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¿La paciencia también es democratizante?

Luego del 17 de marzo y las protestas, he estado reflexionando mucho. Confieso que siempre tengo muchos sentimientos encontrados ante ese tipo de eventos. Por una parte me lleno de esperanzas, por la otra, de incertidumbres, dudas y miedos. Prefiero hacer silencio entonces, porque no me atrevo a decir qué deben o no hacer quienes más sufren el penoso día a día cubano y trato de compartir las noticias que me parecen más fidedignas: en X las replican y las comentan con fuerza; en Facebook parece que amigos, conocidos y familia las evitan con todo cuidado, como si no las quisieran ver.

Esto me aboca a un conflicto. Generalmente se piensa que quienes vivimos fuera no tenemos ningún problema con denunciar lo que sucede en Cuba, y no se piensa en que cuando regresamos a nuestro país de origen lo hacemos con miedo de que nos regulen y no nos dejen entrar o salir. U olvidan que no somos huérfanos y que también tememos por nuestras familias. O no consideran que también fuera de la Isla hay problemas y tenemos que cerrar los dientes, sin quejarnos, porque no tenemos un lugar adonde regresar, precisamente por expresar nuestras ideas políticas.

Tampoco han estado manifestándose delante de la embajada de tu país en otras naciones, rodeados de policías que te protegen de una turba de mercenarios extranjeros que con garrotes en las manos te gritan «esta calle es de Fidel». Resulta entonces que uno se pregunta si realmente se hace algo escribiendo, compartiendo las noticias o viviendo esas zozobras. No tengo respuestas generales: en mi caso elijo estar en paz con mi conciencia, haciendo lo que creo que debo hacer.

Es frecuente que veamos con desesperación la «apatía» de muchos cubanos ante la crítica situación actual y nos frustremos, expresándonos con frases del tipo: «esto no lo cambia nadie», «de aquí lo que hay es que irse» y otras, más ofensivas incluso. Las personas reunidas aclamando a Díaz Canel en Songo La Maya, una de las zonas más pobres y abandonadas del país, han creado un profundo rechazo en las redes y generado comentarios de «se merecen los apagones». Pero nadie merece vivir como se está viviendo en Cuba ahora, salvo quizás la cúpula del poder.

En realidad, pocas veces nos preguntamos sincera y profundamente las causas de esta desmovilización política. Lo cierto es que para lograr un verdadero diálogo nacional tenemos que entender que no todos partimos del mismo nivel. Aclaro que cuando me refiero a nivel no estoy jerarquizando posiciones ni mucho menos personas: es sencillamente una forma de denotar que venimos de lugares diferentes.

Me explico: en primer lugar, las personas exigen lo que más necesitan. Así que el grito de «comida y corriente» es completamente válido, viniendo de quienes no tienen lo elemental para subsistir. No solo es una petición, es una denuncia pública. No se están conformando, al contrario, están aprendiendo a ejercer su ciudadanía, exigiendo lo que quieren e interpelando directamente a las autoridades.

En segundo lugar, no todos tenemos el mismo acceso a la información, ni la misma capacidad de procesarla o buscarla. Se dice que con Internet no hay justificación, pero esto no es cierto. Según el sitio datareportal.com, en 2024 existen 6.68 millones de usuarios de celulares en el país, lo que es aproximadamente 59.7% de la población; mientras hay un 59.9% de usuarios de redes sociales registrados. O sea, solo un poco más de la mitad de la población total tiene acceso a redes, en un país donde Internet está controlado por una compañía única, bajo la égida que todos conocemos.

Además de la censura (no todo el mundo sabe utilizar VPN o ni siquiera saben que existen) y del miedo a que te «fichen», los abusivos precios de la conexión disuaden a muchos de buscar noticias o contrastar fuentes. La mayoría se conecta para hablar con familiares que están en el exterior, preparar sus propias vías de migración o distraerse del día a día. Sumémosle la inestabilidad de las conexiones y los recientes apagones. También hay que destacar que, según el propio datareportal, en el último año la velocidad media de conexión móvil a Internet ha disminuido en un 32.1% y el número de conexiones móviles decreció un 0.8% en el mismo período (probablemente relacionado con la enorme crisis migratoria).

Por tanto, el acceso igualitario a la información online no existe y, de hecho, tuvimos una alfabetización digital bastante tardía. Solo recordemos la fecha en la que tuvimos nuestro primer móvil y, en mi caso, que en el preuniversitario, en pleno siglo XXI, aprendíamos a programar con MS-DOS en computadoras casi inútiles que parecían televisores KRIM 218.

¿Tenemos todos las mismas condiciones para informarnos? Hay que entender asimismo que, preocupados por la inmediatez, no siempre todo el mundo le atribuye la misma importancia a este tipo de conocimiento o, sencillamente, no saben dónde buscar, excepto en las fuentes oficialistas, incluso cuando estas ya no le parezcan dignas de crédito.

Por otro lado, los que viven en Cuba a menudo nos critican por no haber hablado cuando estábamos dentro. En realidad, tampoco teníamos toda la información. Me enteré de los sucesos de Canímar y del remolcador 13 de marzo hace apenas unos años, por mencionar un par de casos dramáticos. Además, la migración pone en perspectiva mucho de lo que aprendiste. Por ejemplo, cuesta acostumbrarse a ver cómo se puede criticar a cualquiera de los dirigentes de un país de manera abierta, pública y que esto sea televisado. O comprobar cómo se puede vivir sin la agonía diaria de pensar qué se cocina y dónde buscar.

Estas cuestiones cotidianas, que terminas dando por sentadas, cambian la perspectiva y en realidad, la crítica de muchos cubanos de afuera, aunque mordaz y peyorativa a veces, no es más que el deseo desesperado de que sus compatriotas vivan como merecen. Lamentablemente los cubanos nos hemos adaptado a malvivir, a una subsistencia deshumanizada. Pienso, por ejemplo, en todas las veces que me han preguntado si es cierto que en los supermercados hay de todo, como se ve en las películas.  

Esta propia situación hace que cualquier diálogo sea tenso: todos estamos heridos por nuestra historia. Cada cubano es una suerte de San Sebastián, asaeteado hasta el martirio por quién sabe cuántas flechas de frustraciones, incomodidades, mentiras, opacidades, decepciones, miedos, esperanzas trémulas. Tenemos que entender que es en ese locus subjetivo, tan inestable, donde debemos encontrarnos: debemos ser sanación mutua. No todos estamos preparados para esto, pero podemos ir aprendiendo. O al menos, planteándonos la posibilidad.

Otra cuestión, quizás más polémica, es que hay muchas personas que se rehúsan a criticar o hacer algo contra el estado de cosas actual porque eso significaría reconocer que han estado equivocados toda su vida, o al menos, gran parte de ella. Muchos creyeron genuinamente en que era un proyecto social emancipador, justo, honesto, y le dedicaron sus mejores años.

Muchos de ellos, además, también lanzaron huevos en los actos de repudio, denunciaron compañeros y familiares y se rehusaron a hablar con sus parientes que se fueron. Quiero pensar que lo hacían con la convicción de que era lo correcto (aunque también algunos lo hicieran por puro oportunismo). No es extraño al comportamiento humano que continúen repitiendo lo que siempre han dicho antes de enfrentarse con ellos mismos.

De cualquier manera, no vamos a lograr un cambio llamándonos «carneros» y «gusanos» unos a otros si lo que pretendemos es construir un nuevo país con todos y para el bien de todos, como quería Martí. La reconstrucción de nuestro tejido social debe orientarse hacia educarnos como ciudadanos de una democracia, que comprenden y respetan las diferencias. Quiero señalar, para evitar malos entendidos, que aquí se trata de tener paciencia entre nosotros, no con la situación actual ni con los violadores de los derechos humanos.

Muchas veces, deseando lo mismo, nos gritamos tanto que no logramos entendernos. Quizás podamos hacer una pausa y entender de dónde viene el otro, la otra, para buscar un lenguaje común y ser respetuoso con sus tiempos. Todos estamos inmersos, como nación y como individuos, en un proceso de cambio vertiginoso, pero que no nos haga olvidar que el diálogo nacional no puede ser asimétrico, y que la horizontalidad, si no la buscamos, no existe.