20 de mayo de 1902, legado y presencia en los cambios de soberanía
Si el término y concepto de «república» remite de forma ambigua a la res publica, la «cosa pública» o que corresponde al Estado, es importante determinar sus características para comprender qué refiere, y cuáles son sus orígenes y expresiones en la modernidad.
El concepto designa la forma de gobierno opuesta a la monarquía, caracterizada por la temporalidad en el ejercicio del poder y la elegibilidad de los gobernantes. Su concepción es —como señala Philip Pettit— contraria a toda dominación tiránica. Sostiene el credo de la emancipación y el «estado libre». En la tradición republicana adquieren protagonismo los valores cívicos imprescindibles para la libertad, entre los que destacan igualdad, prudencia, patriotismo, honestidad, integridad, nobleza y lucha por el bien común.
Algunas de las críticas de los republicanos se enfilaban contra la avaricia, el egoísmo, la ostentación o el cinismo y la extravagancia; «sus principales críticas sociales apuntaban, normalmente, hacia la corrupción y las actitudes opresivas de los sectores gobernantes». Para ellos, el origen de esos vicios y males sociales, según Roberto Gargarella, correspondía al sistema monárquico.
Una corriente de pensamiento un tanto reduccionista, presenta al republicanismo opuesto, per se, al liberalismo; sin embargo, desde fines del siglo XVIII, las revoluciones norteamericana y francesa ofrecieron una mixtura de ambas tradiciones.
Sobre pensadores como Aristóteles, Cicerón, León Battista Alberti o Maquiavelo; existe consenso de su filiación republicana; sin embargo, en otros casos —Montesquieu, Tocqueville, Jefferson, o los autores de The Federalist Papers— son reclamados parte de esta o de la tradición liberal. Quizá la humana predisposición a «etiquetar» procesos y corrientes, y ubicarlos en compartimientos estancos, no ha tenido en cuenta el detalle de que nada (palabra grande de corte absoluto), en el universo se produce de la irrealidad por «generación espontánea». Desde la perspectiva teórico-académico-ideopolítica, no han de fijarse fronteras infranqueables entre una y otra tradición, en aras de una visión más compleja sobre los conceptos procedentes de un escenario integrado por rasgos de orígenes diversos, y asumidos desde escuelas y épocas diferentes.
Lo importante en política, dada la ambigüedad de las significaciones de republicanismo y liberalismo, o incluso, de marxismo; es comprender que se puede ser a la par una(s) u otra(s) sin renegar de ninguna. Tal simultaneidad no entraña necesariamente falta de coherencia del pensamiento, antes bien, significa integración y electivismo para escoger aquello que se avenga mejor a los fines a que se aspira. «La capacidad de elegir ofrece la posibilidad de la libertad», dejó dicho John Locke. «Quien esté imposibilitado de elegir no es un hombre libre», sentenció.
Sobre estas propuestas teóricas se construyó la tradición electiva cubana iniciada con la reforma filosófica de José A. Caballero, cuyos postulados básicos eslabonan una cadena de transmisión que conduce a Félix Varela, Luz Caballero y Rafael M. de Mendive para llegar a José Martí. Justo cuando entró en crisis la ilustración reformista, se consolidó la formación de un pensamiento histórico-filosófico-cultural cubano.
El republicanismo cubano
Los procesos constituyentes libertarios del siglo XIX cubano incluyen tres hitos esenciales procedentes del Estado-Nación en ciernes. En ellos están los orígenes de la República de Cuba. Así la nominaron desde Guáimaro (1869), hasta Jimaguayú (1895) y La Yaya (1897). De manera que el norte del constitucionalismo insular ha sido siempre el sistema republicano.
Entre las principales preocupaciones de los padres fundadores del Estado-Nación cubano estuvieron la independencia y soberanía nacional, los derechos democráticos de los ciudadanos, la descentralización —llevada hasta las propuestas federales expresadas en todas las asambleas constituyentes hasta 1901—, y la proclamación de la división de poderes.
El 20 de mayo de 1902, cuando en los ayuntamientos de toda la Isla los protagonistas del independentismo izaban banderas cubanas y se pronunciaban discursos en un contexto festivo, culminaba el ciclo independentista de más de treinta años.
Nació entonces, con sus atributos, la República de Cuba, reconocida por todos, dentro y fuera de sus límites, como Estado independiente y soberano. Por primera vez los cubanos fueron ciudadanos de su nación, ya no más «españoles de ultramar». Fue evitada entonces la anexión como solución a los graves retos que enfrentaría la joven república. El más exigente de los partidarios de un Estado independiente hubiese suscrito la Constitución que le daba vida legal, excepción hecha de la enmienda Platt impuesta y aceptada a regañadientes por los delegados a la Asamblea Constituyente, después de cuatro meses de debate sobre el tema.
En sus esencias, la nueva entidad política fue hija legítima de lo más avanzado del pensamiento de su época.
¿Que nació con una enmienda que justificaba la intervención de una potencia extranjera? Cierto. Muchos años después otra Carta Magna, la tercera republicana —que entraría en vigor desde 1976—, puso su futuro en manos de las relaciones, «la amistad fraternal y la cooperación de la Unión Soviética y otros países socialistas». Ante tal advocación, asumida motu proprio y no mediante imposición extraña, la Enmienda Platt palidece.
Aquella no la hizo más atada ni menos intervenida que otras que sufrieron procesos similares en sus relaciones con esa misma potencia, algunas en más de una ocasión y durante más tiempo: valgan los ejemplos de Filipinas, ligada a Estados Unidos por la Enmienda Spooner, garante del derecho norteamericano a designar un gobernador en la patria de Rizar y Aguinaldo; y de Puerto Rico con la independencia inalcanzada.
Cualquier análisis serio sobre el 20 de mayo de 1902 en Cuba, pasa por reconocer que la expansión imperial moderna era un fenómeno inevitable, como puede ser hoy, mutatis mutandis, la globalización. Así lo haría Enrique José Varona en su imprescindible conferencia «El imperialismo a la luz de la Sociología», obra en la que, desde su perspectiva, sugería la adopción de medidas para evitar que Cuba fuera una «línea de menor resistencia» ante la expansión imperial. En ella evaluó, desde el pensamiento antinjerencista de corte positivista, los rumbos posibles de la república balbuceante.
La historia puede ser analizada, interpretada, pero nunca borrada o cancelada. La fecha que se conmemora hoy clasifica entre aquellas que no son grandes por la polémica que han suscitado, sino que son polémicas por su sobresaliente significado para la nación. Se pudiera afirmar con José Martí que «de amor y de odio están hechos los pueblos…», y de «esos hilos invisibles se teje el alma de la Patria».
La ruptura
El año 1959 fue un momento de ruptura del curso republicano anterior. La legalización conforme a derecho del proceso iniciático de lo que en Cuba se ha llamado Revolución, se debió a la promulgación de la Ley Fundamental en febrero, la cuarta durante la vida republicana nacional. Su vigencia, la más larga de todas, se extendió durante más de tres lustros. Le siguió la Constitución puesta en vigor en 1976, cuya letra y espíritu fueron similares a los de la Unión Soviética de 1936 —la llamada Constitución de Stalin—, con la que tuvo marcadas coincidencias.
Como en aquella «ley extraña», la cubana abandonó la tradición de convocar a una Asamblea Constituyente y nació a partir de una comisión redactora. La misma fue presidida por Blas Roca, un hombre que no dejó de seguir los preceptos de la Internacional relacionados con la bolchevización-estalinización de los partidos a ella adscriptos. Sus posiciones durante los debates de la Asamblea de 1940 y los resultados de la Ley Magna del 76, redactada bajo su liderazgo, así lo atestiguan.
Durante los debates del 40 había sostenido las ideas de federalización orientadas desde 1928 por la Internacional Comunista para las llamadas «nacionalidades», como eran considerados los bantúes de Sudáfrica o los afroamericanos de los Estados Unidos, y que alcanzó categoría de política del Partido Comunista de Cuba a partir del primer lustro de la década del treinta, con la propuesta de proclamación de una República en la que dieron en llamar «franja negra de Oriente».
Tal propuesta no solo desconocía variables esenciales de las formaciones nacionales, sino que aplicaba para Cuba una tradición ajena y divisionista de la nación. Treinta y seis años después fijó, por primera vez, la concepción del partido único en la Ley de leyes cubana, tal cual se había establecido en la Unión Soviética, de donde fue tomado por los países del llamado «socialismo real», Cuba incluida.
La evolución republicana en el último sexenio de la llamada etapa socialista no puede ser más infeliz: ruina económica, sangría demográfica, crisis energética y de liderazgo personal e institucional; a ello se suman la crisis de la superestructura: desesperanza en la ciudadanía e ineficacia en la gestión gubernamental. A la miseria material acumulada por décadas de lamentables errores, se ha unido la confrontación política de adversarios atrincherados en posiciones extremas. Se aprecian, como diría Máximo Gómez en 1905, «latidos de revolución».
Hombre de pensamiento libre soy, inconforme con el actual estado de cosas. Siéntese el gobierno sin prejuicios —antes de con los Estados Unidos, como pretende— frente a la propia ciudadanía cubana, a quienes considera «adversarios», madure sus ideas, evalúe conjuntamente un programa que parece no existir; mediten los de la otra orilla sus demandas; despójense ambos de prejuicios. Pensemos todos en la patria de todos y de nadie.
Se nos escapa la savia nacional a través de las brechas abiertas en las venas colapsadas por la hemorragia cívica de la emigración… se nos hace tarde. Y cada día parece que va a producirse un estallido espontáneo y salido de los cauces. Presérvese la Nación, no como triunfo de un grupo sobre los demás o trozos de tierra más o menos conectados, sino como «fusión dulcísima de amores y esperanzas». Alea Jacta est.