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Resiliencia de las madres cubanas

Ser madre en Cuba es una tarea difícil, independientemente de que ser madre en cualquier lugar del mundo supone una responsabilidad espiritual, moral y social de por vida. En el caso de las cubanas la tarea es complicada en extremo, más si eres profesional, trabajadora estatal y dependes de un salario mensual para vivir.

Este proceso de la profesión y la maternidad es difícil de entender y explicar. Muchas profesionales de altos quilates han abandonado su trabajo y están contratadas en negocios particulares, como trabajadoras de servicio, fregando platos, cocinando o de meseras. Aclaro que no considero menores o indignos tales empleos, por el contrario, todo trabajo o esfuerzo nos enaltece; sin embargo, se trata de profesionales que estudiaron cinco o más años para superarse y ofrecer a la sociedad su talento y habilidades. Es entonces que laborar de mesera, de cocinera o limpiando, adquiere otra connotación, porque es la renuncia a los sueños, el cambio de perspectiva o la llamada resiliencia.

El término «resiliencia» tiene múltiples acepciones, entre ellas: «capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos. Resistencia, fortaleza, invulnerabilidad. Estoicismo, adaptación, superación. Sobrevivir, sobreponerse, recuperarse» y esa es precisamente la realidad y la historia de muchas madres cubanas.

Como resultado de estos procesos de readaptación o búsqueda de soluciones económicas para vivir, estuve algunos años residiendo en la ciudad de Trinidad, contratada en un restaurante particular. Era un contrato con características especiales, pues la dueña es una escritora e intelectual destacada y, mientras fregaba platos, cocinaba o limpiaba, hablaba de literatura e iba a peñas y a otros encuentros que me llenaban la parte espiritual.

Recuerdo que cierta vez pasé vendiendo meriendas por el centro histórico y una mesera, que estaba a la entrada de un negocio particular, me compró una merienda y me obsequió un lapicero que a su vez le había regalado un turista. Me lo entregó con este comentario: «quédate con el lapicero que ya yo no hago recetas». Resulta que era médico de profesión y trabajó durante un tiempo en el consultorio de una zona rural de Trinidad, pero tras su segunda maternidad decidió contratarse con los particulares, en un negocio vinculado al turismo, porque con aproximadamente seis mil pesos no podía subsistir.

En otra ocasión tuve como compañero de viaje, en un ómnibus Víazul, a un anestesiólogo graduado aquí y residente en Estados Unidos. Al preguntarle si no extrañaba ser médico, respondió que estaba estudiando inglés para poder hacer los exámenes, pero que se olvidaba de su profesión cuando en las noches regresaba de la pista de combustible donde trabajaba y podía merendar exquisitas bebidas y alimentarse debidamente, algo que le era imposible en Cuba.

Es cierto que en Cuba, desde 1959, se han dictado leyes en beneficio de la mujer, y en ocasiones se han respaldado normativas internacionales en ese ámbito con el fin de limar las inequidades de género. Las cubanas han brillado en el campo de la ciencia, el deporte y demás esferas sociales; no obstante, tales derechos se estrellan ante la difícil realidad de ser madre en este país. También es importante resaltar que, a pesar de esto, todavía en la Isla no ha sido aprobada una Ley de género, aun cuando ello ha sido una solicitud a la Asamblea Nacional del Poder Popular.

A la difícil situación económica que atravesamos, se agrega el hecho de que muchas mujeres son madres solteras, divorciadas o han quedado con la total custodia y responsabilidad de los hijos porque los padres han emigrado en busca de oportunidades económicas y de todo tipo.

Las madres cubanas muchísimas veces nos despedimos del día en medio de extensos cortes de electricidad. Con lámparas recargables, preparamos pomos de refrescos y agua para las meriendas de nuestros hijos, revisamos libretas, ayudamos a realizar tareas docentes y aun así, nos acostamos pensando en lo que haremos al día siguiente. Ese día también puede comenzar sin electricidad, sin agua, sin pan en la panadería, porque cuando no hay electricidad tampoco hay pan; otras veces hay electricidad y pan, pero no tenemos qué echarle dentro ni dinero para comprarlo.

Las profesionales que laboramos en empleos estatales, prácticamente lo hacemos por amor a nuestras profesiones, por mantener viva la llama espiritual, esa segunda hambre de que hablaba el hombre rico del cuento de Onelio Jorge Cardoso, que se montó en un barco de pobres pescadores en busca de un caballo de coral.

Es imposible que en estos tiempos de crisis de todo tipo, hasta del entendimiento, una madre profesional pueda subsistir con apenas seis mil pesos, si se tiene en cuenta que un par de zapatos de niño oscila entre los cuatro y los cinco mil. El paquete de pollo más barato está cerca de los dos mil pesos, y así por el estilo.

Servir cada tarde a nuestra familia un plato de comida, no de la mejor calidad, es un esfuerzo enorme, que lleva encima todo el peso de un país. Las madres profesionales que aún no hemos abandonado nuestros empleos estatales, que aún soñamos, apostamos y creemos que puede ser mejor, no podemos pensar en comer en restaurantes, comprarnos atuendos nuevos, salir de vacaciones ni dar gustos a nuestros hijos.

Las madres cubanas reproducimos los días y la existencia más duros. Trabajamos en medio de hostiles condiciones, luchando contra absurdos y adversidades de todo tipo, pensando constantemente en cómo alimentar a nuestra familia, en cómo ser feliz en medio del caos, cómo crear, cómo hacer los días diferentes, cómo vivir. Eso sí es resiliencia.

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Imagen principal: Instagram / Periódico 26 de Julio.