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Mercado informal

Por estos días un tema sacudió las publicaciones de las redes sociales y los corrillos eventuales. Mucha gente reaccionó con consternación y disgusto ante el anuncio de que se prohibiría la comercialización del llamado «paquete» como actividad económica independiente. El término se refiere a la grabación en algún medio digital de obras audiovisuales (novelas, series, películas, musicales, etc.) que determinadas personas se ocupan de descargar de las redes u otros medios para ofrecerlas a los interesados que buscan opciones de entretenimiento. Es este un comercio con alta demanda por sus posibilidades para ocupar el ocio de manera agradable y acorde con los intereses del consumidor, pues es este el que decide qué llevar en el paquete.

Ello resulta más tentador debido a las insatisfacciones con la producción televisiva nacional, poco renovada y excesivamente ideologizante, así como a la escasez de opciones cinematográficas. De aquí el sacudión que provocó la noticia. Por supuesto, entre las reacciones inmediatas estuvo la convicción de que dicho comercio continuará haciéndose de modo informal.

Soy una persona que aboga por la legalidad en todo cuanto tiene que ver con los actos y modos fundamentales de realizar la vida. Nada es más tranquilizador que vivir con apego a las leyes, lo que nos debería llevar a convivir armoniosamente y sin sobresaltos. No obstante, como muchos de mis conciudadanos, en diversos momentos me he visto en la necesidad de quebrar esa actitud y acudir al mercado negro o informal. Y lo he hecho porque, sencillamente, de otro modo no habría podido solucionar determinadas situaciones. De modo que es necesario preguntarse ¿uno hace uso del mercado negro por simple deseo de transgresión, por mera indisciplina social? No lo creo.

Hay que tener en cuenta que, según estudios realizados, el mercado informal surge en situaciones específicas de desajustes económicos o restricciones sociales que limitan la circulación suficiente de bienes y servicios. Un ejemplo clásico es lo ocurrido en los Estados Unidos con la llamada Ley Seca, entre 1920 y 1933, que prohibió la distribución de bebidas alcohólicas y produjo un vasto comercio ilegal de alcoholes con las derivadas consecuencias de criminalidad.

Tales limitaciones en el comercio pueden deberse a medidas tendientes a evitar conductas sociales indeseadas, como fue el caso mencionado. También, y muy marcadamente, a una considerable escasez de determinados productos, lo cual lleva a individuos o grupos organizados a conseguir mercancías por vías ilícitas, generalmente mediante el contrabando, para medrar a partir de la alta demanda provocada por la escasez. Igualmente, el mercado informal aparece en ocasiones como alternativa para evadir el excesivo control, los elevados impuestos o las restricciones formales que los organismos de gobierno imponen a la comercialización de algunos bienes.

Opino que esta última razón ha sido la que más ha favorecido la aparición del mercado negro en nuestro país, sin descontar obviamente la escasez de numerosos productos. No obstante, esta insuficiencia es muchas veces propiciada precisamente por obstáculos legales. Es entonces que, ante la carencia de un producto de alta necesidad, las personas acuden a los vendedores clandestinos.

Un ejemplo típico de cómo una prohibición reglamentada puede estimular el desarrollo del mercado negro es el caso de la leche. En Cuba, la leche se suministra mediante la libreta de racionamiento, básicamente a niños entre las edades de uno y siete años. Alcanzada esta edad, los infantes deben recibir eventualmente yogur de soya o sirope, algo deficitario últimamente. Para el resto de las personas no existe otra opción para acceder a la leche u otro producto alternativo. Y hablamos de un alimento que fue básico, e incluso tradicional en la mesa del cubano, sobre el cual el propio general Raúl Castro —en un discurso pronunciado el 26 de julio de 2006 en Camagüey—, expresó la necesidad de que todos los ciudadanos accedieran al mismo.

A pesar de esto, no ha ocurrido así. Entonces las personas se han visto obligadas a comprar la leche a vendedores ilícitos y con precios exorbitantes. Independientemente de la prohibición y de los incontables recursos y esfuerzos empleados para evitarlo, esta mercancía se sigue comercializando en el mercado negro. Sin embargo, si analizamos objetivamente, no hay razones lógicas para tal prohibición. Obviamente, el ganadero tiene suficiente leche para expender a estos vendedores, los que hacen un trabajo legítimo, pues van al campo, acopian y transportan la leche hasta las zonas urbanas donde luego la venden. ¿Dónde radica entonces la razón para proscribirlo? Creo que todos saldríamos ganando si se autorizara esta actividad comercial, se cobrara el debido impuesto, se controlara la calidad del producto y se fiscalizara el establecimiento de un precio razonable.

Y no es este el único caso en que se han impuesto medidas restrictivas a la compra y venta de productos sin que medien argumentos que lo justifiquen objetivamente. Así ocurrió con las viviendas. Si usted poseía una casa y por alguna razón deseaba venderla, no podía hacerlo de forma legal. Sin embargo, las personas necesitan casas para formar familias y vivir, de manera que se buscaban los más enrevesados recursos para venderlas y pasar la propiedad a la otra persona. Y ¿qué justificaba que no se pudiera hacer? No conozco aún una respuesta sostenible. Lo mismo ocurrió con los automóviles. Si a alguien le asignaban la compra de un auto, luego no podía venderlo o transferirlo. Y de nuevo se acudía a procedimientos alternativos, fuera de lo establecido, para hacerlo. Esta prohibición también ha estado dictada para productos agrícolas —conozco personas que fueron multadas por vender limones o aguacates de sus patios—, la carne de vacunos y otros muchos productos de primera necesidad.

Antes he dicho que me place ser un ciudadano que vive con apego a las leyes. Pero hay que decir asimismo que no todas las leyes tienen un fundamento debido. Ellas deberían sustentarse en una lógica que tenga como principio facilitar, de manera ordenada y justa, la satisfacción adecuada y viable de las necesidades materiales y espirituales de los seres humanos. Cualquier normativa que vaya contra el libre desempeño de la naturaleza humana está condenada al fracaso. Es un principio que deben considerar los encargados de proyectarlas y aprobarlas. Ninguna política puede fundarse en la prohibición de actos inevitablemente relacionados con el sustento vital. Ya nuestro Apóstol advertía: «a la ley no se le niega el corazón, sino a la forma inoportuna de la ley: se quiere el principio seguro y la mano libre».

Si a las personas se les obstaculiza la posibilidad de conseguir lo que necesitan para vivir satisfactoriamente, estas buscarán las vías oportunas que les faciliten lograrlo. De cierta manera, se nos ha forzado a la ilegalidad, no porque seamos propensos a la infracción por naturaleza, sino porque se han dictado regulaciones ilógicas. No hay ley superior a la ley natural de vivir del mejor modo posible.