Nunca más: Necesidad de un programa contra la exclusión política en Cuba
Entender el frenesí legislativo del actual Gobierno cubano pasa por asumir que dentro de sus objetivos a corto y mediano plazo están: 1) la silenciosa desregulación de las áreas y actividades de la economía controladas por monopolios estatales; 2) el blindaje jurídico y administrativo que perpetúa el monopolio de la política basado en la ausencia de igualdad política frente al inexorable desafío que supone el ejercicio gradual, estructurado y trasnacional de derechos y libertades constitucionales por los ciudadanos cubanos y 3) la optimización de una clase económica subalterna, capaz de funcionar tanto como vasalla política que como dique de contención social de las demandas, cultura, prácticas y aspiraciones democráticas que se gestionan en la sociedad.
Un cuarto objetivo es transicional y, aunque complejo, integrador de los anteriores. Pretende ser la actualización de la vieja llave maestra de un poder político autista, y por eso su presupuesto es lograr retener el control y administración de los tiempos y procesos políticos, sociales y económicos en Cuba. O ralentizarlos e interrumpirlos cuando la conflictividad y las resistencias que opongan los ciudadanos a la violencia estructural que es el empobrecimiento lo hagan necesario.
Este cuarto objetivo abrirá paso a la conversión de un sistema político basado en la provisión de privilegios de función para el logro de la lealtad de los individuos, hacia otro sustentado en la obtención de la lealtad política a través del acceso que tengan miembros de élites, grupos y clases subalternas para alcanzar sus intereses económicos, al tiempo que se ofrecen garantías y márgenes de seguridad jurídica a la corrupción, opacidad y usufructo del poder público que caracterizan al proceso en general.
Si el primero de estos objetivos está encubierto por la promoción y expansión de un modelo de consumo que pretende disociar a los cubanos del extraordinario proceso de empobrecimiento y estratificación económica y social que sufre la mayoría de población; los dos últimos objetivos serán finalmente presentados como un relato que versará sobre personas que supieron ser exitosas y otras que resultaron —o eran— perdedoras, destinado a ser consumido en los próximos años por ciudadanos enajenados y despolitizados.
Que tanto este modelo de consumo, como el relato mágico sobre la(s) desigualdad(s) y el origen y éxito de élites en la sociedad cubana tengan su epicentro en los circuitos sociales de la capital y el occidente del país, es realmente consustancial a los datos históricos que tironean al desastre social que se experimenta actualmente en Cuba. Ellos remiten a los antiguos —y actuales— mapas de la inversión estatal y extranjera en la Isla, dentro de los cuales el subdesarrollo de regiones, provincias, municipios, poblados y caseríos no fue, en ningún caso antes, como tampoco ahora, un fatalismo geográfico o de cualquier otro tipo.
Irónicamente, en un país que en el pasado había logrado movilizar de modo excepcional a buena parte de la población alrededor de las tareas y metas de un proyecto político, la exclusión social y económica de las mayorías solo puede ser alcanzada a expensas de que ellas continúen siendo capaces de devaluar y renegar de la igualdad política.
Haber invisibilizado, ignorado y naturalizado la sistemática exclusión y discriminación política que diezmó en distintos eventos y procesos a una minoría de sus iguales, acabó por facilitar y silenciar la de ellos mismos, y —lo que resulta, aunque lógico, peor—, por dejarlos inermes frente a ella.
Presionado por la necesidad de perpetuar la ausencia de igualdad política de los ciudadanos como condición esencial de funcionamiento del sistema político cubano; por los límites inherentes a la libertad e iniciativa económica dentro de las relaciones de vasallaje político que propone en un contrato no elusivo a nuevos actores de la economía; así como por la pobreza que causan sus políticas, el actual Gobierno optó por ignorar al menos dos preguntas que le interpelan directamente: ¿son ciudadanos los pobres?, y ¿pueden ejercer entonces sus derechos políticos más allá de los presupuestos del apoyo, incondicionalidad y eterna servidumbre de la gratitud?
Pertrechado esta vez del Código Penal más punitivo de la historia republicana — concebido por las autoridades y unos entusiastas académicos como vademécum para la represión, limitación y vulneración del ejercicio de cualquier derecho constitucional por parte de los ciudadanos—, está listo para darle otra vez el trato de vándalos que ya les dispensó en el pasado reciente, con la severidad feroz y socialmente selectiva que apenas disimuló el desprecio del conservadurismo cubano en el poder, cuando ellos se levantaron espontáneamente en todo el país por los impactos del primer intento de llevar a cabo lo que ejecutan ya abiertamente.
No puedo dejar de pensar que el propósito que el ejecutivo tuvo en la pasada sesión de la Asamblea Nacional, fue inducir a la población cubana en su conjunto a un estado de shock político, como antesala del paquete de medidas económicas que en los inicios del 2024 traslada con soberbia a la ciudadanía el costo de su ineptitud y falta de resultados. También pienso que su pretensión es que el shock se convierta en eficaz instrumento gubernamental destinado a ser empleado no precisamente para manejar un estallido social —para el que se ha preparado y estima poder reprimir meticulosamente en los órdenes material y simbólico—, sino para aplazar y abortar la revolución que los excluidos necesitan llevar a cabo en Cuba con el fin de recuperar los derechos, libertades e igualdad política de que han sido despojados.
Tengo al menos algunas certezas y una premonición alrededor de nuestros problemas inmediatos. Por las primeras creo firmemente que la escala del desastre que está ocurriendo en Cuba es proporcional a la ausencia de responsabilidad que los integrantes del Gobierno y sus manejadores políticos creen gozarán siempre; que el conflicto contra la exclusión política —y contra todas las formas de exclusión derivadas— no será asumido hasta que no se creen estructuras que se opongan a las normas jurídicas y prácticas políticas, institucionales y culturales de la exclusión; que la legitimidad política jamás exigió legalidad política en un entorno hostil a ella y a sus consecuencias, y que encontró siempre en sus prácticas toda la identidad que necesitó para unir y triunfar. Por último, que los más pobres en nuestro país —esa franja creciente, terrible e hiriente de niños, adolescentes y ancianos que ni siquiera pueden quejarse en las redes sociales de su suerte porque sus familias, amigos, memoria del orgullo, sentido de la vidas y autoestima son implosionados por la precariedad, la ausencia, la soledad y una violencia que no saben ni pueden detener— están siendo sacrificados por los que son inexcusablemente sus traidores.
La premonición es que acaso lo que estamos experimentando como sociedad es en realidad una transición política, social y económica hacia algo más y definitivo de lo que nos resulta ahora insoportable, indecente y absolutamente indigno; pero que será en todo caso la derrota tosca, imponente y abrumadora que nos ocasionó e impuso nuestro propio desprecio hacia la democracia, el amor enfermo a la autoridad, el despotismo y la propensión a la soberbia y al irrespeto del otro.
Es muy difícil que cuando se haga el balance de estos tiempos, el lustro iniciado en 2020 no sea calificado como el período de gestión y responsabilidad gubernamental en el que ocurrió el mayor desastre humanitario de la historia de Cuba.
Ciertamente, las sociedades son eficientes y capaces de sobreponerse a todo tipo de eventos y procesos catastróficos. Los superan, aun cuando hagan retroceder por un tiempo las estructuras y recursos de civilización que estaban disponibles antes de ellos. Por eso considero que la tarea de la generación política que entrará en escena después de la superación de este período, será entender primero y socializar luego la explicación de los factores que fueron influyentes y finalmente determinaron que ese desastre fuera inducido desde el Gobierno sin resistencias institucionales y sociales.
Esa explicación deberá proporcionar a la sociedad cubana las bases conceptuales y axiológicas de los recursos, la cultura política y las prácticas civilizatorias necesarias para impedir que se vuelva a repetir la concentración y combinación de poder, fuerza e impunidad que permitió infligir tanto sufrimiento, pérdidas de vidas y masivo descalabro y disfunción de los proyectos de vida a varias generaciones de compatriotas. Para que nunca más sea posible en Cuba desmantelar el sistema político de una sociedad, al Estado y a sus estructuras de concreción y provisión de derechos políticos, económicos y sociales como parte de acciones ejecutivas y de poder.
Para que nunca más un sistema jurídico dependa tanto de sus operadores, de su venalidad, corrupción e indiferencia, como para que los ciudadanos puedan ser expoliados de sus derechos y libertades como si estos no fueran bienes públicos inherentes a su dignidad y felicidad. Para que nunca más la igualdad política de los ciudadanos vuelva a ser en la Isla el privilegio de unos contra otros.
Quizás en estos nunca más —y en tantos otros que yacen en los anhelos, dolores y esperanzas de todos los cubanos— esté la clave del por qué no nos conformaremos con la promesa hipócrita de la justicia posible de los que ya no se atreven siquiera a reivindicar toda la justicia frente a todas las formas de la injusticia. Quizás en esos nunca más y en esa salvaguarda de la ética política martiana, esté también parte de las bases del programa político de los excluidos en Cuba.
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Este artículo de opinión es ejercicio de un derecho constitucional.