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El partido de la lógica bloqueada

Cuba es el mejor ejemplo de que no hay nada como un partido único para perder la esencia de lo político. En su lucha por mantenerse a todo costo, ha dejado de escuchar a la gente y trata de convencernos de que solo con él se llega a puerto seguro. Puede que se hunda el barco y se ahogue cada tripulante, pero hasta en esas condiciones nos mantiene sometidos a un mandato aprobado apenas por unos pocos.  

El Partido único dominó la escena política nacional desde la década de los sesenta. Primero fue bajo la conducción de un líder carismático, que contaba con seguidores y era respetado. Desde aquella etapa inicial se estipuló la costumbre de que dentro del Partido las instrucciones se cumplían sin miramiento, porque quien verdaderamente «sabía enfrentar los problemas» estaba al frente de la entidad y sus decisiones se aceptaban sin discusión. A esto habría que sumarle que cualquier opinión contraria que no viniera «de Palacio» era asumida como opositora, vocablo temido como ninguno.  

Tales premisas crearon las condiciones para que, pasado el tiempo, fuera designado un sucesor que no pueda, ni sepa, hablar. Llegó el inevitable cambio generacional y, ante la necesidad de un dirigente más joven, fue escogido alguien formado en la tradición de seguir instrucciones sin mucho análisis. Y como las órdenes se cumplen, el nuevo dirigente nunca tuvo que defender una idea frente a otro argumento adversario.

En su formación jamás aprendió a debatir, tampoco se entrenó en memorizar datos para sostener o rebatir una idea, y mucho menos tuvo que prepararse para un escenario en que emergiera abiertamente el disenso. Disentir era una actitud contraria a la noción de una revolución inmutable e irreversible. A los disidentes se les reprime. De esa actitud soberbia surgió la frase que se reconocerá siempre como lo peor de su legado: «La orden de combate está dada».   

En esas condiciones llegamos a la fecha actual, y es evidente que, fuera de dos o tres temas de obligado conocimiento para un doctor en Ciencias, cuando debe presentarse en público el presidente tiembla, suda, se mueve sin parar, sonríe nerviosamente, evita entrevistas, repite frases hechas y comete burdos errores gramaticales y de dicción. Porque todo lo que hizo antes de llegar a su cargo fue acatar o impartir órdenes que había que cumplir; por tanto, no tiene posibilidad alguna de explicar los tiempos, ni el orden de los cambios que se esperan, y mucho menos muestra carisma para responder a una ciudadanía ávida de esperanzas.

Incluso cuando nos habla, a quien verdaderamente le está hablando es a su partido. El presidente no entiende de disculpas (política de partido), solo pronuncia discursos que siguen al pie de la letra las orientaciones del partido, no se reúne con la disidencia ni con cadenas televisivas contrarias. No es de su interés vencer en el debate. Su real motivación es seguir la doctrina de las órdenes y las consignas, de que solo con su socialismo, inexplicable e inexplicado, se logrará la mayor justicia.   

He ahí el peligro que encierra hoy, ya no su persona —que al final es producto de un modelo político— sino la institución que pretende dirigirnos eternamente. Es precisamente esa institución la que creó un líder autómata, sin preparación para debatir y explicar, que culpa al bloqueo por cuanto problema exista y que es capaz de encerrar a todo el que se oponga, como en épocas anteriores, porque es lo que ha visto hacer. Y las instrucciones se cumplen sin miramientos.