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¿Para que vengan todos? o la perversión de la solidaridad

A mi tío Pedrito, que renunció incluso a su negocio para ir al Mariel a buscar a nuestra familia.

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(...) es imposible entender la Revolución Cubana sin entender Miami, y es imposible entender Miami sin entender la Revolución Cubana.*

Ada Ferrer

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El 17 de abril de 1980, desde las ondas radiales de La Cubanísima, se anunciaba que el gobierno de la isla no pondría objeciones a quienes desearan ir a buscar a sus familiares. ¡Para que vengan todos!, fue la consigna del locutor.

Estaba por comenzar el éxodo del Mariel, la mayor crisis migratoria que vería Cuba hasta estos últimos años. La misma ha sido abordada en la literatura desde disímiles autores y perspectivas: informes de la inteligencia norteamericana, materiales desclasificados del Senado estadounidense, investigaciones periodísticas, libros de testimonios… En lo que todos coinciden es en que el proceso gestor del éxodo del Mariel gira alrededor de la inteligencia cubana, a través de una compleja red que involucra expresos políticos y organizaciones del exilio.

Más, los cubanos que nacimos por entonces o después, hijos de una educación controlada, moldeada por un discurso excluyente, ¿somos conscientes del sentido de comunidad que hizo posible aquellos sucesos? ¿somos conscientes de cómo el gobierno cubano logró pervertir la idea?

Las dos orillas: conflictos y perversiones

Según fuentes testimoniales, como la periodista y ganadora del Premio Pulitzer Mirta Ojito, durante los primeros días de la noticia una marea de cubanos desesperados «con los bolsillos repletos de dinero» correteaban por Miami, New Orleans y otros puertos. Buscaban, al precio que fuera, un barco para ir a rescatar a sus familiares, a  los que en muchos casos no habían visto en veinte años.

Aquellos que no habían pisado su patria en décadas, y que fueron los parias de la Revolución, empeñaron en un día sus ahorros, hipotecaron sus casas y salieron en pos de su gente. Mirta Ojito recoge el testimonio de un señor mayor que pagó para que recogieran al hermano, cuyo rostro no recordaba y fue preciso presentárselo.

El 23 de abril, solo cuatro días después de la salida del Oshun, el primer yate de la llamada «Flotilla de la libertad», el servicio de guardacostas anunciaba alarmado que cientos de embarcaciones, muchas de ellas pequeñas y frágiles, navegaban rumbo a Cuba.

Según un memorándum del propio servicio, fechado el día 24: «El Centro de Operaciones de Miami está recibiendo cientos de consultas de navegantes que quieren hacer el viaje y está informando a todos esos operadores. (...) Desde las 16:00 horas de ayer, unidades del Grupo Key West han respondido a 16 solicitudes de asistencia a embarcaciones de refugiados, y el Séptimo Distrito está preparado para responder a un aumento de la carga de Búsqueda y Rescate si se produce».* 

Esa primera semana, a falta de una posición gubernamental clara y buscando frenar la avalancha que a diario partía rumbo a Cuba, el Departamento de Inmigración dio a conocer que se impondrían multas de mil dólares por cada inmigrante que se transportara a Estados Unidos, además de decomisar la embarcación.

La respuesta de la comunidad cubana en el exilio fue incrementar los viajes.  «En el río, los cubanos blandían desesperadamente fajos de billetes ante quien tuviese cualquier cosa que se pareciera a un bote». (Mirta Ojito).

Existen testimonios de familiares desesperados que, ante la inexistencia de embarcaciones con tripulación aún libre para ser alquiladas, se hicieron a la mar por ellos mismos. Pese a no ser capaces de distinguir proa de popa, o no tener la más mínima idea del significado de «nudos de velocidad».

El entonces funcionario del gobierno estadounidense David D. Newsom, caracterizó años después —en entrevista que puede ser consultada en la Biblioteca del Congreso de los EE.UU.— la situación de la siguiente manera: «Intentamos detenerlo, pero nos encontramos con los sentimientos altamente emocionales del sur de la Florida sobre la posibilidad de recuperar a sus abuelas y primos».*

Esta orilla

El 1ro. de mayo de 1980, en el discurso por el Día de los Trabajadores, Fidel Castro habló por primera vez al pueblo sobre los hechos. Hasta el momento, la política oficial había optado por editoriales en el periódico Granma que comenzaron a escalar desde tibias posiciones hasta franca invitación a la violencia. En dicha intervención, el líder cubano expresó: «(...) no fuimos nosotros los que tomamos la iniciativa de abrir Mariel, no, la iniciativa la tomaron de allá. Al calor de la situación y de la campaña creada en los propios Estados Unidos sobre los sucesos de la embajada de Perú, de la Florida surgió espontánea la idea de enviar embarcaciones a recoger a este lumpen».

Nota publicada en la revista Bohemia, 25 de abril.

El enfoque del asunto, desde el primer momento, fue presentar el hecho como una nueva agresión hacia el proceso revolucionario. Asumir el papel de víctima, como premisa, le permitiría manejar un asunto que amenazaba con salirse de control pues, según cifras oficiales del Departamento de Estado norteamericano, hasta el 28 de abril unos siete mil cubanos habían arribado a Miami.

En este escenario de «nueva agresión» que se le presentaba al pueblo, se evitaba contar que en el puerto del Mariel las embarcaciones eran retenidas durante días, y que en ellas abordaban no solo familiares, sino cuantas personas designara el gobierno de la Isla. Mirta Ojito argumenta al respecto: «(...) Castro mismo manipulaba la fórmula día a día, jugando tanto con la tolerancia de Washington como con la inocencia de Miami para satisfacer sus propias necesidades de limpiar la “escoria” del país». Incluso, hay constancia de casos en que algunos de los que figuraban en las listas de familiares no fueron aprobados para el éxodo.

La también Premio Pulitzer Ada Ferrer, en su libro Cuba: An American History recoge el siguiente dato: «El Sundance II, un barco de sesenta y cinco pies, llegó a Mariel el 24 de abril con menos de cien cubanoamericanos que iban a recoger a familiares; partió casi un mes después con unos trescientos pasajeros. Sólo una decena de esos pasajeros eran los familiares que habían venido a buscar»*.

En cuanto al proceso previo para abordar las naves, era necesario esperar, a veces durante semanas, en improvisados campamentos con condiciones infrahumanas. Entre las vejaciones preferidas de las autoridades cubanas en Mariel, estaba desnudar a cada persona para revisar que no llevara consigo ninguna pertenencia valiosa.

Otra de las «ganancias» dejadas por el Mariel para el gobierno cubano, fue comprobar lo lucrativo que era el sector turístico. Los capitanes de barcos ocupaban los cercanos hoteles, este y otros servicios les eran ofrecidos. En los muelles se vendían desde emparedados hasta agua y ron Habana Club —a 85 dólares la botella. En las noches, además, podían ir a un barco de recreo en que la música sonaba hasta el amanecer. Todo era cobrado en la moneda del enemigo mientras la Isla se vaciaba.

La masividad del éxodo del Mariel podía obrar en contra del discurso de fortaleza de la Revolución, que hasta el momento «apenas» había presentado fisuras. Debido a ello, en la misma alocución Fidel acude a los códigos de «hombría y machismo» que el proceso, en su retórica, empleaba como variable catalizadora del chovinismo nacional. La desnacionalización de los que deseaban emigrar se equiparó a los peyorativamente llamados «enfermitos» —término peyorativo y deshumanizador empleado por los medios oficiales para referirse a los homosexuales durante el proceso de la UMAP—, como manera de fijar, subconscientemente, el rechazo a la masa migrante:

«(...) Dicen que hay delincuentes, como si fuera un descubrimiento realmente, como si estuvieran asombrados de encontrar algunos delincuentes. (...) Algún flojito como dijo alguien (RISAS), algún descarado que estaba tapadito. Ustedes lo saben, los Comités saben eso bien, mejor que nadie, saben que alguna gente de esa se coló también, que por cierto, son los que producen más irritación».

La posición de fuerza viril queda clara cuando en la misma comparecencia se sugiere: «Ahora vamos a ver cómo se cierra, cómo se puede cerrar eso (RISAS), hay que ver ahora, hay que ver. Están haciendo un servicio sanitario óptimo (RISAS), óptimo».

A su vez, las calles y los barrios fueron testigo de despreciables actos de repudio. Cada familia que decidía abandonar el país era emplazada ante su propia vivienda. Algunos vecinos y otros «entusiastas» les arrojaban huevos, piedras y frutas podridas. Les gritaban «escorias», «gusanos», y «traidores». Era repetida la consigna de turno: «¡no los queremos, no los necesitamos!». La violencia escaló hasta convertirse, en ciertos casos, en una especie de linchamiento público; los futuros emigrantes no podían salir de sus casas pues había gente dispuesta a golpearlos. Tales actos eran organizados por el Estado, los militares y los Comités de Defensa de la Revolución. Los «cuerpos del orden», lejos de detenerlos, informaban los datos sobre quiénes se marchaban.

En su referido libro, Ada Ferrer nos dice: «A primera vista, la isla parecía dividirse entre los que se iban y los que se quedaban, pero casi todos los de cada categoría conocían —y a veces amaban— a los de la otra. Muchos cubanos que repudiaban públicamente a los vecinos que se iban, se marcharon más tarde. De hecho, Miami está llena de personas que participaron en actos de repudio»*.

Los actos de repudio marcaron tanto a quienes los sufrieron como al resto de los cubanos. Ellos han quedado como vergüenza nacional y como un tabú dentro de la historia oficial. Pero esas acciones desgraciadamente se repiten actualmente, aunque a pequeña escala, en el caso de personas críticas dentro de la Isla, lo que continúa alimentando la maquinaria de odio que tanto daño ha ocasionado a cubanas y cubanos.

El flujo migratorio del Mariel, sin embargo, continuó aumentando, como se aprecia en la tabla. Para inicios de la segunda quincena de mayo —y sesenta mil emigrados después—, el día 19 Granma anunció que el gobierno cubano hablaría con EE.UU. sobre la crisis de los refugiados, «sólo si las negociaciones abarcaban el amplio contexto de todos los asuntos bilaterales».

La afirmación anterior es fundamental para entender que el gobierno cubano manipuló en todo momento la situación. Para ello utilizó como base los profundos sentimientos de desarraigo y de necesidad filial de los cubanos en Estados Unidos. Con el manejo de la crisis, Fidel Castro pretendía obtener una posición de fuerza que obligara a Estados Unidos a sentarse en la mesa de negociación en una posición de debilidad.

El elemento clave para enrarecer el ambiente de comunidad fue centrar la opinión pública de ambos lares en la población carcelaria y los enfermos mentales. Ada Ferrer afirma sobre ese aspecto: «1.500 personas (de una migración total de unas 125.000) tenían problemas de salud mental o cognitivos. Un experto calcula que unas 26.000 tenían antecedentes penales».

No solo desde los discursos del «poder revolucionario» y desde los actos masivos se repudiaba a los emigrantes. Muy pronto el propio exilio cubano y los medios de prensa norteamericanos comenzaron a rechazar el tsunami que suponía esta inmigración. Varios artículos de influyentes diarios como el Miami Herald o New York Times correspondientes al mes de mayo, pecaban de la misma retórica escuchada desde el púlpito del dirigente cubano, al decir que Castro pretendía «deshacerse de sus opositores desempleados, incluso de sus delincuentes y baldados mentales, y mandarlos a Estados Unidos».

Tales campañas provocaron un sentimiento de repudio en varias organizaciones, televisoras y demás prensa estadounidense. Se inició una repulsa en todos los lugares donde eran ubicados aquellos miles de recién llegados que no contaban con familiares que les recibieran. Incluso el Ku-Kux-Klan se involucró en el asunto.

De esta manera, a un mes de que Miami perdiera el sueño, los ahorros y la calma ante la inesperada posibilidad de volver a reunirse con sus seres queridos; a un mes de que cientos de botes inundaran el estrecho de la Florida y familiares ansiosos esperaran durante semanas a los suyos; el rechazo llegó también a la opinión pública cubana en el exterior. Los términos «marielitos» y «excluibles» se convirtieron en los equivalentes de «lumpen» y «escoria».

El éxodo del Mariel, que ya cumple cuarenta y cuatro años de ocurrido, no merece ser recordado así, sino como el que tal vez sea, después del 59, el primer momento de unidad de la «Patria desparramada». Tenemos que desaprender la historia y volver a descubrirla; cuestionar y valorar todo aquello que hasta hoy dábamos por «históricamente cierto»; solo de esa manera seremos capaces de romper las fórmulas de dominación cultural, educativa y mediática a las que hemos estado sometidos todos por más de seis décadas.

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Este texto ha sido escrito por Cecilia Borroto López y Aries M. Cañellas Cabrera.

Las frases marcadas con * están traducidas del inglés por los autores del artículo.