Por qué salir del bucle del subdesarrollo político en Cuba

Como dije en anterior artículo, es preciso asumir que ―más allá de la naturaleza y finalidades de un modelo que monopoliza el poder, las formas legales de asociarse y ejercer derechos y libertades políticas, y hace de la exclusión, la discriminación, la persecución y el castigo por motivos políticos, la expresión más concreta de su éxito a nivel social―, en las sociedades en que se instaura el binomio corrupción-subdesarrollo político, este acaba por ser una estructura social paralela.  

Ella es capaz de imponer patrones de relaciones y comportamientos específicos entre las personas, los usuarios y operadores de las instituciones. Asimismo, produce y expande exitosamente, reacciones, micro resistencias y actos deliberados de protección de su existencia, ante ideas y procesos políticos que, como la democratización o la modernización, necesitan modificar radicalmente las condiciones en que ambos prosperan.  

Muchas de estas cuestiones no explican, por ejemplo, la causa de la escasa disposición para ocupar distintos cargos públicos de dirección que paulatinamente se instauró en Cuba. Tampoco puede ser inferido como condicionamiento suficiente para decidir que muchos de los dirigentes y funcionarios no fueran individuos altamente competentes e incluso brillantes en sus áreas, tal como a menudo se piensa, en beneficio de la extendida —inexacta y ponzoñosa— afirmación de la existencia de cohortes de funcionarios mediocres, incompetentes y escasamente concentrados en sus funciones.  

Paradójicamente, el sistema que demostró ser idóneo en identificar y descartar a muchas personas de extraordinario talento y cualidades a través de criterios de «confiabilidad» e «incondicionalidad»; seleccionó en numerosas oportunidades a personas de poca capacidad o definitivamente mediocres, pero que cumplían tales criterios, para ocupar distintas funciones y cargos. A largo plazo, esto hizo que muchos funcionarios, empresarios y políticos carecieran de las capacidades necesarias para innovar o desarrollar, debido a los límites que imponía el propio modelo de poder.  

Sistemas de otorgamientos de estímulos e incentivos —casas, medios de transporte, vacaciones, equipos de comunicación o domésticos, alimentos, vestido, calzado— sirvieron en el pasado como formas de control social y político que involucraron a los cubanos en un juego de prestaciones y contraprestaciones de lealtad cuasi feudales; implementado a costa de la degradación crónica de la jerarquía y funciones del salario como llave del acceso a bienes y servicios. Algunas de estas cuestiones hicieron conservador y atrasado al sistema institucional y lastraron considerablemente sus dinámicas, procesos internos y las relaciones que establecían, tanto sus operadores como sus destinatarios.  

El subdesarrollo político en Cuba no era ciertamente resultado de la mediocridad, sino de un modelo de poder monopólico que enajenaba la política como forma de transformación de la realidad. De tal modo, se desactivaron para los ciudadanos la igualdad política y el ejercicio de los derechos y libertades inseparables de ella, a través de la activación e imposición de patrones restrictivos y empobrecedores del pensamiento y la acción —política, social, económica y cultural—, así como de la calidad de las interacciones en la vida cotidiana.  

A la postre, ello sería fundamental para la cancelación de distintos intentos de cambio social o auto transformación política. Los primeros fueron propuestos desde entornos institucionales o comunitarios, buscando activar dinámicas de participación que contenían una proposición democratizadora y trasformadora. Sin embargo, la mayoría de las veces quedaron aislados en enclaves solitarios, luego disueltos o metabolizados y sus integrantes dispersados o cooptados, incluso después de ver como algunos de los objetivos propuestos eran convertidos en diques para contener el cambio.  

Por su parte, la mayoría de los intentos de auto transformación política respondieron, tanto a la comprensión de la necesidad de superar el modelo de poder, como a demandas para actualizarlo y ajustarlo, en función de hacerlo más eficiente y funcional.  

Es difícil saber, por ejemplo, en qué medida la decisión de redactar y promulgar una nueva Constitución fue resultado de esto. No lo sabemos con certeza. Ni siquiera desde cuándo empezó a ser manejada como una opción válida para los actores políticos determinantes y verdaderamente importantes. Tampoco conocemos cuáles fueron las necesidades que intentaban satisfacer para lograr la sobrevivencia y continuidad del modelo de poder del que nacía esa Ley de leyes. Quizás el acceso futuro a las actas de las reuniones en que la idea se desarrolló y en las que se tomaron las decisiones que la pusieron en curso, lo permita algún día.  

Distintas hipótesis han intentado desentrañar infructuosamente hasta qué punto la proclamación de Cuba como un Estado de Derecho, el mantenimiento del monopolio del poder a través de la existencia de un único partido político, y la introducción de un catálogo de derechos, libertades y garantías —que aunque prescindía del derecho a la igualdad política, los sistematizaba notablemente—, tributaban a: la necesidad de superar el modelo de poder vigente; satisfacer distintos tipos de demandas para actualizarlo y perfeccionarlo de acuerdo a la fórmula dada por Lampedusa en El Gatopardo; o, incluso, a iniciar un lento y muy controlado proceso de transición, por intereses de élite, a algún tipo de democracia de baja intensidad.  

Todas ellas, al menos desde el punto de vista político, dejaron de ser importantes desde julio del 2021 y ante el posterior proceso de represión policial y judicial de esas dos masivas, espontáneas y, cabe decir, históricas, jornadas de protesta popular. Ni la sociedad ni el poder en Cuba volvieron a ser los mismos.  

El viejo modelo de poder arrolló sobre la marcha a la Constitución de 2019 y empezó a mutar acelerada y frenéticamente, pero ahora con el acompañamiento y referencias que le ofrecía el pensamiento neoconservador cubano, que había estado fortaleciéndose y actuando en las nuevas relaciones económicas desplegadas, y sus complejos y trasnacionales intereses.

La configuración, en los tres años siguientes, de un potente y cerrado dispositivo legal e institucional que desactivaba y tornaba inaccesibles e inocuos los derechos, libertades y garantías reconocidos constitucionalmente, fue apenas un boceto que sugería a la perfección el perfil final del modelo de poder: su forma de Estado Despótico de Derecho.  

En un contexto de desigualdad estructural, pérdida de cohesión comunitaria, insultante polarización y diferenciación de los ingresos y su distribución, del acceso a bienes de consumo y servicios, así como de las condiciones de posibilidad de proyectos —e incluso estilos— de vida; se hizo evidente la instauración de un fuerte proceso de alienación social. Esto se percibió en muchas actitudes de extrañamiento de los cubanos hacia su sociedad, instituciones y dinámicas públicas, que, junto a los discursos y narrativas que las comunicaban, empezaron a ser vistas como hostiles e incomprensibles por miembros de diferentes generaciones.  

No era una cuestión insignificante: mientras algunos exhibían los resultados estéticos de procederes quirúrgicos a los que podían someterse, otros tenían que salir del país desesperadamente para salvar la vida de un familiar, o pasar un infierno de compra de materiales desechables y distintos medicamentos genéricos no disponibles en los servicios médicos, para evitar que el hilo de la vida fuera cortado.  

A partir de algún momento, voceros y funcionarios de distintas jerarquías ―cuyos discursos, y los significados y certezas que transmitían a través de ellos, parecían tener fecha de caducidad inmediata―, convirtieron su creciente pérdida de credibilidad en un factor de erosión de la confianza política de muchos ciudadanos.   

No pocas veces, al intentar explicar alguna situación, sus intervenciones fueron interpretadas como burdas y mal disimuladas amenazas de represión y castigo. La forma agresiva, prepotente o vulgar en que a veces se expresaban, era un guiño a las expectativas de idoneidad y confianza de sus operadores, a los que confiaban su permanencia o acceso a cargos, pero, sobre todo, evidencia de lo crónico de la indisponibilidad de recursos políticos que les aseguraba el ejercicio constante del poder dentro de un sistema cerrado y excluyente, en que la exclusión política se había vuelto hermana gemela de la exclusión social.

Para cientos de miles de cubanos esto sería suficiente. Que aprovecharan el remedo de una ruta interestatal abierta entre Cuba y Centroamérica en dirección a los Estados Unidos de Norteamérica, esconde, en mi opinión, un hecho más trascendental y político. Quizás no exista explicación más completa de lo que me refiero, en términos de los sentimientos, las esperanzas y determinaciones involucradas, que la letra de una canción, «Dos Oruguitas», escrita por Lin-Manuel Miranda para el filme «Encanto».  

La «generación de las oruguitas» se reconocería después en canciones como «Me fui», de la venezolana Rymar Perdomo, o «Lo que le pasó a Hawaii» y «DtMF», de Bad Bunny; o en el complejo algoritmo de autoestima, lucidez, soledad y dolor de un José Manuel Carvajal Zaldivar, El Taiger. Muchos de ellos habían sido antes testigos ―o partícipes― de la manera desenfadada en que miles de estudiantes cubanos de primaria y secundaria habían interpretado, en videos subidos a las redes sociales, una versión paródica de una conocida cuarteta que indicaba a Nicaragua como una puerta de salida a sus sueños.  

La estampida migratoria revelaba —más allá de la catástrofe demográfica, económica y social—, en el caso de la «generación de las oruguitas», las dimensiones reales del desastre que era capaz de causar el subdesarrollo político en Cuba. Fuera en términos de negación de las condiciones de posibilidad política para la búsqueda de la felicidad, o de la dilapidación, en un acto de alivio de tensiones políticas y gobernabilidad, de recursos humanos cuya importancia era crítica desde mucho antes.  

Es probable que nunca antes en la historia nacional miembros de una generación más joven fueran capaces de convencer de forma tan contundente y masiva a integrantes de otras generaciones, no ya solo de involucrarse en un acto migratorio —muchas veces peligroso y siempre azaroso—, sino de la necesidad de hacer posible y llevar a la práctica una elección decisiva para la realización de sus proyectos de vida.  

Tal elección, eminentemente política, fue hecha desde una síntesis de la experiencia de generaciones anteriores, sus sacrificios y frustraciones, pero, sobre todo, de la comprensión exacta de la existencia de un problema político, cuya solución a través de cauces lícitos, pacíficos y propicios para el diálogo y la superación de diferencias, resultaba en Cuba tan imposible para ellos, como lo había sido antes para los integrantes de otras generaciones.  

Llegada a un punto de equilibrio negativo, la sociedad cubana se encuentra hoy en el interior de lo que puede definirse como «bucle del subdesarrollo político». Dentro de él, los operadores del modelo de poder de la exclusión política, quizás sean conscientes de que muchas de las contradicciones y tensiones que este genera en su decadencia no tienen solución; en tanto los ciudadanos ven que la opción que le es ofertada sería el recorrer, una y otra vez, y siempre en vano, las sendas de sus propias frustraciones e incertidumbres.   

Es posible asimismo que para los ciudadanos cubanos no baste el constatar la capacidad que tales operadores tienen para hacer retroceder la civilización en Cuba, para destruir y traicionar en el afán de mantener el monopolio del poder, sus estructuras y procesos; sino que tengamos que entender —y sobre todo asumir— que mientras más tiempo estemos dentro de este bucle, más oportunidades tendrá el modelo de exclusión política de mutar, a través de una transición capitalista, a otro modelo en que se verá comprometida igualmente la posibilidad de que los excluidos logren reivindicar una sociedad democrática donde sea posible alcanzar la igualdad política para todos.  

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Este artículo es un ejercicio de derechos y libertades reconocidos por la Constitución de la República de Cuba.  

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Imagen principal: Sasha Durán / CXC.

René Fidel González García

Profesor y ensayista. Doctor en Ciencias Jurídicas.

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