Mario Vargas Llosa: un escritor muere, un disidente perdura

Ha muerto Mario Vargas Llosa. Se apaga una de las voces más lúcidas, valientes y combativas del pensamiento hispanoamericano contemporáneo. No solo fue un narrador excepcional; sino, sobre todo, un ciudadano que nunca claudicó ante la tentación del silencio cómplice. En el convulso escenario político de América Latina, defender la libertad de expresión y alzar la voz contra la censura puede representar no solo un acto de valentía, sino un acto con consecuencias. El Premio Nobel de Literatura 2010 fue testigo y protagonista de esta paradoja.

Su respaldo incondicional a la libertad en contextos autoritarios, como el régimen cubano, le ha valido admiración y críticas implacables, incluso «condenas morales» por parte de sectores intelectuales que han preferido guardar silencio ante las violaciones sistemáticas de derechos en la isla.

Desde la Revolución Cubana de 1959, la narrativa oficial ha revestido el régimen con una mística que ha seducido a numerosos intelectuales. Vargas Llosa, sin embargo, rompió con ese encantamiento en la década de 1970, cuando comprendió que la Revolución había traicionado los ideales libertarios que inicialmente la inspiraron. En su ensayo La verdad de las mentiras, el autor peruano reconoce: «Durante mucho tiempo creí que la revolución cubana era un ejemplo luminoso para América Latina. Pero la realidad, tenaz, fue desmontando ese mito».

Vargas Llosa fue uno de los primeros intelectuales latinoamericanos de renombre que denunció sin ambages la represión política y cultural en Cuba. Lo hizo cuando aún existía un aura romántica sobre la figura de Fidel Castro y su gobierno. Esa postura le costó la ruptura con numerosos colegas y un aislamiento en ciertos círculos culturales. «Lo que más me dolió —dijo en una entrevista con El País en 2003— fue ver a escritores que defendían la libertad en sus países, justificar la falta de libertades en Cuba, como si los cubanos no merecieran los mismos derechos».

El precio de defender la libertad de expresión en un contexto donde predomina la complacencia intelectual es alto. Vargas Llosa lo vivió en carne propia: ha sido tildado de traidor, de neoliberal inconsecuente, incluso de imperialista, pese a que su crítica a Cuba es coherente con sus principios: la defensa irrestricta de la democracia, los derechos humanos y la pluralidad ideológica. «No hay dictaduras buenas. Todas son malas, de izquierda o de derecha», ha repetido en numerosas ocasiones.

En uno de sus discursos más contundentes, al recibir el Nobel de Literatura en 2010, afirmó: «Nada ha contribuido tanto como la literatura a que los seres humanos tomaran conciencia de que no son dioses. [...] Por eso todas las dictaduras temen a los escritores». Esta sentencia cobra especial sentido en el caso cubano, donde los escritores, artistas y periodistas que se atreven a cuestionar el régimen enfrentan censura, represión y exilio. La lógica totalitaria no tolera la duda ni la crítica; necesita unanimidad.

La condena moral que recae sobre quienes, como Vargas Llosa, se oponen a esa unanimidad impuesta por la fuerza, es una forma sutil pero poderosa de censura. No se trata de prisión, sino de deslegitimación, de convertir al disidente en un «enemigo del pueblo», táctica heredada del estalinismo. En este sentido, el Nobel peruano ha señalado: «La izquierda autoritaria no perdona a quien abandona su causa, y mucho menos si lo hace por razones éticas».

Vargas Llosa no cejó en su empeño de recordar que la libertad no es un privilegio, sino un derecho inalienable. Su posición ante Cuba no cambió con el tiempo, a pesar de las presiones o las modas ideológicas. En su ensayo La llamada de la tribu, reflexiona: «Prefiero equivocarme con la libertad que tener razón con la dictadura».

Hoy, cuando la represión en Cuba continúa silenciando voces y la comunidad internacional responde con tibieza, recordar el valor de intelectuales como Vargas Llosa es más que un ejercicio de memoria, un acto de responsabilidad. Defender la libertad de expresión, incluso cuando implica ser condenado por otros, es reafirmar el compromiso con una democracia plena, sin excepciones geográficas ni ideológicas.

En tiempos de confusión y relativismo, el precio de la honestidad puede ser alto, pero, como enseña Vargas Llosa, ese es el precio de la coherencia moral. Y en última instancia, de la dignidad. Un escritor muere, un disidente perdura.

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Imagen principal: Christopher Andersor/Magnum para The New York Times.

Pedro Pablo Aguilera

Filósofo, Especialista en Historia de la Filosofía.

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