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Inventar la felicidad en Cuba: cuestión de magia

La felicidad hay que inventársela. «¡Vamos, levanta ese ánimo!» —me ha dicho mi vecina al verme en depresión (ella toda integrada y remesada mensualmente desde el exterior por su hijo). Solo la miré a los ojos y le dije, tan despacio como mi ánimo, que la felicidad no se inventa: se tiene o no se tiene, y la conminé a que pusiera en práctica sus dotes de «inventora» y me dijera cómo hacer cuando uno tiene a su cargo una madre de ochenta y nueve años, cuyos días las cataratas se han encargado de oscurecer más aún, y que los lentes que necesita es posible que estén puestos en unos ojos latinoamericanos desde hace mucho tiempo (enhorabuena para el dichoso).

Le pedí que me enseñe a sobrepasar un mes con un ínfimo salario de 5 000.00 CUP que garantice al menos un desayuno digno a esa anciana, cuando el yogurt anda rozando los 320.00 CUP el litro y medio, y el pan del día no se sabe si aparecerá y al de la mipyme, no puedo aspirar. La insté a que me explique cómo garantizar la estabilidad de su presión arterial sin medicamentos en el «tarjetón»; y tener que ir al mercado negro (el más negro de todos) y pagar sus píldoras a precio de oro y rezando porque no vaya a parar a un hospital, porque entonces sí los ceros de la cuenta aumentan descomunalmente, y no a la izquierda.

No es menos cierto que mi altruista vecina en alguna ocasión me ha brindado un par de muslos de pollo o el picadillo de su dieta —algo incomible, la verdad—, gesto que agradezco sobremanera. Lo que no puedo soportar es que me extienda la mano y me diga: «mira, vecino, para la viejita… es que mi hijo me mandó un envío y no me cabe en el refrigerador». Por menos que esto, en otros tiempos yo lo hubiera rechazado, y ella regresaría a su casa con la mano extendida y lo que en ella traía. Desgraciadamente los tiempos son otros, las necesidades también y he tenido que ser más tolerante con los años para poder sobrevivir en este marasmo.

«La felicidad tiene garantía sólida en el concepto de independencia y dignidad humanas», sentenciaba Martí pero mi vecina no lo sabe. Mientras más lo releo me pregunto dónde quedó mi independencia, si no soy capaz de sustentarme con mi salario, si tengo que planificar la compra de aceite un mes, de pollo al siguiente y de papel higiénico al que le sigue, porque el precio de cada uno de esos productos excede los mil pesos y en el mismo mes no se pueden adquirir juntos; cuestiono dónde reside mi independencia si en una fecha señalada no puedo invitar a mi anciana madre a comer fuera porque mis gastos, repartidos para treinta días, serían consumidos en uno; de qué independencia puedo hablar cuando pasan los años y no soy capaz de visitar a un familiar querido porque vive en otra provincia y el transporte es escaso y particular, por lo que dos meses/salario no serían suficientes para un cómodo viaje.

Este es el momento en que me sentaría con Martí para conversar de mi dignidad. Le contaría de mis once años becado hasta llegar a vencer la universidad; de mi entrega con apenas doce años a las labores del campo (para cumplir con su apotegma estudio/trabajo); de entregar parte de mis vacaciones de estudiante a construcciones militares para la «guerra de todo el pueblo» (que por suerte, nunca llegó); de mis años de trabajo en difíciles circunstancias de todo tipo, desde materiales hasta malas praxis de dirigentes corruptos. Le pediría consejos al Maestro, sobre si continuar siendo un profesional y seguir comiéndome un «cable», o pasar al «sindicato de los mipymeros» y poder pagar una caja de pollo en 9 000.00 CUP, un litro de aceite en 1 500.00 o el solícito papel higiénico (4 unidades) en 1 200.00.

Estoy convencido de su respuesta en nombre de la «dignidad» y el decoro. Lo que no sabe el Apóstol, ni nadie, es hasta cuándo existirá el «sindicato» aquel, porque en nuestro país nunca ha existido tanta «dialéctica aparente» como en los últimos años. Te acuestas con una medida y te levantas con otra, o con una contramedida; lo que ayer fue verde, hoy te lo han matizado y mañana será malva. Desde hace décadas, Cuba ha sido un laboratorio donde se gestan ideas, se llevan a vías de hechos que no conducen a nada y, acto seguido, aparece el próximo experimento (dislate). Es por eso que creemos saber de todo y no tenemos de nada…

Además de la oscuridad orgánica en que se sume mi madre —y que es mi mayor desvelo hoy día—, es un estado colectivo la oscuridad de los cubanos en medio de los «molestos» apagones. Ese es el adjetivo usado por la oficialidad para referirse al tema y que a mí me levanta en peso cuando lo escucho, porque realmente «molesto» le queda muy pequeño.

De la cuestión «termoeléctricas» hay poco que decir que no se conozca. Es redundante, y lo seré, el mencionar lo arcaico de esas plantas, de los remiendos infructuosos, de la no ocupación en otros tiempos —en que sí se pudo—, de mejorar el parque generacional de electricidad que hoy, ya vetusto, se deshace en pedazos… Pero cuando se anuncia la carencia del recurso por falta de combustible (no voy a negar de manera alguna el costo en el mercado internacional, las dificultades para su transportación y la falta de solidez de un flujo continuo), es indignante ver a un tercio del país a oscuras, mientras el Palacio de la Convenciones quema toneladas de petróleo asumiendo cuanto congreso, simposio u otro evento se pierda, tanto nacional como internacional.

Cómo un país a punto de la bancarrota puede asumir tales citas, que en ocasiones duran días, mientras los procesos productivos, laborales y domésticos se detienen por horas, días, semanas, meses, años. Cómo se pueden realizar anualmente, caravanas de Oriente a Occidente, (rememorando hechos históricos de más de sesenta años) de múltiples camiones, jeeps, carros ligeros, motos y otros, de las que te enteras en el noticiero (si tienes corriente) a seguidas de que el funcionario de la OBE anuncia un garrafal déficit de generación eléctrica, entre otras causas, por falta de combustible.

Me parece que estamos más preocupados por la permanencia del sistema que por la independencia humana, y de esta manera sospecho que será difícil inventarse la felicidad…