Hija soltera
Soy hija soltera, condición (llamémosle así) no debidamente reconocida y creo que bastante frecuente. De las madres y padres solteros —hago la distinción para remarcar que también hay padres solteros— se suele hablar un poco más; en nosotros, sin embargo, los que en solitario debemos atender a nuestros progenitores, nadie repara. Y no estoy proponiendo un sistema de equivalencias, o anular a unos en pos de los otros, no, nada de eso, solo quiero, a partir de mi experiencia, compartir algunas ideas al vuelo.
Nosotros apenas existimos. Eso es un hecho. Somos invisibles en las estadísticas y hasta en la vida diaria. No existimos para quienes, al cabo de un tiempo sin vernos, solo nos preguntan por «el viejo» o «la vieja». Y aunque es cierto que para nosotros, los hijos-cuidadores, si ellos, nuestros viejos, están bien, todo está bien. Nosotros, que también somos hijos de Dios, agradecemos, y mucho, cuando alguien nos mira a los ojos y nos dice: «¿Y tú, cómo estás tú?». Más allá de lo bien o mal que se esté, ese gesto, ese simple detalle, uno lo valora. Hasta los médicos a veces nos ningunean… O nos disparan en ráfagas muchísimas recomendaciones que a veces ni vienen al caso, o se desentienden de nuestras opiniones y de que somos, a fin de cuentas, quienes estamos siempre con pacientes, a veces muy poco pacientes…
Somos invisibles en muchos entornos laborales, donde todo el mundo tiene claro que a la madre con hijo pequeño —y aquí uso madre con toda intención, pues en la perspectiva más común sólo hay madres con niños pequeños, no padres (espero entiendan el detalle)— hay que comprenderla y ayudarla; pero, ¿y al cuidador de un anciano?
Es que hay matices, muchos matices entre unos y otros, bastante sutiles algunos. Y aunque sé que me estoy metiendo en un terreno complicadísimo y hasta pantanoso, voy a decir algo que para mí es crucial: si usted elige tener un hijo debe también asumir que esa decisión va a cambiar su vida. Y debe, por tanto, prepararse. La crianza de un niño, aunque compleja, es luminosa, y esa criaturita poco a poco va ganando autonomía. Suele haber brazos solidarios, personas que, a partir de su experiencia, alientan, aconsejan, cuidan… Todo el mundo infiere que la madre y el padre primerizos no nacieron sabiendo los mil y un detalles que deben dominar para encauzar como es debido el desarrollo de ese ser al que ellos han dado la vida. Hay consultas especializadas, asesorías… Y están los abuelos, los divinos abuelos… Y los tíos.
En el caso de un anciano no es exactamente así, pues este va perdiendo autonomía, y a uno no le queda otra opción que prepararse para lo peor. Es así, amigos míos, no doremos la píldora. Y estamos solos, muy solos… Nadie elige, por ejemplo, la demencia de los padres. Ni la fractura de cadera que en minutos te cambia la vida, te estremece y sacude, como si tú también hubieras tenido una fractura, intangible y tenaz. Es cierto que puedes, y debes, tomar medidas profilácticas para evitar esos y otros sucesos, pero la vida, esa gran cabrona que es la vida, te da su dentellada cuando menos lo esperas. Y de pronto te ves, sin saber a derechas qué hacer, con la enorme responsabilidad de atender a alguien que cada vez dependerá más ti. Y no te pesa hacerlo, por supuesto, y amas a esa persona como a nadie, pero, y vuelvo a pedir disculpas por ser tan drástica, el amor no basta.
El amor es imprescindible, por supuesto, pero no basta. Tienes que saber qué hacer, cómo identificar determinadas señales, cuándo correr para el médico, cómo lidiar con la inapetencia y con cambios de humor… Recuerden que de niños, cuando jugamos «a las casitas», imitamos lo que veíamos hacer a nuestros padres con nosotros. Sabido es que los juegos de roles tienen una función esencialmente educativa. Yo nunca jugué a cambiarle un pamper o a bañar a un viejito, ninguno de mis amiguitos cojeó simulando una fractura ni cosa por el estilo. Incluso, me pregunto si en la actualidad en los juegos «a las casitas» se ha incorporado algo que muestre el trato con los ancianos. Por cierto, ¿los niños siguen jugando a las casitas?
Lo que he aprendido —si es que algo he aprendido— ha sido sobre la marcha. Algunos consejos he recibido —de familiares y amigos, y de algunos médicos, debo reconocerlo—, pero nunca he percibido lo que podamos llamar una verdadera red de apoyo. Hubo una época, cuando mi abuela aún vivía —ella murió en 2003— en que existía todo un programa dirigido por el servicio de geriatría de mi policlínico que, realmente, nos acompañaba. Ahora todo es más difícil. En esos años mi papá —que ahora tiene 97 años— usaba una frase que me encanta: «La carne no cuesta nada, pero la salsita…». Era su manera de referir que, aunque la atención médica era gratuita, todo lo demás ya era en ese entonces muy caro y engorroso, desde transportar al enfermo hasta alimentarlo, vestirlo, calzarlo… En un anciano, los requerimientos para la movilidad son muy específicos, y lo mismo pasa con la alimentación y la forma de vestir. Y en Cuba, pongamos por caso, nunca se pensó en propiciar la venta de zapatos apropiados para esas edades.
Leo esto que acabo de escribir y a mí misma me da risa… ¡¿Zapatos apropiados…?! Ahora, en el 2024, agradece si al menos tienes un par de chancletas. En el 2024, en la metáfora de mi papá, hasta la carne cuesta… Amén de que la salsita, salsa, lo que se dice salsa, ya no es: es tan amarga que seguirle llamando así es un despropósito.
Dirán ustedes, tal vez un poco impacientes, que ese panorama es común a todos los que tenemos viejitos a nuestro cargo. ¿Dónde están entonces las especificidades, por llamarle de alguna forma, de los hijos solteros? Ah, en que tenemos que asumir solitos, algo así como los (nuevos) trabajos de Hércules: mantener la casa —buscar el dinero, quiero decir—, «luchar» la comida, velar porque la dieta sea más o menos apropiada para una persona de edad avanzada y con determinados padecimientos, cocinar esos alimentos que a veces aparecen de puro milagro, realizar todas las tareas del hogar, atender al anciano, conseguirle los medicamentos, propiciarle momentos de distracción, buscar quien arregle o arreglar uno mismo cualquier cosa que se rompa (y también rezar porque nada se rompa), velar desde las goteras hasta las tupiciones, cuidar y mantener todo en orden…
Hércules ni Hércules… Que al lado de una cola —para lo que sea— la Hidra de Lerna parece una criatura simpática, y el forrajeo por la comida diaria hace que el Toro de Creta luzca cual inofensivo ternerito… Y limpiar los establos de Aurigas es una bicoca si uno tiene agua corriente y electricidad las veinticuatro horas del día… Todo ello sin dejar de hacer eso a lo que llamamos «trabajar», porque si se renuncia al trabajo remunerado entonces sí que el mundo se desploma encima de los hombros… Y si, para remate, has insistido en mantener una activa vida profesional, prepárate para días con el juego apretado, muy apretado.
Y fíjense que no he hablado de los mil quinientos pesos de jubilación de mi papá, que apenas si alcanzan para unos dieciocho huevos, o cuatro panes de molde, o menos de tres libras de carne de puerco… Pero no quiero tampoco abundar mucho en eso, porque lo que he pretendido —no sé si con suerte— es llamar la atención no ya sobre la vulnerabilidad de los ancianos, que es mucha —sobre todo de quienes están envejeciendo en solitario—, sino de la nuestra, la de quienes, como yo, asumimos un reto que, muchas veces, rebasa nuestras magras fuerzas.
¿Cómo conseguir —fíjense que uso el verbo conseguir y no adquirir, porque en Cuba casi todo se reduce a la «conseguidera»— cómo conseguir, repito, bastones y andadores, cuñas y patos (uso los nombres populares, no sé cómo se llaman tales objetos), suplementos nutricionales, medicamentos antiescaras…? Y la lista es larga, muy larga. ¿Cómo conseguir tales cosas, imagínense ustedes, con un salario cada vez más devaluado y con la creciente dolarización de la economía?
Y ya debo terminar, que esto se está alargando demasiado y la cocina, mejor dicho, el laboratorio, me espera…