Poder y corrupción

Hasta el actual momento histórico, la comunidad humana, al no haber logrado alcanzar el debido estado de autodirección consciente y correlativa que le permita funcionar eficiente y armoniosamente, se ha visto necesitada, para su existencia en comunidad, de asignar a determinados individuos o grupos de ellos la autoridad para prever, organizar y hacer funcionar sus empeños vitales. De modo que el conglomerado humano se ha dividido para su funcionamiento regular entre los que dirigen y los que actúan según lo convenido por aquellos.

Esta estipulación, de unos que mandan y otros que obedecen, ha respondido en el tiempo a distintos fundamentos: edad, sabiduría, supuesta merced divina, partidos elegidos, victoria por rebelión, etc. Sin embargo, con independencia de la manera en que se decretara qué individuo o grupo de ellos poseerían autoridad para regir sobre las aspiraciones y actos colectivos, desde siempre esta se escindió entre unos que podían actuar a voluntad —generalmente estatuida en ley— y otros que debían proceder según lo que aquellos acordaban.

A tenor con ello, la detentación del poder por unos en delegación de otros, ha entrañado la imposibilidad de complacer a todos equitativamente y, por tanto, ha implicado un inevitable grado de desigualdad e insatisfacción en los subordinados. Mientras tanto, la vasta potencialidad para concebir y ordenar los asuntos de todos, conlleva a un distanciamiento favorable para los que gobiernan respecto a los que son gobernados y a una disipación casi total del grado de cuentas que deben rendir. Esta es, en síntesis, la génesis de los excesos del poder.  

Al estudiar la historia de las distintas naciones, las causas de invasiones, conflictos, rebeliones y guerras, todas tienen que ver en alguna medida con la extralimitación del poder. Es así que la vida que observamos por todas partes a nuestro alrededor confirma infaliblemente aquel apotegma del historiador británico Lord Acton: «El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente».

Para entender hasta qué punto puede ser exacta la frase, se requiere una noción clara de qué es el poder. El Diccionario de la Real Academia lo define sucintamente como: «Tener expedita la facultad o potencia de hacer algo». El término «expedita» resulta fundamental, pues indica que el potentado tiene la posibilidad de ejercer su autoridad libre de cualquier impedimento. Por desgracia, no es tan usual como debiera el que —como planteara Platón—, quienes dirijan una república sean seres virtuosos, por tanto, esa exención de impedimento para ejercer el poder eventualmente deviene fuente de incontables y desmesurados excesos e injusticias.

Y es así porque la posibilidad que adquieren algunos —conseguida por medios materiales, históricos o coyunturales— de mandar, determinar, decidir y controlar sobre diversos asuntos que involucran a un colectivo humano, no está incontaminada de las características personales del individuo en cuestión, antes bien, la forma de practicar el poder de un individuo llega a convertirse en la exposición pública de sus virtudes y defectos, aciertos y desaciertos.

Además, el sistemático hecho de pensar, decidir y dictaminar por los demás, conduce a una suerte de enquistamiento en el yo resolutivo, que lo blinda contra cualquier asistencia o influencia ajena. El poder ejercitado por tiempo prolongado genera en quien lo detenta la perspectiva de que su acción es imprescindible, de que él es intérprete y facilitador de las aspiraciones que mueven a los menos advertidos, de que la verdad radica en sus manos pues de otro modo no podría entusiasmar a tanta gente a que actúe en determinado sentido, de que, por tanto, no solo merece poseer ese poder sino ejercitarlo perenne e integralmente.

Con el fin de que ese poder sea admitido y sostenido por las masas, quien lo arroga debe ofrecer cíclicamente ciertas dosis de magnanimidad a sus subordinados. Son pequeños beneficios (lotes de tierra, rebajas de alquileres, ciertos servicios formalmente gratuitos, etc.) que oxigenan la convivencia colectiva, reaniman el entusiasmo y estimulan la esperanza en un porvenir. De manera que todo poderoso, ocasionalmente, está obligado a complacer a sus súbditos.

No obstante, el ejercicio continuado del poder sin concertación, fiscalización, ni restricción lleva al poderoso a creerse no solo infalible e insustituible, sino intocable. Es de esta condición que aparecen fenómenos como la gradual alienación de la función básica de servir a los demás y el creciente establecimiento de expedientes, complejidades y sutilezas para sostenerse. Además, como es imposible que un solo individuo lo rija y controle todo, se generan sucesivos círculos concéntricos de potestades menores en torno al poder central.

Estos poderosos menores establecen una debida relación de acatamiento al poder principal, a la vez que se convierten en valladares que sostienen y defienden las resoluciones, acciones y determinaciones de quien les da autoridad. Pero es imposible mantener acólitos incondicionales si no se comparte el pastel del beneficio. Es así que surgen delimitados espacios de autonomía para estos sub-empoderados, con la finalidad de que se sientan realizados en su afán de potestad, así como un surtido de prebendas que se justifican como suerte de honra que la colectividad rinde a los que se desvelan por ellos.

El clientelismo se va entronizando así en toda la cadena de mando, al igual que el nepotismo, que confiere una sólida retaguardia a quienes dedican su tiempo a mandar. De igual modo se establece una cofradía entre estos empoderados menores, donde unos —desde sus prebendas y potestades—, auxilian a otros con medios, bienes y facultades que conducen a expandir el horizonte de posibilidades de cada cual, y a la creación de una red de compromisos que los obliga.

Esto llega hasta los niveles más bajos del poder, de forma que se genera una amplia red de beneficiarios. Así, el director de una fábrica de lácteos coopera con ciertos productos que facilita al director de una empresa de construcción, el cual, a su vez, otorga facilidades constructivas al otro. Y todo se entiende como una especie de lógica solidaria para el mejor desempeño de quienes velan por los bienes del pueblo y cuidan de sus necesidades. Aquí está la raíz de la corrupción, que es la anomalía que se genera cuando los empoderados llegan a convencerse de que, en la situación que han logrado crear, no hay organismo ni medio que detenga su actuación para conseguir sus propios fines individuales.

La corrupción, por ser un procedimiento ilegítimo, abusivo y excluyente, contamina todo el sistema de comportamiento de un país. Como las altas instancias están ensimismadas en promover, proteger y justificar su propio lucro, no solo desatienden las acciones de beneficio y arbitraje para la sociedad y crean formas de legitimación de sus actos, sino que indirectamente sirven de modelo a comportamientos semejantes en menores escalas.

En tal sentido, y verticalmente, todos los procesos de interacción social y económica se infectan de corrupción. Esto incluso excede los marcos de la autoridad y se infiltra además en personas ávidas de escalar a mejores posiciones de existencia, de ahí la sistemática degradación ética y espiritual de la nación. Es por ello que toda nación necesita mecanismos de monitoreo y contención de las acciones de quienes detentan el poder, para que no deriven en excesos de auto-beneficio y en la venenosa corrupción.

La dicotomía cardinal de toda sociedad es, por un lado, la naturaleza espontánea de la vida, con sus aspiraciones, posibilidades y vicisitudes, que realiza el conjunto de sus individuos y, por el otro, la condición implantada de una estructura necesaria para organizar y controlar esa acción individual de la colectividad de modo que no se cometan transgresiones y abusos.

Tal contradicción solo puede resolverse mediante el establecimiento de un régimen participativo, donde los que dirigen no solo sean elegidos por la comunidad, sino que deban responder sistemática y ineludiblemente ante ella por sus acciones, mediante la fiscalización de los ciudadanos a través de vías eficaces, soberanas y legítimamente respaldadas.

Para lograrlo es fundamental la constitución de una sociedad civil fuerte, formada por asociaciones de ciudadanos cuyo cometido sea la defensa de las libertades y derechos de los individuos según las leyes que ellos mismos se hayan dado, así como la rigurosa vigilancia del cumplimiento de las atribuciones y deberes de quienes han sido encargados de ejercer el poder como servicio público, previniendo que, por descontrol y connivencia, deriven hacia la auto-complacencia, el peculado y la inmoralidad. Solo a través de la más amplia participación, el diálogo y la acción cívica se puede garantizar la existencia decorosa de un país. 

Manuel García Verdecia

Poeta, narrador, traductor, editor y crítico cubano. Máster en Historia y Cultura Cubana.

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