Sin Prometeo. Notas sobre el diálogo de los excluidos en Cuba
En la periferia
Recientes intercambios de opiniones en las redes sociales expresan una contradicción cada vez más importante que, a groso modo, se puede ubicar entre dos perspectivas de comprensión y análisis de la realidad cubana que, sin ser necesariamente absolutas en sus planteamientos, le conceden respectivamente más importancia a lo propiamente económico o a lo político, como causa y factor de superación de la crisis nacional.
La primera de ellas ha venido haciendo una serie de críticas y recomendaciones en esencia económicas, sobre todo desde que, tempranamente, el balance de los resultados imprevistos y perversos de las reformas desarrolladas por el gobierno fue más negativo que lo esperado.
Dicha perspectiva planteó la subestimación del criterio y análisis de los especialistas y de los resultados obtenidos por centros de investigación; cuestionó asimismo el ritmo, grado de apertura, alcance y resolución de la reforma económica y su carácter contradictorio e intermitente; e incluso, trabajosamente, reconoció procesos de empobrecimiento muy intensos, un creciente malestar político, la desproporción de la estampida migratoria y también la existencia de un déficit democrático y de participación.
Sobre ese último punto el análisis fue mayormente justificativo, al subordinar la importancia y prioridad de las luchas por la democratización de la vida política del país a la superación del momento actual ―e histórico― de sanciones económicas y financieras del gobierno de los Estados Unidos contra el Gobierno, el Estado y el sistema empresarial cubano.
La segunda de estas perspectivas, incluso desde antes de la promulgación de la Constitución de 2019, estuvo desafiando en las redes sociales, en ponencias en eventos y en distintas publicaciones, la alta sensibilidad que el enfoque y abordaje de diferentes temas políticos tienen para el conjunto de estructuras y relaciones institucionales que hacen parte del sistema político cubano. Ese cuerpo crítico, extenso y diverso, tanto por los que lo producían como por sus alcances, apuntaba fundamentalmente a la necesidad de convertir a Cuba en un Estado de Derecho, democratizar la sociedad cubana y conservar y evitar la degradación de instituciones y dinámicas que eran claves de la civilización en la Isla.
Esta corriente, sobre todo tras el proceso de represión de las protestas de julio de 2021, evolucionó desde diferentes tipos de reacciones ante la defraudación de las expectativas de desarrollo y eficacia que tenían sobre los derechos, libertades y garantías que reconocía la nueva Carta Magna y algunas de las leyes puestas en vigor para este fin; hasta una crítica que de modo general versaba sobre la inadmisibilidad democrática del modelo de poder que se gestionaba en Cuba, los límites que le eran inherentes y el papel que podría estar jugando ya en la profundización de la crisis económica y un muy grave retroceso civilizatorio de la sociedad cubana.
Desde esta perspectiva ―en algo intermedio entre la negación, la amnesia selectiva y la falacia retórica, tal como habían hecho algunos de los portadores de la perspectiva económica al tener en cuenta cuestiones muy obvias referidas a un contexto cada vez más importante de exclusión, discriminación, persecución y castigo por motivos políticos―, también se restó importancia, o simplemente se omitió por algunos, no solo los efectos de las sanciones económicas y financieras de agencias gubernamentales estadounidenses con relación a Cuba, sino también su misma existencia y codificación, e incluso la trascendencia política de tales sanciones. Si bien, dentro de la propia perspectiva, otros análisis sostuvieron la conservación de la soberanía nacional y lo inadmisible de la injerencia externa en la vida política del país.
Aunque un esfuerzo de síntesis como el realizado es siempre reductivo de la diversidad de consideraciones existentes sobre los problemas y retos, y se circunscribe a un momento del acontecer cubano muy complejo, me parece crucial destacar el hecho de que ambas perspectivas se producen desde una zona completamente periférica al poder político en Cuba.
Esto último es un dato importante y puede tener, ahora y en el futuro, distintas lecturas e implicaciones, algunas muy significativas: funcionamiento de la periferia como un hábitat más que como un ecosistema; distintos modus vivendi políticos que se producen con funciones e instituciones del poder; búsqueda o restauración de canales de comunicación y estatus, de reconocimiento grupal o personal; o reproducción de un salvaje patrón de fragmentación, aislamiento y desconexión relacional por los que tienen una percepción de su propia singularidad y misión política.
Una pregunta que esboce hasta qué punto en Cuba la ubicación periférica al poder político y a la toma de decisiones de activistas, académicos, intelectuales, políticos y ciudadanos pueda estar determinando su identidad, análisis, propuestas de soluciones, acciones e incluso sus certidumbres sobre el futuro y el modo con que se ven a ellos mismos dentro de él; desde luego subraya la existencia de mediaciones de todo tipo y la complejidad de ellas, pero también la capacidad y eficiencia de la periferia, en tanto uno de los vastos «no lugares» del sistema político cubano, para producir marginalidad política y también conductas políticas marginales.
El mantra de la negociación y el diálogo
Diferentes llamados a la negociación y al diálogo se han realizado también en los últimos años desde la periferia política cubana. Es significativo que ambas ideas se gestionaran al mismo tiempo en que el gobierno, por un lado, estaba ejecutando la represión y manejo a escala individual y social del ciclo de protestas iniciado en el verano de 2021, mientras, por el otro, implementaba a ritmo acelerado la conversión de lo que debieron ser las instituciones, normas de desarrollo y de garantía jurídica del Estado de Derecho que proclamó la Constitución de 2019, a las propias de un Estado Despótico de Derecho.
Aunque tales llamados fueron realizados desde publicaciones u organizaciones con diferentes orientaciones y objetivos políticos, parecieron estar dirigidos no tanto a desarrollar entre los ciudadanos una cultura sobre las posibilidades de la negociación y el diálogo como recursos de interacción política, auto-organización y forma de alcanzar sus intereses, sino, fundamentalmente, a postularlas ―de acuerdo con la evaluación que hacían de la realidad política cubana― como alternativas de acción y comunicación para el gobierno y como un camino para influenciar políticamente o convertirse ellas en interlocutores válidos.
La mayoría de las reflexiones realizadas enfocaron políticamente la negociación como una puerta de salida para los gobernantes en Cuba. Al leerlas, queda la impresión que la negociación fue manejada, o como una cuestión forzosa, actual y operativa del gobierno para sortear las difíciles circunstancias de la crisis por la que atravesaba; o como una secuencia que este necesitaba activar a tiempo para llevar a cabo algo parecido a su capitulación de forma gradual, consensuada y organizada.
Si en el caso de la negociación era evidente que los llamados se hacían suponiendo mayormente la existencia de actores y estructuras políticas capaces de imponerlo a través de sus acciones a las autoridades cubanas; el diálogo, su importancia y funciones, tenían un tipo de vigencia diferente.
En una sociedad como la nuestra ―que muestra las evidencias del daño causado por la no jerarquización del diálogo y por el síndrome de abstinencia a este que había forzado, inducido y regulado milimétricamente el sistema político e interminables secuencias de incomunicación, imposición, exclusión y negación del otro―, el diálogo era una apuesta política no solo loable, sino ajustada a sus necesidades generales.
De hecho, entre finales del 2024 e inicios del 2025, cuando el gobierno cubano parecía estar moviéndose aceleradamente para enfrentar el desafío que significaba una nueva administración estadounidense, diversos y multisectoriales llamados al diálogo ―o al menos a ser escuchados― habían sido arrollados ya como un estorbo en la planeación y ejecución de un carrusel de medidas y reacciones que sustituyeron por completo a las políticas y estrategias económicas que alguna vez fueron el núcleo de la reforma.
Para ese entonces, el déficit de diálogo que se experimentaba en Cuba era no solo un acumulado histórico o una característica de regulación sistémica, sino también una frágil cortina de humo por la que el gobierno intentaba escapar silenciosamente del desastre social que estaba causando.
Es injusto achacar la responsabilidad total de ello a un equipo de gobierno. Cualquier análisis, por elemental que sea, debe tomar en cuenta el peso de la concatenación de decisiones y actos gubernamentales tomados desde décadas atrás, y la forma perversa en que han lastrado o determinado los resultados de las políticas que se implementaban.
La proeza de sostener por años un extraordinario ajuste fiscal a partir de reducir los gastos que suponía el mantenimiento y perfeccionamiento de las estructuras e instituciones por las que se habían desarrollado derechos sociales, económicos y culturales, la asistencia y seguridad social y la garantía del acceso a alimentos y medicinas por parte de una población con muy baja capacidad adquisitiva, solo puede ser comparada con la capacidad de ese equipo de gobierno ―y enjambres de funcionarios de todos los niveles― para despreciar y abortar cualquier posibilidad de autocrítica o de asumir la responsabilidad directa con lo que sucedía.
Sin embargo, posiblemente nada sea comparable a su éxito para anular, social y políticamente, la percepción de riesgo de la mayoría de los ciudadanos ante los actos de la transición a un nuevo sistema de relaciones económicas y sociales en la que ellos eran ―y estaban destinados a ser―, los perdedores.
Quizás algún día la explicación de las protestas masivas del verano de 2021 pase por la comprensión de los primeros y terribles impactos que tuvo esa transición. Aquellas dos jornadas de protesta ―o las que han seguido ocurriendo intermitentemente en todo el país― es posible sean interpretadas como una espontánea y temprana reacción de resistencia a la violencia económica que le estaba siendo impuesta a la mayoría de la población.
Precisamente en medio ese cuadro agudo de exclusión social, y en un contexto en que diferentes ramas del gobierno fueron capaces de infundir a los ciudadanos que intentaron ejercer derechos y libertades reconocidos por la Constitución de 2019 un temor creíble y racional, mediante acciones punitivas legales y actos de acoso, persecución, intimidación, amenaza y violencia, realizados discrecionalmente y bajo estándares de impunidad que les hicieron no impugnables; algunos autores han subrayado la necesidad de replantear estrategias y reforzar la importancia del diálogo social y político dentro de la sociedad cubana.
¿Qué diálogo para qué sociedad?
Se preguntaba Ariel Dacal en uno de los últimos artículos sobre la necesidad del diálogo en Cuba. Casi inmediatamente después lo delimitaba como «condición para conectar las diferencias entre actores, sectores o grupos que comparten visiones afines, no así para los proyectos cuyos contenidos resultan antagónicos».
A pesar de lo cuestionable de esa delimitación, la importancia de su pregunta es extraordinaria desde todo punto de vista. Ella puede propiciar una mirada sobre al tipo de sociedad que somos, a la que avanzamos y aquella otra que pudiéramos intentar ser.
En esa mirada hay algunas interrogantes que acaso nos enfrentan al drama de estar atrapados desde hace muchos años en un bucle del subdesarrollo político en el qué, increíblemente, nuestras instituciones, valores y cultura política se han empobrecido en ciclos que inexorablemente nos alejan de los ideales, principios y aspiraciones republicanas de las generaciones anteriores, de la experiencia acumulada por ellas ―sus éxitos y fracasos―, de las formas modernas e innovadoras de plenitud individual y social, del disfrute de la libertad y la felicidad; mientras políticamente nos hacen retroceder y convivir con el núcleo oscuro y grotesco, las prácticas y el mapa de injusticias de su antítesis rediviva.
Otras visiones de seguro nos enfrentarán a un paradigma de administración y servicio público envejecido y diseñado como una feria de oportunidades para la corrupción; a todas las justificaciones que podamos invocar para que la democracia en Cuba sea presentada como rehén de las circunstancias de la relación geopolítica que no podemos cambiar, pero que otras sociedades enfrentan cotidiana y exitosamente sin cejar en avanzar esa senda.
En muchas de ellas es posible encontremos lo que nos resulta antagónico y lo que en su decadencia está llevando a nuestra sociedad a un retroceso civilizatorio que pagarán las próximas generaciones.
Quizás solo entonces el diálogo ―y su necesidad― sea más abarcador y preciso, y sus preguntas remitan a los excluidos en Cuba y a su búsqueda de la igualdad política y la justicia social como condiciones para el ejercicio de la vida política plena: ¿Quiénes son los excluidos en Cuba? ¿Qué sociedad quieren los excluidos, que visiones comparten de ella? ¿Por qué necesitan dialogar los excluidos sobre todas las formas de exclusión, su proscripción y la conquista del derecho a la igualdad política? ¿A qué escala tienen que concretar ese diálogo los excluidos para que sea eficaz?
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Este artículo es un ejercicio de derechos y libertades reconocidos por la Constitución de la República de Cuba.
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Imagen principal: Sasha Durán / CXC.