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«Caen a la larga por la verdad que les faltó»: censores y censura

La censura no es un fenómeno nuevo ni una práctica represiva únicamente asociada con determinado sistema político. Es un acto de contención de la expresión o la información debido a motivos de distinta índole, que pueden ser personales o colectivos, tendientes a proteger cierta concepción o postura.

Tal silenciamiento es fruto básicamente de un principio pragmático, por lo general de fondo moral, político, cultural o religioso, que intenta preservar el carácter de una estructura establecida. Se trata de la conveniencia o no de que se propague alguna información, modo de pensar o actuar que se considere pueda contravenir un estado social concebido como pertinente para el sistema de poder en cuestión.

Es necesario aclarar que no solo se reprueba la divulgación de una idea o juicio, sino también formas de acercarse a la realidad y exponerla. De aquí que la censura opere no únicamente sobre la opinión pública, sino sobre todas las formas de manifestación intelectual y vital, desde las distintas artes, pasando por hábitos y maneras de vida, hasta el comportamiento de las personas.

La censura puede provenir de una autocontención del individuo o, mayormente y de modo más agresivo, de una fuerza exterior que valora como impropia alguna manifestación que debilite u objete sus intereses. Recordemos que el origen del término se remonta a la existencia de censores en Roma, que se ocupaban de evitar actos que molestaran o insultaran las costumbres públicas. Por tanto, la censura siempre se dirigió a lo que pudiera alterar determinados comportamientos. Las palabras o acciones que no ejercen influencia en el comportamiento de las personas no tienen por qué ser censuradas.

En esencia, toda censura es un acto de silenciamiento o subterfugio de determinados contenidos intelectuales o experienciales cuya exposición se presuponga —desde alguna estructura rectora—, ocasione consecuencias nefastas para una persona o colectivo, debido a intereses que resultarían de algún modo perjudicados por la circulación de esas ideas, datos o actitudes.

Si bien es cierto que existen formas de censura más moderadas que otras, es fundamental apuntar que el silencio o encubrimiento de juicios es siempre pernicioso, pues constriñe la comunicación auténtica y espontánea de individuos y grupos humanos y atenta contra la revelación de la verdad. Lo peor es que esta reprensión de la verdad, o parte de ella, genera el temor a su expresión y consiguientemente engendra incertidumbre, doblez y resignación; cualidades que laceran el estado cívico de una sociedad.

Considero que el primer acto de censura parte de uno mismo. Es algo que denominamos, aunque con extendidas connotaciones: autocensura. Se trata de situaciones donde el propio emisor decide, por algún tipo de escrúpulo o intención particular, no expresar lo que piensa. En tal caso, la persona prefiere callar o proferir una mentira piadosa. También se puede ocultar lo que se piensa por temor, cuando hay una fuerza exterior que reprime la posibilidad de exponer algo por interés de mantener intacto ese poder. Por último, y no menos verificable, es acallar el pensamiento propio y asumir oportunamente el del otro para conseguir determinado fin. La autocensura resulta por lo general nociva, pues no obedece a una convicción interior sino a una imposición exterior que nos enmudece y paraliza.

A la larga, toda censura se origina en un constreñimiento externo que somete nuestro deseo de participación. Lógicamente, el auto-silenciamiento regido por el miedo o el cálculo resulta destructivo para el individuo, pues lo sume en la zozobra y la esterilidad. Además, al callar o dejar de hacer lo que en realidad nuestra subjetividad nos inspira, perdemos la oportunidad de poner a prueba nuestra facultad mental y anquilosamos nuestro pensamiento al no activarlo en la dinámica de la creatividad general.

No me refiero en estas líneas a la censura como juicio experto sobre alguna obra o publicación, que de este modo sería educativa al ayudar a mejorar su forma y eficacia comunicativa. Prefiero nombrar ese acto como crítica, concebida martianamente en tanto ejercicio del criterio. Vista así, la reprobación no es definitiva, pues no se rechaza la obra sino el modo en que se ha concebido, por tanto se propicia una nueva oportunidad para repensarla y rehacerla. Ello depende en mucho de la facultad intelectual y la condición moral del crítico, así como de la recepción analítica del creador, y resulta una forma de discernimiento positivo, informado y formativo. Por tanto no es perjudicial, pues está movida por una intención de mejoramiento de lo creado. Cuando se hace desde el saber y con el objetivo de ayudar a la eficacia expresiva de una obra, dicha crítica puede devenir incentivo de motivación y superación para el creador.

La censura solo se excusa como juicio crítico en circunstancias de tipo ético y estético, si se realiza responsable y atinadamente. En el primer caso opino que es censurable cualquier obra o acto lesivo a la integridad, sensibilidad y derechos de un ser humano, sin distingos de raza, credo o sexo. Pongo por ejemplo textos o espectáculos que se regodeen en el abuso de niños (como la pornografía infantil), mujeres, animales, o que incurran en ofensas o instigación contra determinados grupos étnicos o minoritarios, atacando infundadamente sus prácticas culturales o vitales.

En sentido estético, me refiero a la posibilidad de rechazar la publicación o exhibición de obras que no cuenten con una calidad estética mínima. Tal denegación estaría justificada en la salvaguarda tanto de las facultades creativas del propio autor, al no acceder a la autentificación de una obra que no lo merece, como en la consolidación de la educación estética del público, al no timarlo con una creación que no reúne las cualidades básicas.

Aquí la censura opera como procedimiento técnico para el perfeccionamiento expresivo de una actividad intelectual o artística, por tanto, debe ser ejecutado únicamente por expertos en la materia que se trate, cuyo criterio fundamentado ayude al creador a perfeccionar el material que pretende hacer público.  

No obstante, por lo general se habla de censura para referirse a la restricción forzosa de la expresión pública por un órgano de poder. Es entonces cuando la censura se convierte en un ejercicio previsto, sistemático y orgánico de cierto sistema político-social cuyo propósito es proteger y defender determinadas posturas y prácticas con el fin de evitar cualquier tipo de oposición, reforma o transformación del mismo. Esta reprobación deviene acción arbitraria, contraria a la naturaleza de la inteligencia humana y perniciosa para la evolución del pensamiento.

En nuestro país hemos enfrentado continuos y diversos modos de censura a lo largo de los años. Unas veces validados en la necesidad de formar al «hombre nuevo», depurado de las «lacras asociadas con el sistema capitalista». En otras ocasiones, la mayoría de las veces, con el objeto de defender los «principios de la Revolución». Como parte de esta batalla, también se ha esgrimido la razón de «no brindar armas al enemigo». Fue con estos pretextos que nos prohibieron llevar el pelo largo, la ropa estrecha, escuchar rock, leer libros de autores «contestatarios» o «renegados», ver cine que plasmara la vida en la sociedad capitalista, profesar creencias religiosas, mantener correspondencia con familiares o amigos emigrados, e incluso el empleo de determinados vocablos, como la palabra «señor».

Hay ejemplos renombrados como el «Caso Padilla», a raíz de la publicación del poemario Fuera de juego, que se consideró subversivo; o la salida del libro de poemas Lenguaje de mudos, de Delfín Prats, que por similares razones se redujo a pulpa. Todo un período estuvo signado por esta práctica y tildado como «Quinquenio Gris». Pero no fue solo un lustro. tenido.

Los ejemplos demostrativos de que dicha práctica se mantiene son demasiados. Uno de los más recientes ocurrió con la novela Herejes, de Leonardo Padura, publicada pero no vendida, sino distribuida furtivamente entre personas «confiables». Ha pasado asimismo con la música, la plástica, el cine —recordemos P.M., Alicia en el país de maravillas o Guantanamera— por mencionar algunos casos y, más cercano en tiempo, el documental Fito en la Habana, de Juan Pin, que movió a un amplio rechazo y a la constitución de la Asamblea de Cineastas Cubanos, alto ejemplo de ejercicio intelectual y solidario en contra de la censura deliberada. Menciono apenas algunos casos ilustrativos, pero existe un abultado catálogo de torpezas, incriminaciones y exclusiones disfuncionales que han generado un clima hostil y estéril para la cultura y las relaciones sociales en Cuba.  

En tal sentido, uno de los aspectos más impugnados ha sido la crítica a ideas o actitudes consideradas contrarias al sistema establecido. Tal vez porque se determinó que se había forjado una sociedad homogénea y se asumió que todos éramos «revolucionarios» o «marxistas-leninistas», se entendió que no podía existir contradicción entre lo que el pensamiento oficial divulgaba y la manera en que los sujetos veían las cosas. Fue así que cuando las personas sostuvieron criterios propios, distintos a los oficiales, se las catalogó de modo peyorativo como «problemáticas» e «hipercríticas».

La unanimidad ha sido un fenómeno enraizado en nuestras diversas y masivas asambleas y, aunque algunos dirigentes se han referido a lo conveniente de desterrar esa actitud, en la práctica continúa siendo ostensible. Es elemental que en un colectivo humano, más cuando se trata de millones de individuos, no todos pueden valorar los asuntos del mismo modo. De manera que, en el devenir real del país, con la aparición de múltiples problemas y contradicciones que generan frustración y descontento, de modo sutil o abierto el ejercicio de la crítica ha ido escalando. Ello ha sido más notorio desde la aparición de las redes sociales, que ponen en manos de cualquier persona un poderoso medio para la difusión de opiniones.

La censura oficial, al rechazar todo criterio que contradiga la perspectiva establecida desde los órganos de gobierno, es sumamente perniciosa. El pensamiento crítico es imperativo para que los sujetos se conciban participantes activos del proceso de construcción de una sociedad. Permite que circulen las más diversas ideas sobre asuntos que competen a la evolución de un país. La franca y abierta exposición de criterios posibilita asimismo que se prevengan y solucionen males, como la inadecuada concepción de programas socio-económicos, la ineficacia en la dirección de la actividad económico-social y política o el florecimiento canceroso de la corrupción. Además, el ejercicio del diálogo y el debate de disímiles ideas posibilita que prosperen las más atinadas y provechosas. Solo así evoluciona la capacidad ética e intelectual de una nación.

La censura nunca debe atentar contra la libertad de expresión, sino contra la expresión falsa, ofensiva o incitante al crimen. Jamás debe emplearse para acallar verdades o juicios que intentan criticar de manera veraz, sensata y justa asuntos políticos, económicos o sociales que inciden negativamente en la existencia de un conglomerado humano. Esto, además de una violación de los derechos de libre expresión de las personas, es evidencia del ejercicio de abuso de poder para coartar la circulación honesta de las ideas.

Ese tipo de censura no solo es inhumana, sino que es retrograda pues frena el lógico desarrollo del pensamiento. La reprobación forzosa a otros modos de pensar no transforma la realidad, por el contrario, sostiene una apreciación equivoca de la misma. No criticar lo que está mal jamás elimina el problema, lo oculta y, por tanto, elude o posterga su solución. Además, un ambiente así se convierte en terreno fértil para el secretismo, el resentimiento, la confusión informativa, la ignorancia, la doble moral —pienso una cosa pero digo lo conveniente—, el temor a opinar, así como la desconfianza, pues se llega al punto de creer que todo cuanto sale a la luz está desvirtuado por la censura.

Aun así, hay algo que no perciben los censores pero han resaltado diversos estudiosos: nada resulta más atractivo que lo censurado. Como afirma Irene Vallejo: «Si se ordena retirar una obra de arte, todo el mundo empieza a hablar de ella… Si una denuncia provoca la decisión judicial de secuestrar un libro, la gente se lanza a comprarlo». Y, para colmo, el infalible juez del tiempo pasa factura a los censores arrojándolos al olvido y el menosprecio, pues como escribió el historiador latino Tácito: «Son necios quienes creen que con su poder del momento pueden incluso extinguir el recuerdo de la posteridad. Al contrario, la estimación de los talentos castigados crece, y aquellos que emplean la severidad no consiguen otra cosa que su propio deshonor y la gloria de quienes castigaron».

Solo la espontánea circulación de ideas, su debate desembozado, su reelaboración dialéctica así como su más amplia y franca difusión, propician un clima intelectual fructífero en una sociedad; además de formar ciudadanos creativos, críticos y participativos. Toda censura que no mejore la sensibilidad y ética de los interlocutores conduce a la miseria espiritual y a la servidumbre dogmática. Tengamos presente a José Martí: «(…) el que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad, cae a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella (…)».