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Mi testimonio sobre el presidio político durante la dictadura batistiana

El recuerdo de las prisiones que conocí durante la sangrienta dictadura de Batista, viene a mi mente al ver tantas denuncias sobre crueles maltratos padecidos por presos políticos y sus familiares actualmente.

Es una realidad bastante conocida que en los cuarteles y unidades de la policía de la dictadura se infligían atroces torturas y se asesinaba a quienes luchábamos contra aquel gobierno cruel y despiadado. Pero también es sabido —aunque evidentemente no tanto—, que si la persona era enviada a una prisión, en ella cesaban los maltratos. No importaba cuál fuera el delito cometido.

Lo sé por experiencia propia, por la de mis padres y por la de muchos compañeros. La dictadura no creía necesario seguir torturando a quienes ya tenía en prisión, mucho menos hostigar a sus familiares provocando más odio hacia aquel desgobierno.

Mi primera experiencia en una cárcel de la dictadura batistiana tuvo lugar ocho días después de que explotara una bomba en mi casa —en la ciudad de Colón, Matanzas—, tras lo cual tuve que comenzar una vida clandestina pues se libró una orden de búsqueda y captura contra mí. Sin embargo, esa experiencia no fue en condición de presa.

Había llegado asustada a La Habana tras contactar con Franklin [Gómez] y [Manuel] Sandarán, bravos combatientes matanceros que pasaban su clandestinidad en esta ciudad. Ellos me presentaron a Ricardo González, coordinador provincial del Movimiento 26 de Julio en Matanzas, clandestino también, quien me llevó a conocer a Haydeé Santamaría. Me encontré con aquella compañera que admiraba tanto, pero apenas conversamos. En ese momento su interés estaba en otros asuntos, no en nuestra provincia. Apenas tuvo oportunidad me dijo que necesitaba que yo llevara una carta suya a Armando Hart, preso en el Castillo del Príncipe.

Me asusté al pensar que sería riesgoso ir a esa prisión, pues tenía conocimiento de que aún me buscaba la policía; pero, cómo le iba a decir a una mujer tan valiente que temía hacerlo. Desde luego que acepte la misión sin pronunciar palabra.

Salimos el coordinador y yo para el Castillo del Príncipe. Él insistía en que debió informar a Haydeé que no podía arriesgarme en esa misión tan peligrosa, entre otros argumentos. Nos sentamos en un cafetín frente al Castillo a tomar un refresco, mientras Ricardo seguía culpándose por no impedir mi visita al presidio.

A pesar de ello, cumplí el compromiso acordado. Entré a la prisión tratando de que no se notara mi sobresalto. Me ordenaron pasar a un patio cementado y limpio donde había una fila de unas cuarenta personas. Estaban tranquilas, algunas habían establecido conversaciones. De pronto llamaron mi atención unos niños que correteaban alegres. Pregunté quiénes eran y me respondió sonriente una señora de la fila: «son los niños de Faustino [Pérez]».

Entrada principal de la antigua prisión del Castillo del Príncipe, en La Habana. (Foto: Arnaldo Santos, 23 de junio de 1974 / Granma)

Yo pensé. «Ud. verá si ahora empiezan a preguntar quién es quién». Pero no preguntaron nada. Allí estaban los familiares de los presos políticos, algunos de ellos muy destacados revolucionarios, como Armando. Todos tranquilos, ansiosos por ver a sus seres queridos.

A un nuevo llamado pasábamos, más o menos diez personas de la fila, a un mostrador donde esperaban algunos presos. De pronto escucho que alguien me llama en voz alta: «¡Chilica!» Miro rápidamente y veo detrás de aquel muro, entre los presos, al Dr. Carlos Martínez, de la Dirección provincial del Movimiento en Santa Clara, de quien fui mensajera cuando estaba estudiando en la Universidad Central Marta Abreu.

Me dio gran alegría ver a Carlitos. Me habló con naturalidad de Margot Machado, que en el discurso del funeral de su hijo —muerto con otro compañero por la explosión accidental de una bomba—, se había expresado como una Mariana Grajales. La conversación con él me generó confianza. «Por algo habla así, como si estuviera en su casa», pensé. Preguntó qué hacía allí y me dijo que esperara, que avisaría a Armando, quien vino sonriente a conversar conmigo y recibir la carta de Haydeé.

Salí satisfecha de aquel lugar. ¿Así que esto era una cárcel, sin peligro para los visitantes, y los presos tan accesibles y tranquilos? Esa era la palabra: tranquilidad.  Tranquilidad y respeto en una prisión. No era importante el delito por el que se les acusaba. ¿Tanto susto para aquello? ¡Si estaban más seguros que yo!

No obstante, pronto conocería la experiencia directa de la prisión política.

Desde otra perspectiva

El 26 de mayo de 1957 había detonado en mi casa una bomba que estábamos  preparando con otros dos miembros de una brigada de acción y sabotaje del Movimiento. Era una bomba reloj que se colocaría en apoyo al incendio del Central Tinguaro —el más costoso incendio ocurrido en aquella etapa, donde ningún participante fue detenido. Mis padres estaban al tanto de mis acciones como dirigente del Movimiento Revolucionario 26 de Julio en la región, sabían cuál era nuestra línea de lucha contra la dictadura; contraria a la suya, porque eran miembros del Partido Socialista Popular, cuya política no incluía la vía armada. A pesar de ello, nunca estuvieron en contra de mis actividades revolucionarias. Sin embargo, los que teníamos que ver con aquella bomba escapamos sin pensar en ese momento que mis padres podían ser detenidos, como en efecto ocurrió.

A mi padre le pegaron tanto —incluso frente a mis hermanitos, de tres y siete años—, que estuvo ingresado en el hospital de Matanzas con peligro de muerte. A mi madre no le pegaron, pero la vejaron y maltrataron de muchas maneras. Para la dictadura, eran culpables con pruebas evidentes y así los trataron, en venganza por no delatar a las personas que realmente participamos en la explosión. Pero el escándalo fue muy grande, la radio lo informaba constantemente y no quedó más remedio que encarcelarlos. Y ahí comenzó otra historia.

En la cárcel de Matanzas mi padre no sufrió maltrato alguno. Todo lo contrario, el director de dicha prisión era respetuoso con los presos políticos. Allí pudo recuperar su salud y convivir tranquilo durante cinco meses con compañeros revolucionarios sin que nadie lo molestara.

Mi madre, por su parte, fue recluida en el penal de mujeres de Guanajay. La directora fue asimismo muy respetuosa y amable con las presas políticas, y siempre trató de que estuvieran en las mejores condiciones posibles. Ella recibía con frecuencia las visitas de su hermano Alfonso, y la directora consintió en que las presas políticas tuvieran visitas en días diferentes a los de las presas comunes, para facilitar su traslado y encuentros familiares. En el caso de mi madre, fue tratada con muchas consideraciones hasta por un capitán que era el encargado de trasladarla desde su pabellón hacia las oficinas cuando recibía visitas, y simpatizaron porque ambos eran buenas personas.

Las familias nunca eran molestadas debido a la prisión de alguno de sus miembros; incluso cuando aquellos eran considerados presuntos culpables, estaban clandestinos o con órdenes de búsqueda y captura.

Cuando el 29 de junio de 1958 fui detenida en Cárdenas por tres patrulleros, bajo el mando del capitán Castillo y el sargento Miranda —crueles perseguidores de revolucionarios—, formé un enorme escándalo y grité mi nombre para que todos supieran que me habían apresado. Por esa razón no se atrevieron a golpearme en la calle. La pateadura fue dentro del cuartel.  

Fui llevada a tres cuarteles, hasta que me dejaron en el Escuadrón 41 de Matanzas, famoso por sus atrocidades contra los revolucionarios. Estuve treinta y cuatro días, esposada las veinticuatro horas a un sillón o a la barra de la colombina; además de otras torturas sicológicas. Trataron hasta de aplicarme la «ley de fuga», pero no pudieron porque me percaté de sus intenciones. Ellos tenían seguridad absoluta de mi culpabilidad y sabían más de mis actividades de lo que yo suponía.

Mi mamá y yo flanqueadas por el capitán Castillo Fornaris y el cura Lorenzo, delator, el 5 de agosto de 1958.

Las acusaciones contra mí eran muy graves, sin embargo, todos los maltratos cesaron en cuanto llegamos al penal de mujeres de Guanajay. Allí nadie siquiera intentó molestarme. Mi madre, que tras permanecer cinco meses presa había sido absuelta en un juicio por falta de pruebas, en la primera visita que me había hecho en el cuartel —a los diez días de estar yo detenida—, me dijo en voz baja que no me preocupara, que en prisión iba a estar segura, que nadie me molestaría y que las presas comunes y los policías eran amables con las presas políticas.

Así mismo resultó. Teníamos permiso en determinados días para disfrutar libremente del sol en el patio del penal. No teníamos límites para recibir visitas y conversar a solas con ellas. Podían llevarnos alimentos, libros, ropas, lo que necesitáramos.

Nuestras celdas eran individuales, cada una con su colombina, su inodoro y su lavabo. El pabellón estaba limpio permanentemente. Siempre tuvimos luz, agua y facilidades para el baño diario. Andábamos libremente en nuestro pabellón. Conversábamos en grupo, si queríamos, o nos manteníamos leyendo en las celdas. A las nueve de la noche venía la carcelera, decía las buenas noches y pasaba llave a la reja de cada celda. Al día siguiente, a primera hora, las abría de nuevo.

Debo decir también que aquella prisión contaba con una enfermería. Nunca nos faltó atención médica, y una dentista trabajaba allí de manera permanente.

Cierto día, sorpresivamente, apareció el sargento Miranda con mi abogado, Andricaín, quien lo fue solo de manera formal porque nunca pudimos hablar en privado. Yo continuaba haciendo el papel de luchadora resignada, serena, así que hablé con ellos. Les respondí que estaba bien. El abogado me llevó un libro y todo transcurrió como si fuera una visita cualquiera, que concluí lo más rápido que pude.

Posterior a este incidente pregunté a la directora si estaba obligada a recibir visitas de mis enemigos. Me dijo que no, y aseguró que si yo no estaba de acuerdo, no las autorizaría más. Y así fue. Incluso, cuando no me llevaban de regreso al penal el mismo día en que me trasladaban a Matanzas para los juicios —porque tenía seis causas—, ella pasaba un telegrama reclamando por qué no me habían regresado. O sea: aquella señora cuidaba mis espaldas y no estaba dispuesta a consentir abusos contra mí. Yo era su responsabilidad.

El 10 de octubre de 1958, las presas políticas organizamos un sencillo acto a fin de conmemorar la fecha e invitamos a la directora, que asistió muy interesada y hasta pronunció algunas palabras alusivas a la celebración. Ese día nos dijo que no permitiéramos que nuestra lucha se perdiera, como la de ellos contra el machadato.

En otra ocasión, cuando nos citó para informarnos que seríamos trasladadas de pabellón para que tuviéramos más privacidad —ya que estaríamos solas en un ala del pabellón B—, le pregunté, como en broma, qué harían si un día los rebeldes se aparecían allí. Ella respondió que la guarnición tenía orden de rendirse, porque bajo su mando no se derramaría sangre.

Desde luego que mi pregunta no era solo en broma. Ya estaba trabajando en un  plan para el asalto al penal. Siempre cabían dudas ante aquella respuesta, pero la tuve en cuenta porque me pareció sincera, mas quedaba siempre la incertidumbre de cómo reaccionaría la guarnición al producirse un asalto de fuerzas revolucionarias.

A través de mi madre logré enviar un mensaje al coordinador de la provincia donde le explicaba el plan para asaltar el penal. Ella mantuvo contacto con quien dirigiría la operación de acuerdo a mi propuesta, que fue Luis Martínez Bello. Este era uno de los más valientes y buscados capitanes de acción y sabotaje de La Habana, y fue con mi madre al penal para apreciar personalmente las condiciones en que se realizaría la riesgosa acción.

El plan comenzaba con la introducción de una pistola y un revólver al penal, para lo cual propuse a la combatiente matancera Leonor Arestuche, del Movimiento 26 de Julio, que cumplió su misión sin dificultad. Acostumbrados a mis visitas, los policías la dejaron pasar sin objeciones. Yo estaba  segura de que no habría problemas. Había tenido muchas visitas: mi madre, mi tío, Ricardo, Luis, Verena, Bertica Pino, Teté González. Ninguno fue registrado. Ni siquiera les pedían identificarse. Eran mis amigos y se les otorgaba el derecho a verme y conversar a solas conmigo.

En definitiva, la guarnición sabía muy bien que nosotros éramos víctimas de una sangrienta dictadura, que estábamos allí por luchar contra ella, y en el momento de la acción se mostraron como simpatizantes nuestros, al extremo de que el único que se resistió durante el asalto fue el teniente jefe de la guarnición, pero se le redujo con cuatro piñazos, nada de torturas ni cosa por el estilo.

El asalto al penal tuvo lugar el 22 de noviembre de 1958. Salí de allí en el carro de Luis, llevando con nosotros todas las armas del penal. Fue librada la orden de dispararme como prófuga si me encontraban. Nunca lo hicieron. Faltaba poco más de un mes para la derrota de la dictadura.

Estas son mis experiencias personales sobre las prisiones bajo aquel brutal gobierno. Otros compañeros me contaron las suyas y eran semejantes. Ningún abuso con los presos, ninguna arbitrariedad contra sus familiares.

Para los cubanos no hay duda alguna de que en nuestro país actualmente hay más de mil presos políticos, la mayoría condenados a largas penas por motivo de manifestarse el 11 de julio de 2021 y en posteriores hechos. Muchas son mujeres jóvenes, algunas que tienen hijos pequeños; y se sabe que ese es un tristísimo drama que nunca esos niños olvidarán ni perdonarán.

Son numerosas las declaraciones públicas de familiares de presos políticos —con fotos, datos, nombres y apellidos— que denuncian maltratos físicos y sicológicos, negación de atención médica y de visitas. Y para colmo, muchos familiares denuncian que las autoridades los hostigan con frecuencia, los amenazan y hacen chantajes valiéndose de la incapacidad de los presos y suya para defenderse de tales agresiones.

En el Capítulo II, «Derechos», de la Constitución de la República de Cuba aprobada en 2019, el artículo 60 menciona la «Política penitenciaria Del Estado para la reinserción en la sociedad de las personas que fueron privadas de libertad», pero no se sabe en qué consiste dicha política y qué condiciones determina sobre los presos políticos.

Ya que existen tantas denuncias muy bien documentadas sobre maltratos físicos y sicológicos a presos políticos y sus familiares y allegados, es imprescindible que el Estado haga pública la política penitenciaria mencionada en la Constitución con el fin de que los agredidos puedan basarse en ella para establecer legalmente sus denuncias, y no tener que realizarlas únicamente en la prensa alternativa, lo cual, hasta el momento, no ha logrado solucionar estos gravísimos problemas.

Tal vez ahora, en medio de la espantosa crisis que vivimos, una lectura inteligente y sosegada de la política carcelaria abra el camino para la amnistía política general que necesita y está pidiendo este sufrido y angustiado pueblo. Como combatiente que fui contra la dictadura de Fulgencio Batista, apoyo la solicitud de amnistía para todos los compatriotas que cumplen prisión política en condiciones inhumanas, mucho peores que las que le correspondió sufrir en el pasado a mi generación.