Los aliados de los sepultureros

El populismo es portador de dos fenómenos. Por un lado, despliega una crítica legítima sobre deudas y promesas incumplidas de las democracias liberales. El auge populista se relaciona en gran medida con el deterioro de las condiciones de vida de los sectores populares. Resulta obvio que la democracia puede erosionarse, e incluso degradarse, sin presencia del fenómeno populista. La oligarquización de la democracia —a través del predominio de actores, ideas y prácticas ligados a una visión neoliberal de la economía y la política—, es una forma. Con semejante trasfondo, los líderes populistas prometen mejorar las cosas para la mayoría de la gente. Aunque luego, como ha mostrado la experiencia latinoamericana, ello no siempre ocurra.

Por el otro, pese a su retórica de «empoderamiento popular», los liderazgos y movimientos populistas tienen a acaparar el poder más allá del mandato otorgado originalmente por un segmento del electorado en las urnas. Esa perpetuación depende de la capacidad para alterar, en su beneficio, las reglas e instituciones del juego político democrático que les condujeron al poder.  Críticos de una polarización social heredada —a partir de las dinámicas y percepciones de desigualdad y exclusión— los populistas inducen a una polarización ideológica.  

Una vez en el poder, los gobiernos populistas inician una batalla por la captura, en beneficio propio, de todo el poder. Cuando lo consiguen, las sociedades tienen que luchar ferozmente para recuperar, no ya el espacio de los viejos partidos de oposición, sino la misma agencia ciudadana.

Suponer que el populismo será un correctivo democrático a los males de la oligarquización es un error. Simplemente, porque los liderazgos populistas tienen que sustituir a los viejos grupos de poder y privilegios por otros. En segundo lugar, porque en materia de política pública, la propensión a la improvisación gubernamental, al desorden administrativo, el desprecio al saber experto y la no rendición de cuentas característicos de buena parte de (aunque no de todos) los populismos; pueden generar, a la postre, peores resultados, incluso en aquellas materias —como la política social— con frecuencia invocada por la narrativa justiciera del discurso populista.

Por último, al concebir la participación como aclamación o movilización de simpatizantes, al capturar las instituciones y desarrollar su retórica de «traidores a la Patria», el populismo gobernante no confronta solo a la ideología liberal; también al contenido republicano (cívico, participativo) de la democracia, la organización autónoma de los sectores de las clases media y populares y las visiones no caudillistas del progresismo. No importa qué ilusiones o desencantos invoquemos para explicar nuestra actitud ante el fenómeno: hay que persistir en nuevos modos de democratizar la democracia sin acudir al atajo populista.

El segmento mayoritario de origen popular (por clase, etnia, etc.) del pueblo populista suele tener reclamos legítimos contra un viejo orden oligarquizado. Resienten elitismos, racismos y abandonos reales, que alimentan su enojo y polarización. Las mentalidades políticas pesan más aquí que las ideologías abstractas. Pero el populismo de los intelectuales y clases medias es especialmente reprobable. Basando mayormente su adhesión en ideologías redentoras o en prebendas del aparato —en una mezcla de ambas— las academias,  mundo del arte y burocracias públicas, aparecen sobrepobladas por el Homo Populistens. Al cooperar con sus palabras o silencios en el asalto de las condiciones (materiales, legales, epistémicas) de la democracia imperfecta que les trajo aquí, el clasemediero populista termina siendo una secta caníbal. En especial su segmento «ilustrado».

Comprender la causa objetiva de un error no implica avalarlo. Es plausible comprender (sin avalar) la esperanza popular en el populismo temprano. Pero el populismo (proto)autoritario siempre sustituye una casta por otra, una dominación por otra. Si bien irrumpe presentándose como defensor del pueblo llano, desde el inicio mismo secuestra la pluralidad y autonomía de aquel, con la misma pasión que persigue a sus oponentes. Así, cuando el populismo completa su mutación autoritaria (de movimiento a régimen) el pueblo populista acaba lamentando su antigua elección. El nuevo despotismo, habiendo prometido la verdadera democracia, resulta a la postre peor que la vieja oligarquía.

El actual fervor de las masas opositoras en Venezuela remite —decepción mediante— al antiguo fervor y desencanto chavista. No se explican el uno sin el otro. Así que los que eligieron el falso atajo populista tienen una responsabilidad que les trasciende. Tarde o temprano, esa adhesión no solo pasa cuenta a quienes adversan —por idea o experiencia— al populismo, sino a sus mismos simpatizantes.

En días de una elección trascendental para la democracia y la sociedad mexicanas, recordemos a Milán Kundera, cuando —en «La inmortalidad»— alertó sobre el rol y destino de la intelligentsia encandilada con la redención totalitaria. Al denominarlos «aliados de sus sepultureros», el escritor fue especialmente gráfico: «No hay nada que exija un esfuerzo mayor del pensamiento que una argumentación que justifica el dominio del no pensamiento. Tuve la oportunidad de experimentarlo y verlo después de la guerra, cuando los intelectuales y los artistas ingresaban como borregos en el partido comunista, que luego con satisfacción los liquidó sistemáticamente». Adelante, qxridxs colegxs, la Matria nos llama…a por los azadones.

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Este texto fue publicado originalmente en Letras Libres (México).

Armando Chaguaceda Noriega

Politólogo e Historiador. Estudia los procesos de democratización en Latinoamérica y Rusia.

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