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Sistema político y crisis económica en Cuba

La crisis económica que sufre Cuba es la más intensa de las últimas tres décadas y demostración fehaciente del colapso del sistema basado en la administración centralizada de la economía. Sin embargo, desde antes del llamado Período Especial, que marcó la más grave contracción de la economía insular en el siglo XX, ya existían indicios de problemas en el funcionamiento del Sistema de Dirección y Planificación de la Economía (SDPE), establecido a partir de la incorporación de Cuba al Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), con el objeto de acercar los mecanismos de funcionamiento de la economía a los que existían en los demás países miembros desde varias décadas atrás. Después de la desintegración de la Unión Soviética y el derrumbe del socialismo «realmente existente», inició un largo período de crisis económica estructural.

De hecho, en el SDPE cubano nunca funcionaron plenamente ni los sistemas de estimulación material que vinculaban ingresos a los resultados del trabajo, ni la autonomía operativa y financiera que teóricamente debían tener las empresas, ni su posición activa en la labor de una planificación que debía formularse desde ellas hacia los organismos centrales.

No obstante, este sistema permitió el restablecimiento de las relaciones monetarias y mercantiles entre las empresas y el reconocimiento de la importancia de utilizar indicadores de valor para medir los resultados económicos y determinar la rentabilidad.

Sello de correos por el treinta aniversario de la fundación del Consejo de Ayuda Mutua Económica.

Lecciones de la experiencia histórica

Desde que se impuso el socialismo estatista en la Rusia bolchevique —después Unión Soviética—, y posteriormente en los demás países del denominado «sistema socialista de economía mundial», se hizo evidente que la abolición de los mercados y su reemplazo por una economía de comando, lejos de conducir a un mejoramiento del bienestar material, produjo generalización de la escasez, contracción de los bienes de consumo, ineficiencia productiva y, en consecuencia, un deterioro del consenso social en el que se basaron las transformaciones de los primeros años. En la década del ochenta del siglo pasado, la economía de esos países mostraba notorios signos de crisis, aunque en ninguno se llegó a los niveles de deterioro que enfrenta Cuba actualmente.

Los sucesivos intentos de reformas económicas —desde la Nueva Política Económica (NEP) de Lenin y Bujarin, hasta la Perestroika de Gorbachov, pasando por la autogestión socialista yugoslava, las tímidas reformas soviéticas atribuidas a Kosyguin y Liberman, los intentos de liberalización política y económica en Checoslovaquia durante la Primavera de Praga y los diversos cambios planteados en Hungría bajo el llamado «nuevo mecanismo económico»—, significaban en una u otra medida la necesidad de establecer espacios para el funcionamiento de los mercados, descentralizar la actividad de planificación, elevar la autonomía de las empresas en su organización y decisiones operativas y financieras y, sobre todo, aumentar la eficiencia, productividad y calidad de la producción y en consecuencia, lograr un mejoramiento significativo del nivel de vida de la población, siempre por debajo del alcanzado en países capitalistas de desarrollo medio y alto.

El socialismo real se derrumbó sin que ninguno de estos intentos de reforma pudiera desarrollarse plenamente. Ocurre que las mismas conducían a relajar el dominio absoluto del centro de poder sobre la economía y la sociedad, ya que la necesidad de establecer mercados transparentes y regulados, el reconocimiento de cierto nivel de emprendimiento e iniciativa privada, así como la descentralización de las decisiones económicas de las empresas, requerían necesariamente de formas de autogestión social que propiciarían el desarrollo de la sociedad civil fuera de los rígidos marcos establecidos por la dirigencia de los partidos únicos.

Adicionalmente, tampoco se habían engendrado reformas institucionales y políticas que redujeran el pesado fardo burocrático sobre dichas sociedades. Lejos de producirse avances democráticos que fortalecieran la autogestión social, se reforzaban los mecanismos de control ideológico y político, así como la represión contra cualquier manifestación de disidencia o crítica a la gestión de una dirigencia apoltronada en el poder, que consideraba a esas manifestaciones delitos punibles contra la seguridad del Estado.

Las reformas de Gorbachov en la Unión Soviética y su decisión de no ceñirse a las económicas sino incluir la eliminación de la censura ideológica y la democratización de la sociedad, crearon nuevas condiciones políticas en los países satélites, cuya dirigencia era reacia a adoptarlas. El deterioro económico interno acumulado, unido al que resultó de la mayor exposición a un incremento de sus relaciones con los países capitalistas desarrollados, que causó crecientes déficits en balanza de pagos e incremento de las deudas externas en divisas libremente convertibles, creó las condiciones para el fortalecimiento de movimientos cívicos, algunos inspirados en el sindicato polaco Solidaridad, creado a inicios de los ochenta por los obreros de los astilleros de Gdansk y enfrentado a la dirigencia comunista como oposición organizada.

El derrumbe del sistema conocido como socialismo, demostró que no resultaba superior al capitalismo, toda vez que no fue capaz de imponerse en la competencia económica debido a sus ineficiencias estructurales, baja productividad, escasos incentivos económicos para los productores, obsolescencia tecnológica, excesiva centralización de decisiones que debían corresponder a las empresas en un ambiente de mercado y que se tradujeron en un freno al desarrollo de las fuerzas productivas.

Mientras el capitalismo ha demostrado capacidad de adaptación a las exigencias de sus respectivas sociedades en un contexto de avances democráticos, los países del socialismo real mantuvieron rígido un sistema heredado esencialmente del estalinismo. Esa incapacidad para transformarse fue un factor decisivo que condujo a su quiebre.

La sobrevivencia de este régimen político en China y Vietnam, además de por la implacable represión contra la disidencia, se explica por el mejoramiento sustancial y sostenido del nivel de vida de sus sociedades, resultado de una profunda transformación económica que, en la práctica, ha convertido ambos países en economías de mercado en los que ha florecido un capitalismo distinguido por vínculos clientelares con la dirigencia política que continúa controlando el Estado.

Shanghái, China (Foto: Li Yang/Unsplash)

Esa no es la realidad de Cuba, ni sería deseable el logro de una mayor prosperidad económica en ausencia de libertades políticas. Pero, en cualquier caso, ya se han agotado los tiempos en los que tal vía podría haberse enrumbado.

Lecciones despreciadas por la dirigencia cubana

Cuando resultó evidente la crisis de los regímenes comunistas de Europa Oriental y ante las reformas impulsadas por Gorbachov en la URSS, Fidel Castro decidió des-institucionalizar el sistema de toma de decisiones. Con la creación del Equipo de Coordinación y Apoyo estableció una especie de gobierno paralelo al Consejo de Ministros, en realidad con mayor poder.

Lejos de adherirse a la Perestroika, y claramente en contra de la glasnost y la democratización, el sistema cubano alcanzó nuevas cotas de centralización e incluso se desmontaron muchos mecanismos formales de rendición de cuentas institucionalizados en la segunda mitad de los setenta y primeros años ochenta.

En lugar de una apertura hacia el mercado, fueron desmontados los vestigios de lo establecido en la segunda mitad de los años setenta, e incluso también el SDPE, que nunca logró funcionar plenamente. El Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas en Cuba fue la anti-Perestroika, y si bien no tuvo resultados económicos positivos, permitió el reforzamiento del poder personal del máximo dirigente en medio de una dificilísima situación internacional.

El Período Especial, incluida la llamada Opción Cero, fue resultado de la desintegración del país que durante tres décadas había subsidiado a la economía cubana por razones eminentemente políticas. Las reformas económicas no se orientaron entonces hacia el mejoramiento del bienestar de la sociedad, sino a evitar estallidos sociales molestos para la supervivencia del régimen político. Por eso se frenaron cuando la crisis fue levemente superada, aunque con ritmos de crecimiento del producto interior bruto tan bajos que resultaban insuficientes para que tuvieran un impacto en el mejoramiento del nivel de vida.

Protestas populares en La Habana, en agosto de 1994, conocidas como El Maleconazo. (Foto: BBC Mundo)

Inmovilismo político y desaciertos económicos

La dirigencia cubana, desde Fidel Castro hasta la actual, se ha negado a realizar profundas reformas económicas del calado de las producidas en China a partir de 1978 y en Vietnam desde 1986. Los cambios económicos en Cuba no han sido sistémicos ni han correspondido a una reforma económica con proyección estratégica. En consecuencia, la crisis de los noventa no ha podido ser superada plenamente y alcanza en la actualidad un carácter estructural y multidimensional, pues rebasa los marcos estrictamente económicos y afecta la sostenibilidad de los principales servicios sociales que constituían pilares esenciales del consenso político logrado en condiciones de imposición desde el liderazgo del país.

La dirigencia actual es heredera de la transformación del liderazgo revolucionario en burocracia, cuya sobrevivencia como clase social depende de la rigidez del sistema político autoritario y totalitario. Esa es la principal «camisa de fuerza» que frena el desarrollo de las fuerzas productivas e impide una transformación radical de carácter estructural de la economía. Tal y como he expresado en otros textos, en materia de política económica se han cometido muchos errores que demuestran —cuando menos— un pobre dominio de la teoría económica por parte de los decisores.

Es notoria la ausencia de voluntad política para acometer el desmonte del agotado sistema de administración centralizada y las estructuras burocráticas asociadas; desarrollar mercados transparentes y suficientemente libres de bienes y servicios, capitales, trabajo, tierras y cambiarios, bajo regulación —y no control— estatal; eliminar las restricciones que frenan el emprendimiento privado; fomentar el desarrollo de la producción industrial y agrícola, con independencia del tipo de propiedad; abrir el sector financiero y bancario a la actividad privada, incluso extranjera, debido a la exigua capacidad de ahorro doméstico; y gestionar el ingreso del país en los organismos financieros internacionales de carácter multilateral; entre muchas medidas que son necesarias para sacar a Cuba de su profunda crisis.

El desmonte del sistema agotado e ineficaz como precondición para el crecimiento económico y una prosperidad que claramente no llegará de forma inmediata, debe priorizar la recuperación de la justicia social, también muy comprometida dado el colapso de la economía y, en tal sentido, destinar los recursos necesarios para que los jubilados y las personas más empobrecidas no vuelvan a ser los excluidos por prácticas políticas «economicistas».

Sin embargo, si este cambio estratégico profundo no se produce acompañado de una democratización del sistema político y del reconocimiento pleno de las libertades civiles que permitan a la sociedad asumir su soberanía de forma autogestionaria, se corre el peligro de transitar hacia un capitalismo mafioso al estilo ruso, que mantenga el carácter autoritario y totalitario del sistema político como ocurrió en varios de los Estados herederos de la desaparecida Unión Soviética. Ese no es el destino que merece Cuba, pero de nosotros, los cubanos, depende evitarlo. 

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(Imagen principal: Yamil Lage / AFP)