Brevísimo tratado sobre la intolerancia en Cuba (post 1959)
La intolerancia es un grave problema cívico, que dificulta el ejercicio consciente de una ciudadanía prodemocrática. La sobresimplificación maniquea de las posibles posiciones políticas, así como el sobreseimiento del derecho ajeno a la opinión diferente, contraria incluso, no permite la construcción conjunta de una sociedad inclusiva. Cuán intolerante es un discurso, una persona, una praxis, debería ser señal suficiente para determinar su carácter respecto a la democracia. Sin embargo, en la Cuba post 1959 la intolerancia fue cultivada con todo cuidado.
Es una vieja táctica utilizar la posición de plaza sitiada para radicalizar las prácticas políticas y dividir los bandos entre «nosotros» y «los otros». Esta dicotomización generalmente no es ingenua y su fin, como apunta Hanna Arendt, muchas veces es la anulación de la otredad e, incluso, su exterminio. En las últimas seis décadas de la Isla hemos tenido muchos ejemplos de cómo se ha llevado a cabo esta práctica, al punto de que la hemos normalizado.
Una de nuestras labores, como investigadores y analistas sociales, debería ser desmontar estos mecanismos para desnaturalizarlos y someterlos a discusión pública. Debemos recuperar nuestra historia reciente de la viscosa apologética superideologizada dentro de la cual nos la quieren enseñar, para ver de frente nuestro pasado, replantear nuestro presente y poder soñar otros futuros.
Este texto, en consonancia con las ideas ya expuestas, se propone dos objetivos fundamentales: en primer lugar, exponer de forma somera cómo la intolerancia se expresó en Cuba luego de 1959, al punto de convertirse en un mecanismo micropolítico de inmovilización ciudadana; en segundo lugar, explicar cómo la asunción de una perspectiva de derechos humanos podría ser un antídoto para esta actitud.
Podríamos pensar que la primera exposición pública de esta intolerancia está en 1961, en la manida frase de Palabras a los intelectuales: «Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada». El problema básico aquí es: ¿qué era la Revolución? ¿Un proyecto, un líder, una sumisión? ¿Cuáles eran los límites de esta Revolución? ¿Qué significaba estar contra ella? ¿Realmente un filme como PM, que generó esta polémica estaba fuera de lo que podía ser el proyecto revolucionario? Estas palabras parecen desmedidas si se consideran en el marco de las discusiones estéticas y de las luchas de poder en el campo artístico, pero se entienden con más claridad si se observan a la luz de proyectos posteriores, como las infames Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP).
No podemos opacar la tremenda mancha en nuestra historia que significaron las UMAP. Bastaría con preguntarnos qué habría dicho José Martí sobre ellas. Ser religioso, homosexual, tener otros planes de vida u otros conceptos, querer emigrar, se convirtieron en delitos punibles con el trabajo forzado. La «Revolución» ya no solo era un proyecto político para los menos favorecidos, había empezado a fagocitarlo todo, incluso a la idea de Patria: ya no bastaba ser cubano, había que estar dentro de esa Revolución, y los límites para ser considerado dentro o fuera siempre se mantuvieron astutamente ambiguos.
Esta actitud se ha repetido durante muchos años: aquellos que no fueron considerados revolucionarios automáticamente perdían parte de sus derechos ciudadanos, pero también se intentaba descubanizarlos, aún más, deshumanizarlos. Estaban «vendidos al enemigo» y eran «gusanos». Nunca hay ingenuidad semántica, y en este caso, menos aún.
Así, la parametrización en las universidades hizo que el derecho a la educación se supeditara a ciertas condiciones: ser «revolucionario». La propia enseñanza escolar tuvo un fortísimo sesgo: se nos enseñó a leer con frases que hablaban de enemigos, de fusiles, de alabanzas a los líderes y a los mártires, mientras que el «marxismo» soviético de manual reforzaba la idea de un maniqueísmo militante.
Incluso, al hablar de historia de la filosofía se reducía a describir a los materialistas buenos y a los idealistas malos, o en todo caso «limitados». En este punto hago un paréntesis para explicar que, debido a tiempo y espacio, también simplifico. Obvio, hubo textos, maestros y profesores que tuvieron un carácter más libre, más martiano. Estoy tratando las líneas institucionales más generales.
Por su parte, los actos de repudio fueron la quintaesencia del cultivo de esta intolerancia, y tengamos en cuenta que es una práctica que ha continuado hasta nuestros días de maneras más claras o sutiles. Este ejercicio de odio hacia la diferencia también tenía al miedo como móvil. Como diría Goffman, se ataca al estigmatizado para no contagiarse con el estigma, para no ser considerado posible cómplice. Este punto es interesante porque muestra cómo la intolerancia no solo se expresa hacia el otro, sino hacia uno mismo, se internaliza y se convierte en un mecanismo de autocontrol: no puedo tolerar otras tendencias en mí que las que están socialmente permitidas para no ser castigado.
Desde la Política aristotélica ha quedado claro que cada sistema político crea un tipo psicológico. Los cubanos deberíamos discutir cuál ha sido el efecto de estas últimas décadas sobre nuestra idiosincrasia nacional, pero también individual. Es notable que muy a menudo los cubanos, tanto dentro como fuera de la Isla, nos caracterizamos por posiciones radicales, por hacer críticas acerbas a cualquiera que no se pliegue a nuestra forma de pensar y por hablar en términos absolutos.
Podríamos decir que hemos metabolizado el discurso autoritario al punto de reproducirlo acríticamente. Es muy notable también la tendencia de muchos compatriotas que al irse a vivir a otros países se convierten en militantes de la derecha, a veces extrema, de forma casi automática, sin un ejercicio de reflexión previo: pasan de un extremo a otro del diapasón, pero siempre alejados del respeto a la diversidad.
El ejercicio ciudadano no solo es votar y hablar a favor o en contra de… Es, sobre todo, la decisión informada y la reflexión contextual acerca de nuestras propias actitudes. Es un aprendizaje que tenemos pendiente y que puede facilitarse al asumir una perspectiva de derechos humanos. Como sociedad y como seres humanos seguramente seríamos mucho mejores si lográramos comprender de manera profunda que cada persona tiene el derecho a ser, a pensar, a vivir, aunque no coincida con nuestra forma de pensar y de ver el mundo.
El trabajo, el estudio, la alimentación, la libre circulación, el acceso a la salud, la asociación, la expresión, no son dádivas, no son regalos que nos hace un papá Estado si nos portamos bien, son derechos inalienables que no pueden ser puestos en duda nunca. Mi opinión política no debería ser óbice para que disfrutara de ninguno de estos derechos, que no deberían ser privativos de cierto grupo o partido.
Pero también tenemos que entender que este ejercicio de derechos no puede ser la manera de disfrazar la intolerancia con nuevos adornos: los derechos humanos se limitan unos a los otros. Mi derecho de expresión termina cuando lo que expreso es un discurso de odio que atenta contra el derecho a la vida del otro.
Como nación necesitamos recuperar nuestra historia, contemplarla de frente y entender que toda esta intolerancia no es responsabilidad exclusiva de unos líderes: todos, de una forma u otra, hemos sido parte de ella y lo seguiremos siendo en tanto no cuestionemos nuestro papel al respecto para desaprender lo que debamos dejar atrás. Un diálogo nacional no puede partir de un borrón y cuenta nueva, sino de asumir responsabilidades y debatir desde las diferentes posiciones con todo el respeto posible, pero también con la memoria fresca. «Regulemos» la intolerancia para acercarnos más a un país que podamos soñar entre todos.