«¿Orichas (a)políticos?» Subalternidad y auto-exclusión en la santería
El hombre es un animal político.
Aristóteles
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Desde los antiguos reinos de la actual Nigeria llegaron numerosas personas esclavizadas a Cuba a causa del cambio económico de fines del siglo XVIII. Para la décadas del 30 y 40 del XIX, fueron los yorubas el grupo meta-étnico más numeroso de toda la isla,(1) fundamentalmente en zonas urbanas. Múltiples factores convergieron a fines de esta centuria e inicios del XX, para sellar su principal aporte cultural: la santería.
Ella surge como cultura de resistencia en las clases subalternas, moviéndose primeramente en los intersticios del rico mosaico que compone nuestra identidad religiosa y nutriéndose en su vitalidad de otras tradiciones, que la fortalecieron y expandieron, erigiéndola como exponente de la identidad y cultura cubanas. De ahí su indudable influencia social, generadora de mentalidades específicas desde su construcción ética y moral, tanto para practicantes como para no practicantes.
En las historias de estos pueblos —devenidas mitos contenidos en sus patakíes(2) y transmitidas oralmente por los esclavizados—, se cuenta que Odduwa, quien fundó la ciudad Ilé Ifé como centro de la nación yoruba, fue un hombre político. Se dice que Changó, el cuarto Alaafin de Oyó —similar a un rey en esa cultura—, fue también un hombre político que cohesionó un imperio. Se narra que Ochún, líder de la tierra Ijesha, se sacrificó por su pueblo, y junto a ella, Obba defendió su reino, y que ambas fueron mujeres políticas. Casi todos los grandes reyes y dignatarios de aquellos pueblos fueron hombres y mujeres políticos. Estos seres humanos históricos devinieron orichas, ancestros divinizados convertidos en modelos arquetípicos a seguir por sus «hijos».(3)
¿Cómo explicarnos entonces que «sus hijos» o sus seguidores practicantes rechacen continuadamente asumir posicionamientos políticos? A pesar de que en los patakíes, estos seres humanos devenidos orichas son figuras reconocidas por su participación en la dinámica política, en su reactualización y reinterpretación, son desprovistos casi totalmente de este carácter social activo y transformados en simples mediadores de circunstancias. O peor aún, en zorritos astutos que bordean los obstáculos socio-políticos camuflándose, nunca enfrentándolos. ¿Resultado? desde las moralejas de los patakíes se deduce un posicionamiento político no participativo, una postura cívica inexistente desde la interpretación de estas historias míticas. Ocha-Ifá deviene, tanto en el discurso «público» como «privado»,(4) en una mentalidad y comportamientos apolíticos.
La práctica de la santería —que busca la armonía del individuo respecto a su entorno para mantener el estado de «bien» llamado «iré»—, se transforma, de cultura de resistencia en cultura paralizante, bajo la «supuesta agencia» o mandato del oricha. Así, entre los consejos que se escuchan en los itá (secuencia ritual donde se devela lo que prescriben los orichas para el practicante y que son de obligatorio cumplimiento), están: «tienes que nadar y guardar la ropa», «no puedes meterte o coger para ti los problemas de otros», «debes callarte y no decir lo que piensas», «nunca debes enfrentarte a la autoridad o a los jefes», «no debes participar en nada que sea una multitud», «no puedes estar en lugares públicos», «no puedes discutir o contradecir a nadie que esté uniformado, hay que respetar a la autoridad», «no te metas con achelú (policía o relativo a la justicia) que eso es osogbo (mala suerte o pérdida de la armonía)»; por solo citar algunos.
La poca o nula participación política de los practicantes de Ocha-Ifá actualmente, proviene de circunstancias históricas y se refuerza desde dos direcciones entrecruzadas: una externa, provista por el contexto socio-histórico que origina la reproducción de patrones culturales de mentalidad colonial; y otra interna, de orden ritual: la agencia del oricha. Ambas se vinculan y refuerzan.
Desde la historia, la práctica se genera en el interior de clases subalternas, por tanto, la relación con el poder viene por el dueto hegemonía-subalternidad, que refuerza la posición de ilegitimidad de sus practicantes. Mantenidos lejos de cualquier pretensión política por ser vistos cual herederos de un legado espurio, eran —aun siendo libertos— los últimos de la escala social. Por ello, sostuvieron formas de la colonialidad del poder como cabildos y cofradías, devenidos medios de legitimación.
Ello flexibilizó su práctica originaria, reproduciendo muchos de los propios mecanismos del poder colonial, como es usual entre los dominados con fines de ajustarse a un discurso «público» impuesto y admitido socialmente. Siendo objetos de persecución, rechazo social y prejuicios, ingeniaron supervivencias camaleónicas, asimilando códigos de las clases hegemónicas en su práctica, que van desde comportamientos externos, construcción ética y estética que están diseñadas desde la dominación.
Este proceso ha sido constantemente reajustado a lo largo de la Colonia, la República y luego del ’59, cuando, a pesar de ser reivindicada la cultura de estos subalternos, la esencialidad religiosa de la práctica enfrentóse al carácter ateísta de las políticas del estado cubano y quedó recluida a lo profundo de los hogares. Consecuencia: a pesar del aparente cambio político a favor de estas tradiciones populares, siguieron siendo subalternas y, por ende, ilegítimas.
Luego de 1992, admitida su externalización, hay un lento proceso de legitimación social, pero fue tanto el tiempo acumulado de sedimentación cultural en modos existenciales marginalizados e ilícitos, que la proyección continúa siendo acrítica en el terreno de la política. Ella se ha sumado, en la mentalidad colectiva del cubano, a la fuerza de la doble moral, que condena al pensamiento libre a moverse en los intersticios.
En el orden interno, la fuerza que impide exteriorizar posiciones políticas, viene desde la ritualidad enmarcada en la agencia-oricha. La práctica se establece desde la construcción de una relación parental entre los orichas y los seres humanos, a modo individual y ampliado, a la familia religiosa. En cualquiera de los casos, esta relación está sustentada y dominada por la agencia del oricha, es decir: «[…] la capacidad de una entidad considerada no humana de tener intencionalidad y por ende, afectar la realidad social […]» (Vigliani, 2016, pág. 28). Por tanto, significa un tipo de poder. Para el practicante, quien tiene el control de «lo que acontece» es el oricha, que a través del Itá o del trance, devela el comportamiento ideal frente a las problemáticas existenciales para alcanzar iré.
Es sospechoso que los orichas, aun cuando en la historia están recogidos en numerosos ejemplos como líderes con notable participación política, ofrezcan consejos de inmovilidad y supeditación, de silenciamiento y no enfrentamiento a problemas socio-políticos. Visto desde los practicantes, en su relación con el oricha existe un acatamiento ante su autoridad, sustentado en una auto-percepción de jerarquía y la comprensión de que ningún padre o madre quiere el mal para su hijo, lo cual es obvio desde este nexo de parentesco. En los itases, los consejos cargan un peso de protección y obligatoriedad, de modo que su no cumplimiento conlleva para el practicante nefastas consecuencias.
Sin embargo, siempre me he preguntado: ¿Por qué si son arquetipos a seguir y hay que repetir las acciones del oricha, se aconseja lo contrario? ¿Por qué no se manda a los hijos de Obbatalá a dialogar a nombre de las necesidades de la mayoría? ¿Por qué no hay ningún consejo a los hijos de Changó que los conmine a defender al otro contra las injusticias? ¿Por qué no les dicen a los seguidores de Yemayá, que ven a sus hijos presos, o muertos en travesías migratorias, que alcen su voz? ¿Cómo es que Ochún, la única oricha capaz del sacrificio por su pueblo, no obliga a sus hijos a protestar contra un gobierno injusto?
El itá, como fuente de la moral, evidentemente está intervenido subjetivamente; no solo desde la agencia-oricha, sino también desde la interpretación del especialista religioso que resulta de su contexto. Resultado: continuidad en la práctica del carácter totalmente subalterno, idéntico al del período colonial. Los practicantes soslayan de su vida uno de los mayores deberes y derechos sociales: la participación política directa, externalizada socialmente y no solo en espacios privados. Asumirla llevaría a una relación en verdad reivindicativa, con sus orichas y como ciudadanos.
Quizás muchas personas se sientan cuestionadas; no es mi intención. Solo son ideas que, luego de la observación, decido verter en público, porque Ochún me dijo: «El perro tiene cuatro patas y coge un solo camino». Entendí a mi «madre» y escogí el mío.
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(1) Hasta ese período los grupos de esclavizados más numerosos eran los Bantú, los Arará, los mandingas, carabalíes y gangáes, reconocidos casi todos por ser resistentes a la esclavización. Numerosos documentos recogen estas opiniones de los esclavistas en Archivo Nacional de Cuba y Archivo Histórico Provincial de Matanzas. [Jesús Guanche: Africanía y etnicidad en Cuba. (Los componentes étnicos africanos y sus múltiples denominaciones), La Habana: Ciencias Sociales, 2009].
(2) Historia mítica o leyenda que es protagonizada por los orichas y que están contenidas en los signos (oddu).
(3) Los orichas son ancestros divinizados, es decir, personas que existieron y destacaron llegando a ser asumidos como dioses. Sus «hijos» deben seguir e imitar el modelo arquetípico de su oricha para poseer aché o vitalidad.
(4) En las relaciones con el poder de los subalternos, hay un discurso «público», que es el que se muestra a la figura hegemónica, y uno «privado» donde vuelcan su sentir y pensamientos reales de tipo sociopolítico respecto a las figuras de poder. (J Scott: Los dominados y el arte de la resistencia, México: Ediciones ERA, 2000).