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Los nombres del Mal: saberes y sofismas frente al poder injusto

La discusión sobre la forma de llamar a la política vigente en Cuba —al régimen, al Estado, a la cosa— sale de los ámbitos académicos para llegar a las redes sociales. Lo político se vuelve tema personal, allende los rituales oficiales, para mucha gente afectada por aquel. Algunos lo nombran para alabanza, otros para denostarlo, otras personas —acaso la mayoría—, con el simple interés de comprender. Es por tanto un debate cuya pertinencia rebasa a la academia.

Debatir, como se discute ahora, sobre la naturaleza y denominación del régimen cubano tiene todo el sentido. Se trata de esclarecer el contenido y sentido de las palabras que identifican a un poder que se ejerce, irrestricto, sobre la vida de millones de personas. Cuando esa sociedad —o al menos una parte de ella— comienza a extirpar, de su cuerpo y de su espiritu, la gangrena moral e intelectual, es cuando aparece como urgente y necesario el esclarecimiento de las palabras.

Los conceptos son palabras que captan rasgos esenciales de una parte de la realidad. Tienen un origen —histórico, lingüístico, etimológico— que los marca genéticamente. A la vez, suelen ir adaptándose al paso del tiempo; manteniendo una esencia poco mutable —ya que de variar perderían la capacidad de referir al fenómeno que nombran— y evolucionando en la capacidad de dar cuenta del cambio mismo de las cosas. Hay un núcleo sustantivo, dotado de permanencia, en cada concepto; acompañado de elementos adjetivos, subordinados, cambiantes.

El concepto democracia, por ejemplo, proviene de la Grecia antigua e identifica un tipo de régimen político, una forma de gobierno en la cual la población deja de ser una masa de súbditos para convertirse en ciudadanos al participar en los asuntos del Gobierno, en la cosa pública. En democracia los ciudadanos, junto con los políticos que aquellos eligen, redactan sus leyes, hacen sus instituciones, definen quién y cómo se ejerce el poder.

Ahora, en grandes sociedades de masas bajo el imperio de un Estado nación, la democracia tiene un contenido —social, legal, cultural— distinto al de la democracia clásica asamblearia directa de la antigua Grecia. También sobreviven formas de democracia comunitaria, por ejemplo, en ciertos pueblos originarios. Incluso se habla hoy de una democracia monitorizada, con los dispositivos de control de la sociedad civil que se añaden a las instituciones —partidos, parlamentos— de la democracia representativa clásica.

De manera que tenemos diferentes momentos históricos y contextos sociales que dan vida a diferentes modelos de democracia. Modelos donde lo esencial permanece pero lo accesorio muta. Porque hay una cualidad esencial que define qué es (y qué no es) el fenómeno democrático: la participación irrestricta y autónoma de la ciudadanía, de jure y facto, en los asuntos de gobierno de la comunidad política.

Entonces, si al hablar de democracia estuviésemos únicamente refiriendo al modelo original, clásico y ateniense, incurriríamos en un anquilosamiento conceptual. Porque se trata de un concepto que evoca a un ideal, sentido y esencia potentes —la participación y autogobierno ciudadanos—, pero sus contenidos y referentes se transforman. Viajan en el tiempo y la geografía.

De ahí que al utilizar los conceptos debamos evitar dos extremos. Uno es la tentación del anquilosamiento, de confundir la preservación necesaria de un rasgo esencial del concepto con la osificación que le impide adaptarse a los cambios de tiempo y lugar. El otro, la pulsión por el estiramiento que desdibuja el concepto mismo, al hacerlo irreconocible en su capacidad para invocar aquel rasgo esencial que le define para nombrar una realidad verificable. Estiramiento que, en temas ligados a asuntos políticos, a menudo se mezcla con —o emana de— la frivolidad intelectual, la ignorancia de la opinión pública o, peor aún, el intento de maquillar una realidad negativa.

A pesar de ello, esta discusión no remite solo a intereses conceptuales o impulsos ideológicos. Tiene que ver también con imperativos de política práctica, de una necesidad de muchas personas —y no solo de elites intelectuales— de poder llamar a las cosas por lo que realmente son. Para movilizar palabras, movilizar acciones, impulsar cambios en nosotros y en el entorno.

Así que cuando hablamos de democracia, dictadura o similares, no se trata únicamente —aunque también—, de un debate de conceptos asépticos que flotan en el vacío. Es una discusión que atraviesa la existencia, en su triple condición de legado, experiencia presente y futuros posibles, de millones de personas. Por ello es importante repasar las palabras en juego, las que se están utilizando ahora en el debate. A continuación identificaré la esencia de cada concepto y los modos en que este viaja, aplicándolos, al final, al caso cubano.

(Foto: Reuters/Alexandre Meneghini)

Definir al poder

Un primer concepto a revisar es el de dictadura. Esta constituye básicamente una forma de poder concentrado, irrestricto, personal; que guarda cierta relación —variable— con la ley, y responde a situaciones de emergencia. En su concepto, originario de la Roma antigua, fue definida como el mandato que se daba a una persona —devenida dictador— para para resolver las crisis de la república ante amenazas externas o guerra civil.

El concepto iba ligado a un periodo acotado de tiempo y a una figura encargada por mandato explícito del Senado para resolver la crisis. Pasado ese tiempo, al menos en teoría, la dictadura cesaba y el Senado recuperaba el poder como máxima representación colectiva de la ciudadanía. Este concepto primigenio es el que ha sido invocado frecuentemente en el campo intelectual para señalar su inaplicabilidad referida al caso cubano.

Pero sucede que dicho concepto también viajó en el tiempo. Se habló de Oliverio Cromwell y de Napoleón como dictadores poderosos, capaces de fundar la Gran Bretaña y Francia modernas. Lenin, malbaratando a Marx, aludió a una dictadura del proletariado que sería, supuestamente, una forma política superior a la democracia burguesa. Aunque por su forma política, como por su contenido de clase, la dictadura del proletariado resultó en realidad la dictadura sobre el proletariado.

Carl Schmitt, el gran jurista del nazismo —hoy apropiado por teóricos y políticos del populismo de izquierda—, aludió a una dictadura comisaria y una dictadura soberana. En la primera, que remite al modelo clásico, un dirigente es encargado temporalmente para un mandato que debe resolver un problema; en la segunda, el dictador trasciende cualquier mandato o limitación originales y establece una relación directa, carismática, con el pueblo. Curiosamente, para el Kronjurist del Tercer Reich, la dictadura soberana era sinónimo de una democracia directa, superior, plebiscitaria.(1)

El concepto ha viajado en el tiempo, manteniéndose como denominación de régimen con poderes excepcionales —de jure y facto— y uso recurrente de la fuerza como mecanismo de control político. Como una especie de célula, la palabra dictadura mantiene cierto núcleo explicativo básico, con un citoplasma variable de elementos secundarios que le rodean, adaptándose al entorno. Incluso en la política comparada continúa usándose el termino para, desde el rigor de la academia, aludir a regímenes no democráticos contemporáneos y no solamente a la formulación clásica.(2)

Pero los conceptos no son solo lo que los intelectuales crean y creen, sino también los modos en que dichas nociones son apropiadas y recreadas a escala social. En ese sentido, es difícil olvidar que en América Latina la palabra dictadura ha denominado a gobiernos unipersonales y de fuerza de distinto signo ideológico, en el último siglo. Seguimos hablando —con plena validez explicativa, política y moral— de las dictaduras de Somoza, Videla y Pinochet, sin pedirles demasiado a nicaragüenses, argentinos o chilenos que lean a Cicerón o Polibio.

En estrecha relación con esto, también la noción de tiranía —originaria de la Grecia antigua— se usa para identificar la usurpación violenta, mañosa y arbitraria del poder por un usurpador. El término ha tenido menos uso en la era moderna, pero sigue empleándose para aludir a los Trujillo, Batista y Stroessner, quienes gobernaban con represión, corrupción y sevicia a sus naciones. Actualmente tiene menos presencia en la ciencia política, pero se sigue utilizando para indicar a gobernantes crueles y conculcadores de libertades.(3)

Autoritarismo es otro término de manejo corriente en la ciencia política y el lenguaje coloquial. Alude a una amplia gama de sujetos, instituciones y modos de actuación políticos.(4) El politólogo Juan Linz utilizó el término para denotar una categoría amplia de régimen no democrático —basado en mentalidad conservadora, pluralismo residual y movilización limitada— donde caben ejemplos históricos como el franquismo y diversos casos en Europa, Asia, África y América Latina. En tanto al concepto de totalitarismo, como categoría extrema, pura, de alta concentración y ejercicio despótico, ideologizado y movilizativo del poder, lo identifica en contados casos históricos, entre los que entra el cubano.(5) 

No obstante, tanto en su uso genérico como en el estrictamente conceptual, el autoritarismo ha sido cuestionado, al confundir un tipo de ejercicio del poder —desde el ámbito familiar, pasando por el mundo empresarial, a su expresión macro a nivel estatal— con un tipo particular de régimen político contemporáneo. Adam Przeworski, entre otros autores, ha externado críticas recientes sobre el particular.(6)

Pero si un concepto, también con raíces hondas en el mundo clásico, posee la virtud de ser simultáneamente exacto en su dimensión clasificatoria y abarcador para abrazar experiencias varias, es el de autocracia. Significando el gobierno ejercido de manera propia, la autocracia remite tanto a los antiguos griegos fundadores de filosofía política como a los modernos teóricos del Estado. Hans Kelsen, en los años treinta del pasado siglo, la definió como uno de los dos tipos ideales (en oposición a la democracia) del catálogo de formas políticas vigentes.

La actual política comparada la ha recuperado en los estudios sobre procesos de erosión, crisis y supresión de las democracias de la post Guerra Fría, en la forma de debate sobre la autocratización. Viendo lo no democrático no solo como una estación de paso o de llegada, un momento; sino como un proceso, una serie de cambios que vulneran el Estado de Derecho, impiden la participación ciudadana y restringen la contestación en el espacio público.(7) 

Todas estas palabras —dictadura, tiranía, autoritarismo y autocracia— son, a fin de cuentas, conceptos que la academia y la ciudadanía pueden utilizar como sinónimos en casos como el cubano. Tienen en común la cualidad de referir al abuso de poderes irrestrictos, concentrados, situados por encima de la ley o manipulándola a conveniencia, donde una camarilla instaura un orden político que somete la pluralidad de ideas, la diversidad de actores y los futuros posibles de una sociedad crecientemente compleja, desigual y beligerante. Lo que no refleja, ni siquiera de modo aproximado, la forma de concebir, organizar y ejercer el poder en Cuba es la noción de democracia. Ni por esencia ni por adaptación.

Represión de las protestas populares del 11 de julio de 2021 en La Habana. (Foto: Alexandre Meneghini/Reuters)

El sentido de las cosas

¿Cuál es el sentido político, aquí y ahora, de esta discusión? Decíamos anteriormente que el estiramiento conceptual es siempre un riesgo en las discusiones académicas ya que va de la mano del enmascaramiento del contenido, sea por ignorancia del contexto, del concepto o por la encomienda política de camuflar el contenido de una realidad conflictiva.

Cuando se malbarata una palabra para no dar cuenta de los sujetos, instituciones y procesos reales a través de los cuales el poder, semejante contorsión tiende a invisibilizar la verdadera naturaleza de aquel. Como escribio Octavio Paz: «Cuando una sociedad se corrompe, lo primero que se gangrena es el lenguaje (…) la crítica de la sociedad, en consecuencia, comienza con la gramática y con el restablecimiento de los significados».(8) El manoseo con el concepto democracia, victorioso normativamente a lo largo del siglo pasado, es un ejemplo de tan nefasto proceder.

En Europa del Este, los funcionarios de Stalin hablaban de democracias populares protegidas por los tanques soviéticos. En el Chile de Pinochet los militares llamaban a su dictadura una democracia protegida. En la Rusia del siglo XXI, el ideólogo del Kremlin, Vladislav Surkov, denominó a la autocracia putinista como democracia soberana. En Corea del Norte, distopia totalitaria, el discurso oficial habla de la vigencia, nada más y nada menos, de una «República Popular y Democrática».

Hay que desterrar la peregrina idea de que una comunidad como la cubana — cronológicamente joven, materialmente pobre y pequeña, con escasos cinco siglos de historia y once millones de habitantes— es tan sui generis que su naturaleza resulta inasible para el legado de dos milenios de historia y teoría del poder humano.

Insistir en la supuesta excepcionalidad cubana —como hacían en sus respectivos países los difuntos Ceaucescu, Chávez, entre otros autócratas—, es insostenible en cualquier academia digna. La realidad insular puede ser reflejada y evaluada por conceptos forjados y usados, desde la Modernidad, en todo el orbe. Son palabras que atesoran miles de años de reflexión intelectual y política.

En Cuba, en poco más de seis décadas, la innovación institucional y legal, la renovación periódica de las elites y la auténtica participación popular —autónoma y activa, no movilizada desde el poder—, han sido relegadas por un modelo donde el férreo control político de un partido de tipo leninista, apoyado por órganos policiales, militares y burócratas, mantiene en el poder a un reducido grupo de «líderes históricos» y, tardíamente, algunos cuadros designados para el relevo.

En la Cuba real hay cientos de ciudadanos presos y procesados después del 11J por ejercer los derechos de manifestación y expresión. Del país han emigrado cientos de miles —incluidos jóvenes capacitados— en los últimos dos años; mientras crece la desafección en votaciones sin alternativas ni árbitros confiables. Se incrementan la desconexión y el disgusto en todas las provincias y grupos etarios dada la pésima gestión de la economía y la administración públicas.

Hay suficientes testimonios de protagonistas, coberturas de prensa, reportes de organizaciones internacionales y análisis de expertos que permiten evaluar cada una de las dimensiones y desempeños del orden político insular.

Frente a la naturaleza crecientemente coactiva del poder dominante no se vale tomar atajos. Las invocaciones a una supuesta hibridez del régimen imperante en Cuba son juegos retóricos y políticos que impiden la valoración y cualificación del statu quo, ya que diluyen a los actores y responsabilidades e invisibilizan al núcleo y mecanismos de poder.

En Cuba ha habido vecinos electos como delegados de base…sin más poder real que elevar quejas y bajar justificaciones. En las monarquías petroleras del Golfo, y en China, se han ensayado asambleas deliberativas y se eligen, acotadamente, ciertos cuerpos de representación popular, pero el poder real o burocrático no se cuestiona. Lo democrático es allí algo siempre accesorio —tecnocrático, legitimador, etc.— que abrillanta y lubrica los ejes autocráticos —el emir, el secretario del Partido Comunista—que vertebran estructuralmente al sistema.

Desconocer, por dogma, doblez o dolo, la discusión conceptual —clásica o contemporánea— sobre el poder e ignorar, en paralelo, sus referentes empíricos en un contexto al que se alude, no afecta únicamente a la producción científica. Contamina la cultura y el lenguaje de la sociedad y la academia afectadas por ese falaz diagnóstico, fuente de un falso debate.

Ciertamente, en estos tiempos de posverdad se dice que la opinión se impone sobre la razón: yo puedo creer que los marcianos llegaron ya, con o sin ritmo de chachachá. Pero eso no funda, describe ni explica la realidad circundante. Es, en el mejor de los casos, ignorancia y frivolidad. En el peor, una burda manipulación. Otro instrumento de un poder injusto.

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Imagen principal: Center for Civil Liberties (CCL)

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(1) Carl Schmitt: La dictadura. Desde los comienzos del pensamiento moderno de la soberanía hasta la lucha de clases proletaria, Madrid, Alianza, 1985.

(2) Scott Mainwaring y Aníbal Perez-Liñan: Democracias y dictaduras en América Latina. Surgimiento, supervivencia y caída, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2019; María Victoria Crespo: Dictadura en América Latina. Nuevas aproximaciones teóricas y conceptuales, México: Universidad Autónoma del Estado de Morelos, 2017; Barbara Geddes; Joseph Wright y Erica Frantz: How Dictatorships Work: Power, Personalization, and Collapse, Cambridge University Press, 2018; Steven Levitsky y Lucan Way: Revolution and Dictatorship: The Violent Origins of Durable Authoritarianism, Princeton University Press, Princeton, 2022.

(3) José Fernández Santillan: «Tiranía» en Carlos Pereda (ed.) Diccionario de Injusticias, México: Siglo XXI Editores, UNAM, 2022; Timothy Snyder: Sobre la tiranía, Galaxia Gutenberg, 2017.

(4) Cecilia Lesgart y Armando Chaguaceda: «Autoritarismo», en Carlos Pereda (ed.) Op. Cit; Stephen King: The New Authoritarianism in the Middle East and North Africa, Indiana, Indiana University Press, 2009; Steven Levitsky y Lucan Way: Competitive authoritarianism: Hybrid regimes after the Cold War, New York, Cambridge University Press, 2010; Andreas Schedler: La política de la incertidumbre en los regímenes electorales autoritarios, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2016; Milan Svolik: The Politics of Authoritarian Rule, Cambridge, Cambridge University Press, 2012.

(5) Carl Friedrich y Zbigniew Brzezinski: Totalitarian Dictatorship and Autocracy, Harvard University Press, Cambridge, 1965; Juan Linz: Totalitarian and Authoritarian Regimes, Rienner, Boulder, 2000; A. Tucker: The Legacies of Totalitarianism. A Theoretical Framework, Cambridge University Press, Cambridge, 2015; D. Roberts: (2022): El totalitarismo, Alianza, Madrid; Dora Elvira Garcia: «Totalitarismo», en Carlos Pereda (ed.) Op. Cit.

(6) Adam Przeworski: «A Conceptual History of Political Regimes: Democracy, Dictatorship, and Authoritarianism», en Wiatr Jerzy (ed.) New Authoritarianism: Challenges to Democracy in the 21st century, Opladen, Verlag Barbara Budrich, 2019, pp. 17-36.

(7) J. A. Aguilar Rivera: «Autocratizacion», en Carlos Pereda (ed.) Op. Cit.; Andrea Cassani & Luca Tomini: Autocratization in post-Cold War Political Regimes, Palgrave Mc Millan, 2019 y Varieties of Democracy Institute, Democracy Report 2022. Autocratization Changing Nature?, Gothenburg, University of Gothenburg, 2022. 

(8) Posdata, Siglo XXI Editores, México, 1970