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Revolución e individuo: ¿combinación posible?

No recuerdo cómo ni cuándo me enseñaron a comer con cubiertos. En mis primeras memorias me veo en Caibarién, sentado con mi abuela, comiendo salsa de perro, plato típico del pueblo cangrejero, elaborado con pez perro en salsa blanca. Por supuesto, ya entonces comía con cuchillo y tenedor. Imaginarán mi sorpresa cuando al iniciar el primer grado de la educación primaria, en la hora de almuerzo la auxiliar pedagógica me regañó:

—¿Por qué comes con tenedor? ¿Eres un burguesito? ¡Come con cuchara, como los machos!

Hablamos de un niño de cinco años (no cumplía seis hasta febrero): ¿qué es ser «burguesito»? ¿Por qué los machos no pueden comer con tenedor? Ni siquiera se me había ocurrido mirar con qué comían otros niños. No exagero si afirmo que la confusión me duró años, tantos que aún hoy estoy escribiendo al respecto.

Esto me llevó a pensar mucho sobre lo que he llamado des-individualización revolucionaria. La revolución cubana ha sido una gran maquinaria de demolición de la individualidad. Cuando pensamos en las UMAP, por ejemplo, hablamos de lugares de normalización de personas con ciertas diferencias, hablamos de des-individualizarlas a partir del trabajo forzado, del adoctrinamiento, del miedo. Ser diferente era ser «burgués», tener una masculinidad cuestionable o no tenerla en absoluto. Había que ser macho, proletario y eliminar refinamientos sospechosos. Por eso mejor que no escuchen música en inglés: ¿por qué conocer otro idioma, sobre todo cuando es el del enemigo? ¿Cómo es que se quieren vestir diferente o tener el pelo largo? ¿Recuerdan a las señoras que perseguían en los sesenta, por la habanera calle 23, a los jóvenes melenudos para cortarles el cabello? Aquellas tijeras son todo un símbolo de lo que ha buscado la revolución cubana: la castración intelectual, la nivelación férrea de todo un pueblo.

A menudo se habla de la homofobia de esa época. En mi opinión va más allá de eso (aunque la incluye): se trata de un esfuerzo por negar las individualidades, evitar diferencias, acallar voces que en una democracia tendrían pleno derecho a expresarse y coexistir con otras. Cuando vemos los casos de persecución y represión a opositores, comprobamos que esta tendencia continúa a través de las décadas. Se busca decapitar a aquellos cuya cabeza destaque y crear una masa homogénea, indistinguible.

En términos foucaultianos podríamos afirmar que se nos ha instalado un dispositivo de vigilancia contra cualquiera que parezca diferente, pero lo peor es que lo hemos internalizado y nos espantamos ante nuestra propia diferencia. Este es el mejor mecanismo para garantizar el autoritarismo y la falta de democracia: es difícil aceptar la diferencia del otro cuando estamos espantados ante la idea de ser diferentes a lo que se espera de nosotros. El respeto a nuestra propia individualidad es la garantía del respeto a que la del otro sea diferente.

De lo contrario, si no abrazamos nuestra individualidad, el diferente nos recuerda nuestra frustración porque la inautenticidad es siempre frustrante. Por eso podemos desplazar nuestra incomodidad transformada en odio hacia el que se atreve a ser individuo, a separarse de la masa homogénea. Este podría ser un buen punto de partida para analizar los actos de repudio y cómo se convierten en una fiesta la demeritación y humillación del otro. La gente des-individualizada celebra el mantenimiento de una identidad grupal, estereotipada: si yo no puedo ser, decir o sentir lo que realmente soy, pienso y siento, ¿cómo alguien más va a tener ese privilegio?

Por supuesto, la educación ha sido un ámbito vital para comenzar tal proceso de des-individualización. Al respecto me gustaría leer en los comentarios: ¿se sintieron violentados en la escuela, sobre todo en la primaria, por ser diferentes de alguna manera? ¿Pudieron canalizar las habilidades o talentos que tienen de una forma diferente a la que estaba establecida? ¿Se respetaron sus necesidades y gustos individuales?

Sobre esto podría poner otro ejemplo: nunca me gustó el béisbol, pero en cuarto grado para el maestro de Educación física era el único deporte posible. Yo, rebelde desde siempre, le dije el primer día que no iba a jugar. Su respuesta fue cuidadosamente despectiva: —Entonces, ¿eres maricón? No respondí a su pregunta. Me limité a repetir que no iba a jugar «pelota». Desde entonces, cada día me sentaba en una esquina mientras los demás jugaban. Quiero destacar que en ese tiempo era muy veloz corriendo, era flexible y tenía mucho potencial para otros deportes; pero no se trataba de celebrar la diferencia y buscar cómo expresarla de la mejor manera: había que hacer lo que estaba establecido, y si te negabas la pena era el ostracismo. Una vez más hablamos de un niño de nueve años: ¿es necesario el desprecio, la humillación?

Esta es otra pregunta que quisiera dejarles: ¿los maestros cubanos están preparados para la diferencia o están entrenados para educar en la des-individualización? Incluso en estos gestos minúsculos podemos afirmar que la micropolítica autoritaria se manifiesta. Hay que tener presente que el autoritarismo también es esto: actos cotidianos, intrascendentes en apariencia.

Quisiera señalar dos mecanismos de des-individualización que han sido muy exitosos en todo el período revolucionario. Primero me referiré a las marchas. La psicología social nos habla de que las emociones se pueden transmitir por sugestión, por imitación y por contagio. Las reuniones multitudinarias de personas repitiendo las mismas consignas, al amparo de los mismos símbolos, unificadas contra un enemigo común (no importa si real o no) puede ser el epítome del ser humano masificado, donde las individualidades se esconden. Expresamos lo que no sentimos porque lo asumimos desde el otro, a quien quizás le ocurra lo mismo. Como animales sociales nos cuesta mucho ir en contra del criterio de la manada, porque en nuestra información está la convicción de que ser excluido pone en juego nuestra sobrevivencia.

Las marchas se convierten así en el éxtasis de la des-individualización: el individuo despojado de toda diferencia respecto a sus semejantes y, además, identificado con el líder. Mientras más se marcha, menos se siente individuo y hay como una sensación de placidez en esto: no tengo responsabilidades; de mi futuro, del porvenir de mi grupo y de mi nación se encargan otros; solo tengo que ser un mecanismo más.

Es importante destacar que este es el polo negativo de la reunión: pues asimismo puede ser completamente diferente. Nos podemos reunir porque como individuos sentimos el poder de expresarnos según lo que queremos, pensamos, necesitamos. No se trata en este caso de homogeneización, sino de negociación y consensos temporales. Podemos tener diferencias, pero ahora hay un proyecto en común que lograr, una necesidad común que satisfacer: lograda esta, se puede buscar espacio para cada una de las especificidades de los individuos. La marcha puede ser entonces una disolución o una reivindicación personal. Muchos hemos participado por alguna razón en los actos del primero de mayo, tribunas abiertas o manifestaciones por Elián: ¿cómo las vivimos? ¿Cómo nos sentimos en ellas?

Finalmente me gustaría referirme al segundo mecanismo de des-individualización, al que denomino «estética revolucionaria de la devaluación personal». Luego de 1959, la mayoría de las construcciones privilegiaron lo utilitario sobre lo estético. Los edificios revolucionarios parecen decir constantemente: —no merecen más que esto. Necesitan solo lo elemental para vivir.

La belleza importa, porque la belleza humaniza. El kitsch de los ornamentos de los hogares (todos los adornos de yeso, iguales y espantosos que se podían encontrar en cada casa) también nos puede hablar claramente de la intención con la que han sido producidos: no eres diferente, todos tienen lo mismo, el gusto personal no tiene lugar aquí.

No sé si notaron que les describí un poco la receta de la salsa de perro al inicio: eso también deberíamos tenerlo en cuenta. Incluso las particularidades de la cocina de las regiones de la Isla han ido perdiéndose por la falta de ingredientes, una cotidianidad enervante y la eliminación gradual —pero radical— de refinamientos (para el pueblo común, no para la cúpula). Nuestra identidad culinaria, tan celosamente defendida por otros pueblos, se ha homogeneizando en un simple plato de arroz congrí, yuca y cerdo asado (inalcanzable en las actuales condiciones). Incluso, el desarrollo de nuestro sentido del gusto se ha des-individualizado. Esto es signo de cuán lejos se ha llegado en este camino.

Hemos vivido en espacios parecidos, decorados de la misma manera, comiendo lo mismo, aprendiendo las mismas cosas y participando en manifestaciones multitudinarias para gritar las mismas consignas. Hemos tenido los mismos miedos sobre que si expresamos demasiado lo que pensamos seremos condenados. Ya es hora de expresarnos sin disculpas, sin remordimientos, sin resquemores o recelos sobre los otros. ¿Cómo nos sentiríamos si lo hiciéramos?