El 26 julio de 1953 ¿En qué momento cambió el rumbo?

Un lugar para el 26 de julio

El discurso oficial posterior a 1959 se distingue por un lenguaje triunfalista y maximalista, mediante el sobredimensionamiento del significado de determinados hechos, elevados a categoría de paradigmáticos no solo para la Historia de Cuba, sino para el continente y aun a escala global. Nos hemos convertido, al decir de un importante científico social, en una isla sobredimensionada.

Las acciones del 26 de julio de 1953 han llegado a ser, para el discurso oficial, la fecha más importante de la Historia de Cuba. En uno de los folletos de la serie El orientador revolucionario, publicado en 1967, se afirmaba: «En la historia de Cuba, probablemente no haya otra fecha tan cargada de trascendencia como el 26 de julio de 1953, si se exceptúa el 10 de octubre de 1868».

La homologación del 26 de Julio con importantes conmemoraciones patrias cubanas, y colocarla incluso por encima del 24 de febrero de 1895, debió exigir del autor una gran dosis de imaginación, y la abstracción de otras que habían sido consagradas entre las cumbres del patriotismo y la identidad nacionales.

Arriesgado también fue aseverar —en evidente referencia a una frase de José Martí expresada para otro contexto histórico y geopolítico—, que es la «primera fecha» de la «nueva independencia latinoamericana».

No pretendo restar importancia a los hechos de julio de 1953. Con ellos se inició un proceso de singular importancia nacional que condujo, un lustro después, a un formidable movimiento popular con resultados por todos conocidos. Antes bien, de lo que se trata es de comprender los discursos relacionados con la historia de esa cuestión, y el pensamiento que entonces —y luego—, permite ubicar su lugar sin exageraciones ni triunfalismos.

«Lo que fue en algo queda», afirmó el Apóstol de nuestra independencia. La impronta de aquellos acontecimientos ha marcado el proceso histórico cubano hasta hoy, sobre todo porque los derrotados de entonces trocaron roles, y su victoria inició un régimen que, tras sucesivas transformaciones y cambios, se ha mantenido durante sesenta y cinco años, y cuyas derivaciones están a la vista de todos.

Tendencias de pensamiento en la Historia me absolverá

El programa del movimiento revolucionario que ha llegado a nosotros, conocido como La Historia me absolverá, fue una reelaboración posterior del alegato ante el tribunal que juzgó a Fidel Castro, cuyas esencias se encuentran en el Manifiesto del Moncada, redactado por Raúl Gómez García. Entre ambos documentos existe una conexión visible en sus componentes programáticos, salvando las distancias de extensión y elaboración literaria.

Por la fórmula empleada y hecha pública, no era un programa consensuado. Fue un documento programático elaborado unipersonalmente, aunque sería luego aceptado por el grupo organizado como Movimiento 26 de Julio, y dado a conocer clandestinamente.

Es conocida la participación de Jorge Mañach, intelectual de larga trayectoria y especial importancia para la cultura cubana, quien tuvo el imprescindible papel de editor, corrector y prologuista de la edición príncipe de la Historia me absolverá. De alguna manera, por esas funciones desempeñadas, el documento tiene su impronta.

Mucho se ha escrito sobre lo que más tarde sería el Programa del Moncada. Se afirma, por ejemplo, que contenía el germen de un proyecto socialista, aunque no se declara por supuesto, ni aparece en la fundamentación teórica del derecho a la insurrección, clave para entender la legitimidad jurídico-política de las acciones armadas.

Se entiende que la justificación jurídico-política fue asumida por Fidel Castro desde la perspectiva de las escuelas que ven, de alguna manera, en la violencia política y la guerra una continuación de la política. Entretanto, fueron ignoradas aquellas para las cuales la violencia está fuera de la polis.

Fidel Castro, su hermano Raúl y Camilo Cienfuegos. (Foto: AP/ Andrew St. George)

Lo que se visibiliza en el documento es una elaboración teórica que asume conceptos jurídico-políticos provenientes de épocas y escuelas teóricas diferentes. Desde el cubano Ramón Infiesta y su texto de Derecho Constitucional; el francés Duguit, de marcada influencia en el constitucionalismo cubano de los años 40’ del pasado siglo; hasta los pensadores antiguos de China, India, Grecia y Roma; pasando por Juan de Salisbury, Santo Tomás de Aquino, Martin Lutero, John Locke, Montesquieu y una larga lista de pensadores de la Antigüedad, la Edad Media y el pensamiento liberal occidental.

Todos ellos coinciden en el derecho de los pueblos a enfrentar la tiranía y el mal gobierno mediante la insurrección y la violencia. El epílogo de la fundamentación teórica hace referencia y cita, a veces in extenso, la teoría del contrato social, la Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776), y la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa (1789).

El programa «cumplido» y «sobrecumplido»

El 15 de octubre de 1960, Fidel Castro informó que el Programa del Moncada había sido cumplido. Tal revelación, cuando todavía quedaban promesas por cumplir, parecía responder a: 1) construir desmemoria de las propuestas para continuar su ofensiva en otras direcciones, y 2) justificar un discurso triunfalista, de victorias a veces inexistentes y alejado de la realidad, que no cesa hasta hoy. Como muestra, un año y cinco meses después, ante las dificultades «temporales» que afrontaba el país, el propio Fidel anunció el establecimiento de una libreta de abastecimientos «para dos años».

Aquel proceso, de profundas contradicciones sociales y políticas, se articulaba con lo que entonces fue denominado el tránsito de la «etapa democrática popular, agraria y antimperialista» de la Revolución, a su «etapa socialista», supuestamente superior. Todavía esos conceptos perviven en textos de Historia del Estado y el Derecho en Cuba, vigentes en la enseñanza universitaria como remanentes de la influencia originada en las «democracias populares» de Europa del Este y calcadas dogmáticamente acá.

Así, el discurso esperanzador —que tenía en su proa el restablecimiento de un sistema democrático fundado en la Constitución de 1940, construido sobre el pensamiento liberal—, se transformó hacia una fórmula legal conducente a un régimen centralizado dominante durante diecisiete años, sin elecciones ni nada que se le pareciera.

Para ello fue aprobada la Ley Fundamental de febrero de 1959. En aquella declaración de conceptos extraños, convertida en campaña política oficial, se percibía la influencia soviética con extemporáneo sello COMINTERN, en momentos en que el Partido Socialista Popular (comunista) había cobrado notable influencia en los círculos de poder insular. La dirección de ese partido no se había despojado de tales concepciones, pese al conocimiento que poseían de las críticas realizadas al estalinismo en el XX Congreso del PCUS celebrado en 1956.

La deriva hacia la «sovietización» era previsible dada la marcada tendencia del líder comunista Blas Roca a sostener la dependencia del país, como antes alimentó la supeditación ideopolítica de su partido a las estructuras totalitarias llegadas del país eslavo. La influencia de la potencia euroasiática se mantuvo durante décadas en todo el espectro socioeconómico, político —incluida la estructura del partido único—, jurídico y cultural, en cuyo universo se incluyó el idioma.

Blas Roca, líder del viejo Partido Socialista Popular, junto a Fidel Castro (Foto: Cubanet)

El oficialismo fue más allá: incrementó los esfuerzos por homologar las características de la historia nacional con la de la Rusia soviética, la Revolución de octubre y su evolución posterior. Conceptos como «socialismo desarrollado» y «regularidades de la revolución y construcción del socialismo», se hicieron frecuentes en la enseñanza pública cubana.

Asesores soviéticos «inundaron» las estructuras militares, educacionales, económicas y de todo tipo en Cuba. Miles de jóvenes, enviados por el gobierno, completaron su formación en universidades de la URSS; entre ellos, y para que no existieran dudas del camino elegido por el poder, una buena parte completaría estudios como profesores de idioma ruso. Nunca antes, desde la independencia, un predominio extranjero sobre la Isla se había hecho tan visible y abarcador.

A la postre, el paso de los rusos al sistema capitalista truncó la vida profesional de miles de cubanos —especialistas en «comunismo científico» y otras especialidades afines que hoy parecen «ciencia ficción»—, confiados en la propaganda acerca de la indestructibilidad del sistema y la supuesta «superioridad» del socialismo, todavía sin demostrar. Cada guarismo, y suman miles, fue un drama personal vivido.

En una mezcla de falsificación intencionada e ignorancia supina, se trataba de presentar a la URSS como el país más desarrollado del planeta. Probablemente quienes enseñaban entonces lo creyeran así. Cuba iba en brazos soviéticos… y no solo en el ámbito económico.

Temprano se había hecho evidente el alejamiento del discurso oficial y la práctica política de las ideas iniciales sustentadas en La Historia me absolverá.

¿Dónde quedó la Constitución de 1940?

El discurso del período de disputa del poder al gobierno de Fulgencio Batista, derivó hacia nuevos derroteros a partir de enero de 1959. La práctica política pondría en entredicho los textos jurídico-legales aprobados a partir de entonces, y la negación de los preceptos democráticos de participación ciudadana.

Tan temprano como febrero de 1959, la praxis jurídica legal cambió y se hizo visible el divorcio entre la letra de la ley y la manifestación práctica de su aplicación. La elección del presidente y vicepresidente (este último desapareció de la Ley Fundamental), prevista en el artículo 140 de la Constitución de 1940 fue eliminada, como fue obviado el mandato y elección de dichos funcionarios cada cuatro años.

La Ley Fundamental mantuvo, mediante en el artículo 127, la prohibición de que el presidente ejerciera un nuevo mandato «hasta ocho años después de haber cesado en el mismo». Sin embargo, tal precepto fue violado pues el presidente, designado en julio de 1959, ejerció el cargo durante diecisiete años.

Osvaldo Dorticós Torrado ocupó la presidencia de Cuba desde el 17 de julio de 1959 hasta el 3 de diciembre de 1976.

Con ello se abrió la puerta a la perpetuación de los hombres y su partido en el poder, de tan graves consecuencias para la nación antes y después de 1959. No se olvide que ese fenómeno, padre de la «corrupción y la tiranía» según José Martí, había traído la experiencia de una revolución y una guerra civil antes del parteaguas del 59.

La división de poderes, consagrada en la Constitución de 1940 por el artículo 118, rezaba: «El Estado ejerce sus funciones por medio de los Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial…»; mientras que por el 138 el Poder Ejecutivo era desplegado por el presidente asistido por el Consejo de Ministros. La Ley Fundamental de 1959 mantuvo el mismo texto (artículo 118), pero el 119 fijó, contradictoriamente, que el Consejo de Ministros ejercería el Poder Legislativo; entretanto, el Poder Ejecutivo descansaba en el presidente (artículo 125).

El Consejo de Ministros asumía (artículos 120 y 121) potestades del Congreso y sus cuerpos colegisladores, entre ellas: «Formar los códigos y las leyes de carácter general; determinar el régimen de las elecciones; dictar las disposiciones relativas a la administración general, la provincial y la municipal, y acordar las demás leyes y resoluciones que estimare convenientes sobre cualesquiera otros asuntos de interés público o que sean necesarios para la efectividad de esta Ley Fundamental». Establecería asimismo los impuestos y contribuciones y aprobaría los presupuestos. Era la autoridad suprema para la acuñación de moneda, acordar empréstitos, disponer las regulaciones del comercio interior y exterior, conceder amnistías, fijar el cuerpo y organización de las fuerzas armadas, entre otras.

Esta era, obviamente, una fórmula centralizadora y facilitadora de la permanencia de los más elevados funcionarios de la nación durante más de cuatro mandatos de cuatro años, como ordenaba la Constitución de 1940, pese a que mantuvo en la letra la independencia del Poder Judicial (artículos 148 y 149).

En 1976 sería proclamada una nueva Constitución. Fue, como reconocen en sus obras Julio Fernández Bulté y Carlos Manuel Villabella, la expresión acabada del período soviético en el campo jurídico cubano. Una lectura superficial de la misma nos remite a la constitución estalinista de 1936, entonces vigente en la URSS.

Por mucho que el gobierno se aplique en hacernos creer lo contrario —y en negar su propio discurso reciente—, es responsable de haber conducido a la nación a una crisis económica, social y política sin precedentes, cuya salida no se vislumbra, dada su impopularidad, sin una confrontación pueblo-poder.

En los últimos sesenta y cinco años han estado en vigor, por períodos determinados, tres cartas constituyentes: las de 1959, 1976 y 2019, esta última vigente. La Ley Fundamental del 59 pecó por hacer letra muerta de sus propios preceptos. El pecado original de la Carta de 1976 es haber sido una burda copia de la Constitución soviética de 1936, que por cierto, fue sustituida en 1977 en el país eslavo. La actual ley suprema parecía, por la mezcla de escuelas, ser un poco más electiva en su concepción y, por tanto, apegada a la tradición filosófico-político-jurídica iniciada a fines del XVIII. Es ajustada a la práctica histórica jurídica universal desde su origen en la Inglaterra de 1215, el carácter protector de la ciudadanía de tales leyes.

No ha ocurrido así, lamentablemente. La solución más adecuada, pero no empleada en Cuba mucho tiempo ha, es el establecimiento de un Tribunal Constitucional o una Sala de Constitución que dirima los litigios legislativos, porque no puede ser que, in fine, la misma entidad encargada de aprobar las leyes, tenga la atribución de dictaminar su constitucionalidad. No se puede ser juez y parte.

El rumbo de 1953 se perdió tempranamente.

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Imagen principal: The Telegraph.

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