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Juana Bacallao: ausencia y olvido en la hora final

El 24 de febrero, fecha de marcado simbolismo para Cuba, murió la popular artista Neris Amelia Martínez Salazar como consecuencia de un tromboembolismo pulmonar. Su verdadero nombre quedó desplazado desde los inicios de su carrera cuando se hizo conocida por la guaracha titulada «Yo soy Juana Bacallao», compuesta por el músico Obdulio Morales Ríos (1910-1981), descubridor de aquella habanera, negra y pobre nacida en el barrio de Cayo Hueso en 1925 y consagrada como una leyenda de la música popular cubana.

Antes de su deceso, ocurrido en el Hospital Militar Central «Carlos Juan Finlay» —al que llegó, dicen, deshidratada y desnutrida—, se difundió la falsa noticia de su fallecimiento, lo que provocó desconcierto entre miles de seguidores dentro y fuera de la Isla. Horas más tarde, el biógrafo oficial de la artista, Lázaro Caballero, desmentiría el bulo desde su perfil en Facebook, a lo que siguió una nota firmada por el Instituto Cubano de la Música que replicaron otros medios oficiales.

Durante toda la jornada del 24 y hasta hoy, personalidades del mundo del espectáculo, comediantes, músicos, poetas, investigadores... han hecho público el cariño y admiración por la show-woman cubana, dueña de un estilo tan singular como irrepetible y quien se ganó, con todo el derecho, el sobrenombre de «Juana La Cubana». Sin embargo, en medio de la tristeza por la pérdida de una artista de tanto arraigo, tampoco han faltado los señalamientos de una parte de la población ante el evidente menosprecio mostrado por las instituciones culturales encargadas de rendir el tributo correspondiente a la diva que hizo historia en los cabarets de Cuba. ¿Temor? ¿Discriminación?

Si bien la mayoría de las notas publicadas una vez se conoció la partida física de Juana, han subrayado su contagioso sentido del humor, el disparatado modo de proyectarse en escena y su autenticidad, no falta razón a quienes sostienen que la artista fue víctima de discriminación racial desde el primer momento en que subió a un escenario —antes de 1959—, hasta el minuto final de su existencia. El hecho de no ser agraciada físicamente (según los cánones de belleza establecidos), hacer uso de un lenguaje coloquial y poco refinado para la élite intelectual, su extravagancia y bromas polémicas, provocaron el enclaustramiento al que fue sometida Juana, consciente ella misma de eso, pero dispuesta a vencer y burlar todo obstáculo. Al respecto, la musicógrafa Rosa Marquetti Torres, valora:

«Poco nos hemos detenido a pensar cuándo ganó y cuánto dejó por el camino para llegar hasta aquí. Si realmente le gustó lo que terminó siendo, ese personaje diseñado por ella, cincelado por los que acudían y acuden al circo de los sentidos y sacralizado por quienes, a toda costa, probablemente impidieron que Juana fuera mucho más ella misma, pero también otra».

Reflexionando sobre esto, el autor de la única biografía sobre Juana Bacallao, expone: «Todavía hay quienes utilizan frases de admiración sobre su persona, pero con dardo incluido para desdeñar su arte. Juana siempre se rio de sus tristezas y se sobrepuso estoicamente a cada uno de los retos que la vida le impuso. Hizo feliz a todo el que la conoció, no guardó rencor para los que obstaculizaron su carrera».

Si para algunos La Bacallao representaba el gracejo cubano, para otros era nada más que el recuerdo de una época (capitalista) que no podía tener cabida en la nueva sociedad construida tras el triunfo revolucionario, con lo que se pretendía «justificar» en buena medida sus escasas apariciones en televisión y una exigua producción discográfica. Todo ello, sustentado por estereotipos y criterios cargados de prejuicios que pusieron siempre en duda su verdadero alcance y valor en la cultura cubana.

Las generaciones que nacimos y crecimos oyendo hablar de Juana, estuvimos atados a la anécdota (real o ficticia) de una artista que no se veía en la pequeña pantalla como otras divas; confinados a saber que era solo una «excéntrica musical», una leyenda de las noches habaneras. Con estos y otros elementos es posible «entender» hoy por qué durante los días 24 y 25 de febrero los medios de comunicación en Cuba se limitaron únicamente a la reseña emitida por el Ministerio de Cultura, sin necesidad de realizar reportajes profundos sobre su fructífera trayectoria; sin tan siquiera salir a la calle para recoger el sentir del público, ese que la convirtió en una estrella, como hicieron antes con otras figuras, incluso extranjeras.

El disimulado desprecio quedó explícito en sus exequias. ¿Por qué Juana Bacallao no pudo ser honrada por su público en uno de los teatros o cabarets donde hizo historia, como sucedió con otras glorias del arte cubano? ¿Cómo se explica ese desinterés? ¿Merecía un icono así tanta ausencia en la hora final, tanta desolación y abandono?

Vale la pena recordar que en junio de 2020, ante la muerte de la gran Rosa Fornés y en medio de la pandemia por Covid-19, no existieron reparos para organizar una ceremonia a la altura de la vedette cubana. El pueblo se despidió de La Fornés en el emblemático Teatro Martí, desde donde partió el cortejo fúnebre pasando por calles y avenidas de la capital. Rosa Fornés lo merecía, sí, tanto como Juana Bacallao, aunque fueran otros sus modos de proyección. Hablamos de símbolos de la cultura popular y ambas, sin ningún tipo de dudas, lo fueron.

Lo sucedido con Juana no es otra cosa que un acto de racismo y elitismo, maquillado por excusas y justificaciones. Otra manifestación de prejuicios heredados por siglos e instalados en el cuerpo de la nación, incluso entre quienes tienen el deber, supuestamente, de salvaguardar y defender la cultura cubana. ¡El pueblo no olvida!

Ante la apatía, imparables muestras de afecto. Ante el silencio institucional, aplausos a una vida marcada por el sacrificio.

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Foto: Tomada de X @DiazCanelB.