durante mucho tiempo me pregunté cómo dar clases de marxismo, con el cual nunca he comulgado por completo, sin ser demasiado falso. La respuesta que encontré fue: voy a hacer que los alumnos lean los textos de Marx por sí mismos, sin intermediarios.  

¿Resultado? Mis clases eran subversivas, aunque políticamente correctas. Me parecía divertido contrastar ciertas ideas de Marx con nuestra realidad cotidiana. Los debates con los alumnos cuando contraponíamos esta frase de El Manifiesto Comunista: «el proletariado no tiene patria», con el discurso nacionalista cubano, eran sumamente interesantes. O contraponer la situación socioeconómica de la Isla con la idea que queda muy clara en el capítulo 1 de La ideología alemana de que para el logro del comunismo el desarrollo universal de las fuerzas productivas es: «una premisa práctica absolutamente necesaria, porque sin ella solo se generalizaría la escasez, y por tanto, con la pobreza, comenzaría de nuevo, a la par, la lucha por lo indispensable y se recaería necesariamente en toda la porquería anterior…». (Marx y Engels, Obras escogidas, tomo 1, p. 16). 

Una de mis partes favoritas era preguntar que si la viabilidad del comunismo era tan problemática, ¿por qué tendría que haber ese llamado permanente al sacrificio? ¿Acaso no parecía una cuestión religiosa ahogar la individualidad y los deseos personales por una vida futura de la que no se tenía constancia? Así, la reflexión que partía de Marx curiosamente devenía contrarrevolucionaria. Pero esto ocurría en casi cualquier contexto universitario. Era prácticamente imposible hablar de lucha de clases en el sindicato, por ejemplo, lo cual nos lleva a una cuestión vital: ¿para qué sirve el sindicato entonces?

Recuerdo una clase aburridísima de un diplomado de pedagogía en que el profesor despotricaba contra la «crisis de valores»: ponía de ejemplo que los estudiantes subían a las guaguas sin miramientos. En aquel tiempo era yo muy beligerante, así que pregunté que si más que falta de valores no debíamos hablar de falta de guaguas. El profesor, confuso, me respondió que no se debía ser tan materialista, aunque minutos antes había estado haciendo una apología al marxismo.

Anécdotas similares tengo muchas, algunas ya relatadas en otro lugar, como la negación de utilizar las clases sociales como categoría interseccional, porque «en Cuba no se puede hablar de clases». Lo cierto es que la educación en Cuba ha sido un curioso mejunje de ideas mal comprendidas del marxismo soviético que haría repetir a Marx su famosa frase de Je ne suis pas marxiste (Yo no soy marxista).

El presente texto no pretende erigirse en una defensa a ultranza del marxismo: soy el primero en señalar el sesgo positivista, evolucionista y teleológico que tiene en tanto teoría social, como casi todas las de su época. Pero me gustaría insistir que en Cuba, en realidad, salvo pocas excepciones, no se estudió marxismo: se estudió la justificación ideológica del estalinismo y esto se nos vendió como el fin de la filosofía. Más allá de tal límite, el pensamiento contemporáneo se consideró decadente. Tuve profesores, educados en la URSS, que se atrevían a decir incluso que la sociología, la antropología, las ciencias políticas eran burguesas y, por ende, innecesarias: bastaba con estudiar el marxismo manualesco venido desde el campo socialista para comprender la sociedad socialista.

Teatro Karl Marx en La Habana. (Foto: Tripadvisor)

Esto me lleva a señalar dos puntos. En primer lugar, para las personas que cursaron la educación universitaria en ciencias exactas, naturales, médicas o aplicadas; la filosofía y las ciencias sociales en general se convirtieron en la parte indeseable de sus currículos, en la famosa «muela», que no se buscaba entender, ni mucho menos aplicar, sino pasar con más o menos suerte.

En segundo lugar, para los que estudiamos ciencias sociales, significó un fuerte y deformante proceso de ideologización. Debemos reconocer que más que como cientistas sociales se nos formó como ideólogos, cuya función esencial ha sido legitimar el estado de cosas imperante y crear todo tipo de falacias para desviar cualquier crítica profunda. Las soluciones que podíamos aportar debían quedar siempre dentro de límites políticos férreos.

Obviamente, muchos fuimos transitando un largo proceso de concientización que implicó mucho esfuerzo. No contábamos con información suficiente: la mayor parte de los pensadores contemporáneos en estos temas no son publicados en Cuba. Por otra parte, debíamos luchar contra los propios preconceptos que nos inculcaron desde que aprendimos a leer. Al menos en mi caso, la mayor parte de los textos que produje en ese tiempo son, en un sesenta por ciento, neblina ideológica, pero realizarlos me fue abriendo los ojos, creándome inquietudes y preguntas que me llevaron hasta aquí. También es cierto que la aprehensión del pensamiento universal a través de la historia de la filosofía me facilitó el camino.

Con todo esto quiero dejar dos cuestiones para incitar al debate. Tenemos que reconocer un gran vacío en la producción y enseñanza de las ciencias sociales en Cuba. Nos falta actualización conceptual y metodológica. No hemos cumplido con nuestra función de crear un grupo de saberes que puedan conformar un clima de opinión que lleve a cambios sustanciales. Pero también la producción que se ha ido haciendo nos ha permitido comprender nuestros errores, limitaciones y sobreideologización.

Las ciencias sociales no son inútiles. Como intelectuales nuestra función es explicar, de la manera más clara posible, qué pasa y animar al debate para la búsqueda de soluciones. Ojalá pronto todos los cientistas sociales cubanos comencemos a cumplir nuestro verdadero cometido. Nos toca ser críticos, no funcionarios incondicionales que intentan lubricar un sistema que nos utiliza… y desprecia.