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¿Revolución sin evolución?

Desde 1959, cuando triunfó la insurrección de carácter popular que derrocó a la dictadura de Fulgencio Batista, vivimos en «revolución». Así se ha denominado tanto al período transcurrido como a la forma de ordenar y conducir la vida pública de la nación. Sin embargo, ante las crecientes vicisitudes y privaciones, uno se pregunta: ¿seguimos viviendo una revolución?

El término «revolución» deriva de una palabra latina que significa «vuelta», pues de eso se trata, de dar un giro a asuntos que están estancados o en situación insatisfactoria. Esta condición puede cumplirse en diferentes aspectos de la existencia humana como pueden ser el arte, la ciencia, la cultura, la política, etc. De manera que ello presupone un estado anterior que necesita de cambios radicales para lograr avances en el ámbito de que se trate.

En la búsqueda de cambios sociales, tales transformaciones pueden realizarse por medios pacíficos o violentos, pero siempre convulsos, pues conllevan variar de raíz las condiciones anteriores que se pretende renovar y sustituir. Por lo general, las de tipo violento son las más frecuentes, pues casi siempre ocurre que el viejo estado de cosas intenta prevalecer. Es dicha circunstancia la que genera episodios sangrientos y condiciona el salto radical a un estado nuevo y en tiempo breve. Son eventos intensos más que extensos.

En los primeros años del proceso en Cuba ―sobre todo entre 1959 y 1967―, efectivamente se acometieron medidas de carácter revolucionario, pues mejoraban aspectos de la vida que constituían precariedades en el contexto anterior. Fue así que se entregó la propiedad de la tierra a campesinos que la trabajaban como aparceros y se distribuyeron parcelas intervenidas a los latifundistas; se redujeron los alquileres de la vivienda y el precio de la electricidad, la cual también se extendió a zonas que no contaban con ella; se amplió la salud pública gratuita al igual que la educación, y se llevó a cabo una campaña de alfabetización en toda la Isla para erradicar el analfabetismo. Todos estos cambios beneficiosos debieron crear las condiciones para que el país iniciara un desarrollo y modernización propios.

No obstante, la reacción a la suspensión de la compra de azúcar por parte de los Estados Unidos y el subsiguiente embargo declarado como respuesta a la expropiación de compañías norteamericanas, hizo que se tensaran las relaciones con el hasta entonces principal socio comercial de Cuba.

Junto con ello, la aspiración de consolidar el grupo más avenido a los propósitos de la dirección del Movimiento 26 de Julio como vanguardia política de la naciente revolución, llevó a un rígido proceso de centralismo y verticalidad: primero a la constitución de las Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI), luego al Partido Unido de la Revolución Socialista (PURS) y, posteriormente, en 1965, a la creación del Partido Comunista de Cuba (así conocido a pesar de que existía un partido de filiación comunista desde 1925). Este paulatino proceso de fundaciones confirma su naturaleza sovietizante.

Al interior de todas estas organizaciones los cargos principales fueron concentrados en ciertos líderes, lo cual confirió una continuidad histórica de larga data a figuras que han detentado un papel rector en la vida política del país desde entonces y hasta el presente. Precisamente esta institucionalización continuista y centralizada en un mismo grupo de poder hizo colapsar el ímpetu de los cambios revolucionarios.

En 1968, con la llamada Ofensiva Revolucionaria, el proceso de estatización llegó a su máxima expresión y petrificó la lógica fluidez de cambios que debían ocurrir a tono con las circunstancias que la transformación de los tiempos iba exigiendo, que es lo que presupone un proceso revolucionario. Desde entonces, todas las acciones productivas y de servicios, incluso las más primitivas y pequeñas, pasaron al Estado. El creciente y generalizado proceso de estatización dio lugar a la ralentización y ulterior paralización de las transformaciones revolucionarias.

La institucionalización de Cuba nacía lastrada pues se basaba en un modelo ya entonces disfuncional, el de la Unión Soviética. Fue notoria la creciente influencia de la URSS, aspecto literalmente declarado en la propia Constitución de 1976, no como un añadido, como sucediera con la Enmienda Platt, sino como fundamento expreso del desempeño del país.

Si bien el acercamiento a la URSS y la entrada al Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) propiciaron ciertas mejoras materiales para Cuba, estos pasos acentuaron el papel monoproductor de su economía ―centrado en el azúcar como principal renglón de intercambio con el CAME―, reforzaron la dependencia a un sistema socio-económico foráneo y anquilosaron el desarrollo político al cerrar las puertas al debate transformador a partir de nuestras posibilidades y aspiraciones.

Esta fue la principal razón de que, tras la estrepitosa caída del sistema soviético, Cuba haya declinado hacia fases cada vez más precarias de desempeño económico y social. Primero ocurrió en el llamado «Período Especial», que condujo al borde de una paralización de toda la existencia. Ahora, atravesamos circunstancias sumamente agobiantes, donde incluso aspectos que habían sido ganancias de la etapa revolucionaria, como la salud y la educación, se han visto prácticamente desmantelados.

No resulta fortuito que tras los peores años del «Período Especial», Fidel Castro, ante el ya evidente deterioro económico y social, pronunciara la consigna de «cambiar todo lo que deba ser cambiado», pues de eso se ocupa una revolución, de introducir cambios indispensables para revertir vicisitudes y necesidades que agobian o retrasan el necesario progreso de un pueblo. Tal consigna, no obstante, fue simplemente eso, y siguió repitiéndose por los gobernantes subsiguientes como un mantra o un enunciado vacío, que no impulsa verdaderos cambios esenciales traducidos en mayor desarrollo económico, mayor democracia política o justicia social.

Antes bien, el país ha declinado hacia un estado de deterioro generalizado, donde falta todo y la vida cotidiana se hace cada vez más precaria y angustiosa. Ello se traduce no solo en un generalizado debilitamiento económico ―visible en la antes principal fuente de capital: la industria azucarera, casi inexistente ahora―, sino también en la multitudinaria emigración, que ha traído una considerable merma demográfica y el subsiguiente debilitamiento del capital humano.

Ignorando esta depauperada realidad el discurso oficial continúa hablando de revolución. Sin embargo, ¿puede denominarse así al actual proceso de vida en Cuba? En lo personal, no lo creo. No puede haber revolución sin evolución. Considero que nuestro contexto ha derivado más bien a una «involución», evidente en la merma persistente de los estándares de vida, el estancamiento de una economía cuya deuda externa es enorme; la carencia de los elementos básicos para la normal existencia, como alimentos y medicinas; una inflación asfixiante y, en lo social, el creciente deterioro de la urbanidad y los valores cívicos que deben caracterizar a una sociedad sana.

A pesar de ello, se nos sigue exhortando al sacrificio «por la revolución». No es nada nuevo, una y otra vez hemos escuchado esta solicitud, pero ¿qué sentido tiene sacrificarse si no se ven los resultados? Uno se sacrifica para conseguir algo concreto, es el sentido de toda abnegación. Pero ¿es lógico, o correcto sacrificarnos únicamente para mostrar nuestra aceptación del estado de cosas, dadas las tristes circunstancias arriba descritas?

Lo fundamental es entender que una revolución no es un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar un determinado propósito. Su propia etimología lo indica: cambio más rápido. Se hace para superar condiciones indeseadas e instaurar otras nuevas que resuelvan la crisis y posibiliten condiciones favorables a la mayoría de los implicados y un retorno a la normalidad de la vida social.

Ninguna revolución puede eternizarse, pues se supone que una vez eliminadas las condiciones que la promovieron, se debe pasar a un estadio de desempeño vital sin sobresaltos, solo con las lógicas acciones que producen la evolución sistemática y constante. Un estado continuo de revolución, o sea de permanentes cambios en cierta situación social, solo produce zozobra, angustia y frustración. La plenitud de la vida demanda el sosiego y el acontecer sin sobresaltos, algo impracticable en períodos de revolución. Se necesita volver a la evolución normal de la vida que ansiamos. Una vida con dignidad y derechos para todos.

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Imagen principal: Sasha Durán / CXC.