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A fin de cuentas

Muchos de los factores contrarios a la eficacia del Estado de Derecho en Cuba son parte de un denso e intrincado sistema de defensa del poder. El mismo se ha desarrollado alrededor de la desigualdad política de los ciudadanos y de los recursos de la exclusión, la discriminación y diversas modalidades de persecución y castigo por motivos políticos.

Un año después de aprobada la Ley de Amparo de los Derechos Constitucionales, no existe evidencia pública de que los ciudadanos lograran defender sus derechos de forma efectiva en lo que debe ser la jurisdicción constitucional cubana, frente a las violaciones cometidas por funcionarios públicos electos o designados.

Por el contrario, la evidencia disponible es enfática en que los jueces actuantes han rechazado de forma sistemática demandas interpuestas por los ciudadanos con el propósito de defender sus derechos, incluso cuando ha sido imposible para los jueces cuestionar el mérito de las pruebas presentadas por los demandantes sobre tales violaciones.

El hecho de que al menos una de esas demandas involucrase en una violación específica de un derecho constitucional al actual Presidente de la República, a través de la presunta responsabilidad en ello de la Fiscal General, es muy significativo. Si por un lado resulta simplemente imposible que una subordinada directa del mandatario se declarara en rebeldía ante una indicación de este, el hecho de que ni siquiera tramitase formalmente el derecho constitucional ejercido ante ella, puede dar la medida de cómo se solapan y disponen funcionarios de distintas formas de organización estatal para hacer de los esfuerzos de los ciudadanos por obtener protección de sus derechos algo realmente desgastante, costoso y también peligroso. 

Debería tomarse en cuenta asimismo que, salvo escasas excepciones dispersas a lo largo de más de seis décadas, ningún alto funcionario cubano defenestrado de sus cargos apeló las decisiones administrativas —o políticas— o los fallos de tribunales tomados contra ellos. La mayoría guardó un denso silencio sobre dichos procesos, pero también sobre la realidad del país y de los asuntos que habían estado antes dentro de la esfera de sus experiencias y responsabilidades, desapareciendo para siempre de la esfera pública tal como habían hecho en la selva los personajes de la célebre novela La vorágine.

Sin embargo, lo que aparenta ser falta de compromiso de los ex funcionarios desalojados de sus cargos, puede que sea esencialmente una parte del correlato de la institucionalización en Cuba de estructuras capaces de garantizar en todo momento la impunidad, la arbitrariedad y el despotismo en función de intereses y directrices políticas muy variables y, por supuesto, de un claro entendimiento de ellos de su existencia, poder y alcance.

La normalización de mecanismos, prácticas y criterios de actuación supra legales, o que resultan inaccesibles o no auditables para los ciudadanos, ha sido ciertamente parte de la existencia de varias generaciones de cubanos y la base de una tipología abyecta de cultura política que ha pervertido nuestros valores y creencias. 

Esta cultura ha sido el vector capaz de reproducir y expandir el miedo y la servidumbre política como factores de acoplamiento, anclaje y justificación del ejercicio corrupto del poder, incluso cuando este ha proporcionado sistemáticamente una clara ventana de oportunidad a la satisfacción de todo tipo de intereses y pulsiones personales que, eventualmente, han desafiado públicamente los criterios más elementales de justicia de los ciudadanos.

Individuos seleccionados como funcionarios públicos para defender derechos y libertades de los ciudadanos o, en un alcance menos limitado, para garantizar la observancia de distintas normas jurídicas con apego a la Constitución, históricamente no han ofrecido nunca una resistencia plausible a la desactivación o suplantación de sus funciones, si hacerlo entraña el inmediato colapso de su estatus profesional, social, económico y político, así como el cese inmediato de la movilidad y ascenso en su ecosistema laboral e institucional.

Aunque razonablemente muchos de estos actos no tendrían mayor dificultad para ser calificados ahora —o en el futuro— como delitos que van desde el abuso de autoridad hasta la prevaricación, para muchos de los funcionarios involucrados a menudo no han significado mucho más que un momento de lo cotidiano laboral, que es rápidamente olvidado o resuelto mediante diversos mecanismos de justificación o aplazamiento de las contradicciones personales que pudieran significarles.

En un escenario paralelo a este se ha movido la mayor parte de la academia y la intelectualidad cubana. De esa mayoría se pudiera decir sin exageración: nada le ha sido ajeno. Rota, después del verano de 2021, la abulia impuesta por el confinamiento pandémico, ha sido consciente de todo lo que ha acontecido en el país, ha participado en ello, o ha hecho silencio hasta hoy.

A diferencia de otros sectores de la sociedad, ha tenido el acceso a datos, la capacidad de análisis, la experiencia metodológica y científica para entender los procesos que han generado el empobrecimiento y la estratificación de la población cubana, el éxodo masivo de la población y el enjuiciamiento y sanción de cientos de ciudadanos por el ejercicio de derechos y libertades reconocidos en la Constitución, por citar apenas unos ejemplos inter relacionados. 

Difícilmente ellos, como muchos intelectuales, podrán en el futuro alegar no haber conocido o participado en los numerosos procesos, medidas y actos gubernamentales, o en las disposiciones jurídicas que han venido colocando la exclusión política, económica y social de los ciudadanos en el centro de las contradicciones que enfrenta la sociedad cubana.

Próximamente el procesamiento y probable sanción de la historiadora Alina Bárbara López por delitos asociados en Cuba al intento de los ciudadanos de ejercer derechos y libertades reconocidas en la Constitución, dará una oportunidad a muchos de mirar otra vez a un lado, de encontrar pretextos o simplemente seguir sus vidas sin mayores molestias. Pero los procesos sociales seguirán, no obstante, nuestra venalidad y falta de consecuencia. 

Es prácticamente inútil hacer en medio de ellos la predicción de sus tiempos, del comportamiento de sus actores y el papel que desempeñarán algunos factores, pero resulta posible identificar algunas de sus zonas de desembarco, sus metas y objetivos finales.

Si todas las formas de exclusión han sido siempre en verdad una manera general de anular, desarticular y desconectar a los ciudadanos de la política como forma radical y pública de transformar su realidad; en Cuba, la meta de alcanzar la igualdad política de los ciudadanos, llegará a ser entendida como la condición primordial para luchar contra el resto de las exclusiones y reivindicar la política como patrimonio público.

A fin de cuentas esto, los excluidos pueden entenderlo. Para hacerlo no necesitan de cómplices, menos de traidores.

Este artículo es ejercicio de un derecho constitucional.

Foto: Facebook Leonardo Fernández Otaño