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Totalitarismo, institucionalidad e intelectuales en Cuba: un análisis en sus contextos actuales

Mucha gente sabe ya que el sistema sociopolítico cubano no es socialismo ni comunismo, sino totalitarismo, caracterizado por:

- la existencia de un líder carismático, egótico, manipulador, con imagen mesiánica;

- una ideología oficial que justifica el control estatal y proporciona un marco moral para las acciones del gobierno;

- la perpetuidad de un partido único con intervención total sobre la institucionalidad y los individuos;

- el monopolio de la propaganda y la manipulación de la información, con el fin de moldear las mentalidades y promover la ideología oficial en medios de comunicación estatales;

- la represión para sofocar todas las posibles formas de oposición política;

- el control absoluto de la economía, las finanzas y los medios de producción a través de una planificación centralizada, vertical y burocrática;

- la movilización de masas;

- el control de la vida privada;

- el culto a la personalidad;

- y  la militarización.

Esta forma de ingeniería social se ejerce desde los organismos del estado, monopolizados por el partido único. En este tipo de sociedad, la vida, la libertad y la propiedad de los individuos son menos valiosas que los objetivos del estado. De ahí que las prácticas represivas se realicen en nombre de la «justicia» o de la «soberanía» invocadas por el discurso oficial, en las que se identifican, en una lógica bipolar rígida e inequívoca, los conceptos de patria y revolución, patriotismo y adhesión al gobierno, libertad colectiva con libertad individual, defensa de la nación con entrega y altruísmo.

El poder, de esa manera, produce una verdad ideal, construida sobre la base de la ideología oficial; y luego esta se implica, ramifica y extiende como adoctrinamiento a través de la institucionalidad. En fin, atraviesa toda la red social en que se generan conocimientos, actitudes o modelos mentales.  

Para desplegar esa verdad ideal, la institucionalidad actúa con fuerza discursiva excluyente a través de disposiciones, reglamentos, discursos o políticas. Se conciben las libertades como insumo de control y no de emancipación de los individuos, y al estar, como diría Foucault: «por encima de la condición individual, se extiende una esfera de control invisible y explícita que ahoga y cercena».   

Dentro de la institucionalidad cubana, un ejemplo es el origen y función de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), fundada en 1961, que surge luego de varios capítulos de censura y como resultado del interés político por agrupar en un aparato institucional como el que hemos descrito, a todos los artistas cubanos con capital simbólico. A partir de ese momento se instaura la principal política cultural a seguir por medio del discurso excluyente que lleva implícita la frase de Fidel Castro: «dentro de la Revolución todo; contra la Revolución ningún derecho».

Desde entonces, su fuerza discursiva excluyente y discriminatoria —pues deja fuera lo que se determine como «no revolucionario»—, convirtió en ley el control del arte y el pensamiento, y dejó claro todo lo que vendría después: caso Padilla, expulsiones, silenciamientos, ostracismo intelectual, censuras, muerte simbólica del artista, Unidades militares de ayuda a la producción (UMAP), destierros…

La institución cultural deviene arma simbólica de vida o muerte según los dictados del poder: vida mientras no disientan de la ideología oficial o cuestionen el régimen imperante; muerte, cuando intenten objetar lo que ellos califican como «nuestra soberanía».

Vida

Al principio la entrada a la Uneac era por recomendación; luego, con la llegada de los estatutos y reglamentos, se dictaron políticas más específicas, en las que mientras mayor sea el capital cultural o currículo de un artista, más «de vanguardia» será. El concepto «artista de vanguardia», funciona como un reconocimiento al currículo; ensalza el ego simbólico y entusiasta de cada artista o escritor, e implica mayor remuneración y mejor participación en actividades de socialización (eventos, publicaciones, presentaciones en ferias, espacios teóricos, lecturas, exposiciones), que contribuyen a la vida cultural del artista, necesaria aquí, allá y acullá, porque el artista moderno no se destaca precisamente por la torre de marfil, sino por proyectar su cuerpo bio/sico/político en disímiles contextos. A ello se une que viajar al exterior a través de la vía institucional, ya sea con pasaporte oficial o regular, es más rápido, barato y productivo que hacerlo por gestiones personales.

A cambio de estos «beneficios», existe un contrato no verbal implícito por medio del cual el artista debe «concentrarse» en su arte y convertirse en un sujeto apolítico. A su lado están los medios de comunicación oficial y el adoctrinamiento institucional dictándole narrativas: «no hay que politizarlo todo», «tienes las libertades posibles porque puedes crear lo que quieras», «la Revolución te lo ha dado todo». Se produce entonces una tergiversación de los discursos ético y moral —como puede apreciarse en el artículo «Los valientes y los cobardes», publicado recientemente en Granma—, posible gracias al ejercicio del poder-total con todos los medios oficiales a su disposición, que transforma prácticas no éticas en éticas, simplemente en aras de legitimarlas.

En función de lo mismo, intelectuales al servicio del poder manipulan sin escrúpulos la moral colectiva, a través de una lógica bipolar totalitaria de «valientes vs cobardes», «los que aman y construyen vs los que odian y destruyen», que se nutre de términos provenientes del bagaje cultural y los reelabora a conveniencia (como el término facismo, por ejemplo).

Dos tipos de violencia sufre el sujeto cultural en estas circunstancias: la simbólica, ejercida por la exclusión que denota el lenguaje, y la sistémica, enraizada en el funcionamiento de la economía, la sociedad, la cultura y la política. Quienes intenten zafarse de ellas, sufrirán un irreversible proceso de persecución conducente a su muerte moral y simbólica a manos del protagonista en esta trama, la principal arma de combate del totalitarismo: la policía secreta.

La policía secreta —nombrada en Cuba Órganos de la Seguridad del Estado y ya no tan secreta desde la entrada de Internet—, es una institución ramificada por toda la sociedad, desde sus cimientos hasta sus partes más visibles. Es la única con real autoridad para determinar la vida de cada quien y su normalización mediante disímiles dispositivos de control y vigilancia, sea en sujetos o en narrativas. Su propósito es el mismo del régimen totalitario que le da origen: «destruir los derechos civiles de toda la población […] La destrucción de los derechos del hombre, la muerte de su personalidad jurídica, es un prerrequisito para dominarle enteramente».

En este punto la vida comienza a mezclarse con el terror, más que con el miedo. El terror ha dejado de ser un simple medio para reprimir la oposición, ahora se torna independiente de toda oposición pues domina de forma suprema cuando ya nadie se alza en su camino. Según Arendt, es la esencia de la dominación totalitaria (p. 372).

Muerte

La muerte simbólica del artista en regímenes totalitarios como el cubano comienza con el acoso individual (a este, su familia, amigos o conocidos) y el acoso colectivo en las instituciones que frecuenta. Se trata de un ejercicio arbitrario de poder en la persona de un oficial de la policía secreta con toda la autoridad —y así lo hacen saber— para citar, amenazar, chantajear, coaccionar, enjuiciar legalmente, burlarse de la Constitución y de todas las leyes suscritas, porque sencillamente, como presumen: «representan un órgano de represión».  

Esta es la primera fase. Antes de llegar a ella ya han desplegado incontables formas de vigilancia, entre las que sobresale la digital, posible a través del control, inspección, uso y análisis de datos, la corrección del comportamiento y de las mentalidades a través de perfiles falsos, el rastreo y el jaqueo de cuentas y perfiles.

Todo el mundo sabe que en Cuba la conexión a Internet es posible gracias a los servidores de ETECSA, compañía estatal única en su campo que supervisa la vida digital de los internautas, sea por conexión de datos, WIFI o redes institucionales. Esto posibilita a la Seguridad del Estado husmear en las redes sociales de cada persona de interés, ubicar sus agentes en grupos, estudiar las reacciones de los internautas, o sea, todo un mapeo de nuestros perfiles para generar un sistema de predictibilidad conductual relacionado con la privacidad de quien les interese. Se produce una «economía psíquica de los algoritmos» basada en la captura, análisis y uso de la información psíquica y emocional contenida en los datos extraídos principalmente en redes sociales y sitios.

Para eso tienen un ejército de informáticos en toda la Isla, que tributan a la Organización de Seguridad de Redes Informáticas (OSRI), universidades y centros de analistas de información. En palabras del filósofo surcoreano Byung-Chul Han: «La era de la biopolítica ha terminado. Nos dirigimos, hoy, a la era de la psicopolítica digital […] El Big Data anuncia el fin de la persona y de la voluntad libre».

En esta primera fase pueden lograr, como resultado del acoso o el chantaje, el silencio de la víctima, su ausencia de participación política («no me interesa la política, yo soy solo un artista»); o en su versión opuesta: el enmascaramiento o el reforzamiento de la actitud de crítica o disensión.

La segunda fase consiste en el ejercicio violento del poder de la institucionalidad sobre el artista por medio de expulsiones, hostigamiento, ostracismo, censura, olvido o borramiento de su obra o capital cultural, su muerte jurídica, moral, el exilio involuntario o el destierro. Siempre bajo el manto protector de las instancias superiores y los órganos represivos.

La tercera fase es el borramiento identitario del artista en la historia cultural o su muerte simbólica. Esta comienza justo con la muerte natural del artista; se desdibujan sus reales aportes a la historia nacional, su pensamiento y obras; o se le borra del canon cultural. Es como si nunca hubiera existido, aun cuando posteriormente, y a conveniencia del poder, se recuperen fragmentos de su memoria para insertarlos, conveniente o manipuladoramente, en las narrativas oficialistas del momento.

Los procesos descritos aquí, con más o menos detalles, los conocen casi todos los artistas. Por lo general producen, más que miedo, terror. Un terror que se tamiza con los contextos e historias personales de cada cual, con el carácter, la madurez, los grupos en que se desarrolla, las ideologías adquiridas, las mentalidades y su red de relaciones al uso. Esto hace que los procesos de vida y muerte simbólica no ocurran de la misma forma en todos los artistas; lo que también conoce el órgano represor y eso le permite adiestrar a la institucionalidad en cuanto al tratamiento o intensidad de estos procesos en cada quien. Para ellos, el carácter es una amenaza, y la individualidad, o sea, todo lo que distingue a una persona de otra, les resulta intolerable.  

Y precisamente la fuerza en el carácter, la individualidad, además del sentido del humor, los saberes, la honestidad, la coherencia y otros valores relacionados como la justicia, la empatía por el oprimido y la persistencia; son los principales antídotos que un artista puede emplear para luchar en y contra la opresión totalitaria. Pregúntenle a los espíritus de Reinaldo Arenas y de tantos; pregúntenle a Alina Bárbara, a Jorge Fernández y a todos los que, de una u otra forma, decidieron no hacerle el juego al poder y sobreponerse al terror.

La principal ventaja que tenemos es que el esquema de ellos nunca cambia: es perverso pero predecible, oscuro pero nítido; como el manto de Sauron, cuya derrota definitiva será el poder que logre nuestra unión. Solo así podremos borrar, al decir de Arendt, la experiencia totalitaria «de no pertenecer en absoluto al mundo, que figura entre las experiencias más radicales y desesperadas del hombre» (p. 576).

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Imagen principal: El intelectual al servicio del poder / Salida de Emergencias.