Los sábados de mi infancia pertenecen a Pablo Milanés. La casona familiar, sostenida por un doble pasillo donde confluían los sonidos de las habitaciones, se abría a la limpieza de cada semana. Aquel pasillo vertebral, que hacía de avenida y constricción, era otro los sábados. La reproductora gris metálica, reticente con mis otros discos de moda, acogía a Pablo, nuestro Querido Pablo, como el rito del arroyo en la montaña. Ese recuerdo luminoso de un pasillo reluciente y la voz de Pablo Milanés retumbó nuevamente en mí. Aunque lejanas, aquellas laboriosas mañanas sabatinas siguen formando parte del cubano que soy.

Desando el Paseo del Prado madrileño, bordeo la fuente de Cibeles y pienso en él, en mi padre, en mi niñez de Período Especial. El mustio sol de invierno se derrama sobre la Gran Vía iluminando levemente el frente de Casa de América, no he llegado y veo grandes figuras de la cultura, cubanos además. Pienso en mi familia dispersa por el mundo, en las historias de tantos cubanos a los que Pablo acompañó de generación en generación, sanando sus desgarros, zurciendo los agujeros de la patria en estampida.

«Pablo Vive»

Estamos en Casa de América, a un año de que fuese a reclamar su sitio en la eternidad, con el cartel de capacidades agotadas desde el mismo día del anuncio del homenaje. Son varios los que llegan como nosotros, sin entradas. Fue imposible conseguirlas porque Pablo nunca ha estado solo, siempre arrastra a los suyos. El pulular de personas de acento reconocible convierte a la calle Marqués del Duero en una callejuela entrañable.

A pesar de este invierno en progresión, de que el mar quede a cientos de kilómetros, de las luces de ciudad europea, estamos en algún lugar de esa Cuba que no nos dejaremos arrebatar.

Pablo Milanés tiende sus brazos con el respeto que le caracterizó en vida para acogernos más allá de las distancias políticas. Con la intimidad de quien busca lo que nos une, esta sala repleta con más de doscientas cincuenta personas, encierra las historias de vida de millones de cubanos. Solo así se entiende la pléyade de figuras que aparecen en el cartel. Artistas de ambas partes del Atlántico confluyen en Madrid, demostrando que los lazos son posibles cuando los sentimientos son nobles.

Andrés Suárez lo resume con simpleza: «No he vuelto a encontrar a nadie que hiciera lo que hizo Pablo por mí en este oficio, cantaré sus canciones hasta que muera». O la inmensa Ana Belén, cuando algo nerviosa comienza: «Que emoción estar aquí celebrando a Pablo. Le conocimos hace cuarenta años en La Habana, y fue tan generoso.... Espero que esté orgulloso de esta noche».

El homenaje es para el ser humano que fue Pablo Milanés, el talentoso compositor de voz prodigiosa pasa, por momentos, a un segundo plano. Varela dice: «Si no fuera por Pablo yo no hubiera existido. También fue un padre».

Introdujo la velada la notabilísima investigadora Rosa Marquetti, con la emoción contenida recuerda que Pablo fue «un resorte liberador de sentimientos» que abarca más allá de la forma de pensar política y pertenece a todos los cubanos. Con estas palabras flotando en el aire comenzó la descarga, que no concierto, donde —como diría García Marquez en la introducción del disco «Querido Pablo»—  cada cual cantó lo suyo en su ritmo, en su onda.

Antes de tocar el piano, el maestro José María Vitier brinda la clave con la que se ha de entender la noche: «Pablito, estamos en casa tocando».

Carlos Varela pide «que su voz siga flotando en el viento», como si fuese posible que nos quiten a Pablo. En la forja del ser humano las canciones te eligen. Son el marcador de muchos de los momentos más difíciles de la existencia. Hacen de sostén, vehículo y salvación, sirven para recordarnos lo que fuimos entonces, nos recuerdan lo que somos hoy.

En ese viaje de sentimientos que son las canciones de Pablo entramos todos. Sentir, amar y todo aquello que él nos hizo saber que era imprescindible Para Vivir.

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Imagen principal: Rockdelux.

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