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No es la palabra mamá

No sé por qué me vino a la mente, pero he constatado que desde niña la palabra que más he escuchado, la que más he pronunciado, la que más me ha exigido y la que más se ha inmiscuido en mi vida desde el día cero de mi existencia, no es la palabra mamá. Es una palabra larga, de diez letras, femenina y, además, muy seductora. Tanto, que desde siempre ha eclipsado a jóvenes soñadores que andan por la vida intentando hacer de su tiempo un mundo mejor.

Sin embargo, pensando en voz alta me digo: «Qué palabra tan egoísta». ¿Cuántos jóvenes de todas las eras y primaveras han cambiado su vida por ella? ¡Hay tantos que la veneran! Y sí que ha sido grande la palabra y bellos sus ideales… Pero ¿cuántos han vivido a costa de ella para, conscientemente o no, manipular a sus semejantes?

Esa palabra se cree muy importante porque aparece en el diccionario como la gran provocadora de cambios. Y yo me pregunto: ¿desde cuándo ella no genera ningún cambio en mi país? Si ya todos dan por hecho que, en Cuba, su verbo está prohibido.

Siento miedo y también vergüenza de decirlo, pero esa palabra que no me atrevo a pronunciar me tiene harta. Francamente harta. Empecé a escucharla desde el vientre de mi madre, y a medida que crecía ha acaparado cada vez más tiempo y espacio de mi vida y la de mi familia.

Era muy común que la palabra se llevara a mi padre a cumplir tareas en jornadas interminables como aquella Zafra de los Diez Millones que lo secuestró tantos sábados y domingos. Esa misma palabra le exigió a mi madre que se apartase de la iglesia y que guardara a su Dios en la mesita de noche.

 Ya cuando empecé el colegio podía reconocerla en todo tipo de carteles, revistas y periódicos, casi siempre pintada de rojo y con una erre mayúscula tan rimbombante que atrapaba todas las miradas y, por supuesto, la mía. También la encontraba junto a la fecha del día, nombrando el año en curso en cada encabezado del pizarrón de la clase. Y cuando aprendí a escribir… la tenía que copiar en todas mis libretas. Daba igual si la clase era de Matemática, Biología o Historia. Igual había que escribirla, con una caligrafía bien bonita, con su erre siempre en mayúscula y su acento en la ó.

Era como si la palabra marcara el punto de partida para todo y, a la vez, fuera la gran creadora de todo lo habido y por haber. En todas partes nos inculcaban respetarla, venerarla y amarla, tanto o incluso más que a los juguetes del Día de Reyes. Hoy confieso que lo lograron, pues yo amé esa palabra sinceramente y creí en ella más.    

De niña, estaba casi segura de que la súper palabra de diez letras era mágica. Imagínense, en todas partes escuchaba frases como «Gracias a la Revolución tú vas a la escuela», y a mí me encantaba mi escuela y mi maestra Teresa de preescolar, que era muy linda y buena.

Y aunque mi abuelo era médico «de antes», también me decían que yo tenía médico gracias a la Revolución. Y es verdad que los mejores galenos del Hospital Neurológico me curaron una parálisis debida a una polineuritis causada por un dengue muy fuerte que me dio cuando cursaba el quinto grado.

Gracias a la Revolución tuve, además, Parque Lenin con sorbetos y peters de chocolate muy lejos de casa, pero ¡me encantaba! También disfruté en dos ocasiones de aquel campamento de pioneros que se llamaba Tarará, donde pude estrenar el parque de diversiones con su inolvidable teleférico.

¡Definitivamente, la erre palabra era mágica!

No obstante, cuando estaba por cumplir trece años ocurrió algo que me hizo dudar de su encanto.

Maritza era una amiguita de la cuadra que vivía y moría soñando con volver a ver a su papá, y atesoraba sus cartas a escondidas, porque eran prohibidas. Una mañana de domingo alguien me dijo que mi amiga, junto a su mamá y sus hermanas se habían metido en la Embajada de Perú. Al conocer la noticia, todavía no tenía idea de cuán grave era aquello de meterse en una embajada. A mí solo me preocupaba no saber cuándo volvería a verla.  

Mi amiguita era una niña muy graciosa, y su mamá era artista, ¡cantaora y bailaora de sevillanas y flamenco! Recuerdo que cuando íbamos a jugar a su casa, nos dejaba usar sus mantillas, claveles y peinetas de carey. En esa humilde casa soterrada, en el garaje del edificio de familias que queda frente al parque más hermoso de la Quinta Avenida, descubrí por primera vez el alegre y peculiar sonido de las castañuelas.

Era una familia diferente, pero muy querida por todos en la cuadra. Sus hermanas mayores eran preciosas y los muchachos del barrio vivían enamorados de las dos. Pero el día en que los del CDR —o sea, otros vecinos también muy queridos y supuestamente bien llevados—, fueron inducidos a plantarle a mis amigas un cartel en la puerta de su casa que decía «Escorias», casi todos en el barrio les cambiaron el nombre a mis amigas por esa palabra del cartel.

«Escoria» era una palabra completamente nueva para mí, nunca la había escuchado antes, y, por supuesto, no sabía lo que significaba. Sin embargo, jamás olvidaré el día que descubrí su verdadero significado, pues… Ese día también supe que nunca más vería a mi amiga.

Pero pasó el tiempo y un águila por el mar, y la palabra con erre en mayúsculas siguió pegándose como un tatuaje. Yo seguía creciendo dentro de ella, y ella se aseguraba de estar muy presente en casi todas mis primeras ilusiones.

Aunque no lo crean, la palabra mágica de mi niñez se acostaba y despertaba conmigo. Se alojaba en mi almohada antes de dormir, y se me aparecía salida de los libros de texto de la escuela, tomando la forma de aquellas historias heroicas de jóvenes que entregaron su vida por ella…, y yo soñaba con todos, tan valientes y hermosos, a los que nunca pude conocer despierta. Algunas veces hasta me imaginaba siendo una de las guerrilleras, con una orquídea en el pelo, subiendo y bajando lomas o bañándome en los ríos para limpiarme las heridas.

Otras veces, la palabra me despertaba a todo volumen, por medio de un altavoz que se paseaba por las calles y me cantaba una y otra vez: «Marchando vamos hacia un ideal, tra la la, tra la la la la la»… hasta que finalmente me hacía saltar de la cama como un resorte cuando coreaba: «¡Que viva la Revolución!»

Y aquella frase me entraba por los oídos y encendía el motor de arranque a cada una de las neuronas de mi cerebro, y mis días se sucedían comiendo mucha Revolución.    

Una noche, me asaltó una idea tan, pero tan natural como imposible de lograr en un país dominado por la única R mayúscula que precede a la palabra «evolución». Esa noche me dio por desear mis propios sueños. Como cualquier humano del planeta, yo necesitaba buscar y encontrar mis sueños. Pero la misma almohada de siempre me replicaba la frasecita del momento: ¿Tú quieres tener tu propio sueño? No, mi niña, no, eso en este país se llama diversionismo ideológico. Qué pronto se te ha olvidado que todo lo que eres y tienes se lo debes a… Tú sabes…

Después de esa sentencia, no pude dormir más, y me disgusté tanto con la almohada que supongo fue por ese motivo que tuve la primera de tantas pesadillas. La mentada palabra se presentaba en mis sueños vestida de mala, como si se quitara la careta de la bondad. Se me aparecía mezquina, despiadada, queriéndome cobrar todas las deudas que nunca jamás yo podría saldar, por más trabajo y tiempo extra que le regalara todos los días de mi vida, presente y futura. Y como la idea de buscar mi sueño no me salía de la cabeza, no encontré más remedio que seguirle los pasos a mi amiguita de la infancia.

Han pasado más de veinte años desde entonces y la palabra Revolución, aunque en la distancia, ha seguido martillando mis oídos e irritando mis pupilas.

Puedo afirmar que en mi vida personal he evolucionado mucho y conseguí olvidar esa laaarga e insostenible palabra en numerosas ocasiones. Todos los días intento alejarme de su R mayúscula, pero, como soy cubana, ella se aparece constantemente, cada vez más deforme e irreconocible, en horrendas y tristes imágenes de Facebook, en YouTube, y me llega también a través de las bocas decepcionadas de casi todos mis amigos dentro y fuera de Cuba.

En estos momentos atravieso un invierno gris, sin nieve, y para colmo sin mi madre en este mundo. Los días son cortos y las noches demasiado largas. He vuelto a tener pesadillas, pero la de anoche fue diferente, por eso prefiero creer que fue un sueño. ¡Al fin mi sueño!

Imagínense que confundí a la «Revolución» con mi almohada y, sin pensarlo dos veces, la agarré bien duro, la reduje en tamaño y con todas las fuerzas de mi corazón, le dije: 

«Escúchame bien, Revolución. ¿Quién coño eres? ¿Dónde carajo estás? ¿Por qué no me dejas en paz? No me busques. No me persigas. No me exijas. ¿Me oyes? Estoy harta. No eres más que un fantasma. Lárgate. Esfúmate».

No recuerdo si dije algo más, probablemente sí. Solo sé que el sueño terminó cuando lancé la almohada contra la pared y las pocas plumas que quedaban se esparcieron por toda la habitación y fueron cayendo una a una, una a una... Hasta que el sueño me venció mirando las plumas caer.

En la mañana, al despertar, encontré la almohada en el piso y quedé maravillada de lo bien que dormí sin ella.