Lamar Schweyer y el problema de la democracia en Cuba
En algún texto anterior afirmé que debemos recuperar nuestra historia luego de 1959. Quisiera completar esa idea en esta ocasión: debemos recuperar toda nuestra historia, revisarla, reconsiderarla. Quizás nos hemos quedado con herramientas obsoletas para entendernos y debemos partir de la crítica de las perspectivas con las que nos hemos valorado. Esto es extensivo a nuestras figuras históricas y pensadores, a menudo idealizados o despreciados a priori.
Una de las personalidades más controversiales en la historia del pensamiento cubano es sin dudas Alberto Lamar Schweyer (1902-1942), quien ha sido condenado al ostracismo y considerado un traidor por Carpentier y muchos de sus contemporáneos.
Biología de la democracia (1927), su principal obra política, parte de que es la raza la base fundamental del sistema sociopolítico. Siguiendo su orden lógico, la población cubana, nacida de la monarquía española y de la organización tribal africana, «genéticamente» no tiene apoyo alguno para la democracia: sería la dictadura la forma de gobierno adecuada a tal herencia biológico- cultural.
Obvio, este texto también era una forma de legitimar un cierto proyecto político dictatorial. No escribo estas líneas desde la ingenuidad, el esnobismo o el derechismo extremo puro y duro: mi punto de partida no consiste en recuperar el método y las conclusiones fatalistas de Lamar Schweyer. Para él, los cubanos estábamos condenados de antemano, por nuestra «base racial», a nunca vivir en democracia. Pero este biologicismo ramplón no es óbice para que la pregunta central implícita en su polémico texto no sea válida, hoy más que nunca: ¿estamos listos los cubanos para vivir en democracia?
Dimos por sentado que luego de la emancipación de España y de que Estados Unidos suspendiera la invasión, con la creación de la República, de golpe ya todo estaba hecho. Lo cierto es que justo entonces comenzaba nuestra educación democrática. Los grandes lapsos bajo Machado, Batista y los gobiernos post 1959 —en los que el autoritarismo ha reinado—, son ejemplos de que no aprendimos tan rápido. Quizás esto explica la reacción tan violenta de los intelectuales cubanos a la obra de Lamar Schweyer: tocaba una herida demasiado abierta, que en el siglo XXI aún no cierra.
Que un nacionalismo vulgar no nos ciegue: los cubanos tenemos todavía un largo proceso por delante para comprender la democracia, y no es negándolo de antemano que vamos a aprender. Desmitifiquemos nuestra historia y cuestionemos las leyendas de heroísmo que nos han enseñado: lo verdaderamente heroico en estos tiempos es soñar y construir una sociedad donde quepamos todos y todas. La República soñada por Martí es un proyecto que no hemos logrado. La pregunta es ¿por qué? ¿Qué no hemos visto? ¿Qué no hemos hecho? ¿Qué nos falta? ¿Qué nos sobra?
Por supuesto, no es la raza el problema, pero Lamar apunta a elementos que considera importantes: los componentes de nuestra nacionalidad. ¿Será cierto que estos influyen? Insisto, no es con la negación previa que vamos a ahondar en este tipo de cuestiones. Puede ser un punto de partida: nuestra propia historia, nuestros orígenes, pueden ayudar a comprender el estado actual de cosas. Pero no podemos partir de la mitificación, de las leyendas nacionalistas, de lo que quisiéramos que hubiera sido.
Lamar está ahí, como el interlocutor incómodo, para hacernos las preguntas que en su momento nadie quiso escuchar, pero que, tantas décadas después, su respuesta resulta imprescindible, bajo el riesgo de repetir una y otra vez los mismos errores. Una de las cuestiones que me surge con la relectura de Lamar es ¿por qué molesta, por qué molestó en su momento? Mi respuesta, discutible sin dudas, se orienta a que nos pincha el globo nacionalista, ese que hemos inflado durante décadas.
Quizás nuestras ideas al respecto, a veces bastante delirantes, no son más que una compensación neurótica colectiva para no hacer lo que debemos y, en especial, nos pone en jaque a los intelectuales. Una pregunta que como nación tenemos pendiente es: ¿hasta qué punto nuestra mitología nacionalista nos ha llevado a la situación en que estamos?
Tengamos en cuenta que, sobre todo a partir de 1959, hemos sido educados cuidadosamente con las ideas de «rebeldía», de «heroicidad», en una exaltación nacionalista que en realidad es un sueño de opio para justificar un cierto estado de cosas, e incluso, hacernos sentir superiores al resto del mundo, porque estábamos más cerca del glorioso futuro donde el proletariado mundial triunfaría.
Esto se ha trasvasado a gran parte de la sociedad cubana en una suerte de creencia supersticiosa de que los cubanos somos mejores en cierto sentido y «resolvemos» todo. Deberíamos mirar a Lamar como un memento mori y plantearnos que en realidad lo que debemos resolver es el problema de la democracia, y no cómo «resolver» la puesta de un tomacorrientes o un plato de comida.
El mero hecho de que Lamar haya sido prácticamente desterrado de nuestra historia y nuestro pensamiento, revela cuánto ha faltado y aún falta para comprender la democracia. Por supuesto, sus principios políticos, su imperdonable racismo y su visión sobre la sociedad tampoco eran democráticos; pero las preguntas que planteó continúan siendo un gran punto de partida. Lamar en sí mismo es un ejemplo de que no porque la base sea errónea se puede invalidar ipso facto a la persona y sus cuestionamientos.
Hay muchas preguntas que nos pueden venir de una relectura menos visceral y prejuiciada de este autor. En particular: ¿estamos preparados los cubanos para vivir en democracia? ¿Sabemos cómo? En caso de que sí, ¿por qué nuestros períodos «democráticos» han sido tan escasos desde hace más de un siglo? En el caso de que no, ¿qué podemos hacer para prepararnos? ¿Cuáles han sido las causas de esto? Ojalá podamos profundizar en un debate tan necesario.