Cuba, el cambio y nosotros. Coordenadas para un análisis
En Cuba, una sociedad civil desmovilizada durante décadas por un sistema totalitario, sin prácticas políticas autónomas, carente de estructuras que permitan el empoderamiento de la ciudadanía, excluida de las decisiones, con una participación ritualizada; continúa esperando un milagro.
No importa que el acceso a Internet haya obrado una especie de fenómeno sociológico donde las voces políticas se descubren a sí mismas y a otras. Aun así, las personas continúan confiando más en roles de liderazgo ajenos que en los motivos que deberían hacerlas asumir una actitud cívica activa.
Esperan ser «salvadas» por «alguien» o por «algo». Y ese «alguien» no es ya un representante del Partido o el Gobierno. (La gente está convencida de que «esos» no van a salvar a nadie). No obstante, muchos siguen añorando un héroe que, de acuerdo con sus diversas posturas políticas, puede ser: el presidente norteamericano de turno, el Papa, Putin y los Stolypin boys, el Parlamento Europeo, los chinos, Lula, el petróleo mexicano, o determinadas personas que se atrevan a disentir dentro del país. (Venezuela salió del radar, aunque estuvo ahí por mucho tiempo).
El tipo de modelo político que ha existido en Cuba ―basado en la obediencia como valor supremo―, consiguió que las personas dejaran de asumirse como sujetos de la historia para verse como objetos, como piezas de un juego movidas por otros.
Precisamente es esa actitud la que nos separa del cambio. Pero ella no es exclusiva de las personas que vivimos en Cuba. También se arrastra en los duros procesos de migración y exilio, va en el equipaje existencial de cada compatriota. Es un lastre sociológico dañino del cual debemos tomar conciencia todos, donde quiera que vivamos, si queremos la transformación real de la patria común.
Dadme un enemigo y moveré al mundo
Un discurso populista, una política de élite y un enemigo histórico; ese fue el camino que condujo a la profunda crisis general que sufre Cuba.
El discurso populista se vació de sentido ante una realidad que lo contradice y desenmascara. Los políticos, convertidos en élite, ciegos de ambición e intolerancia, prepotentes y corruptos, perdieron la credibilidad que tuvieron a inicios del proceso. Solo permanece en su lugar el enemigo histórico como un símbolo a deconstruir.
Una parte de los cubanos está convencida de que su destino y el de Cuba dependen más de la actitud del gobierno norteamericano que de la nuestra. Sea porque asimilaron el discurso del poder, que afirma categóricamente que «el bloqueo es responsable de todos nuestros males»; o porque asimilaron la tesis que asegura que una política de sanciones muy duras derrocará al régimen de la Isla.
Cada período de elecciones en el vecino país se vive como si fuera la salvación del nuestro: el deshielo de Obama o la era Trump, antitéticos en su relación con Cuba, son ejemplos de renovación de las tensiones. Pero ha sido así prácticamente durante todo el tiempo. Especialmente cuando tras la implosión del campo socialista en Europa la Isla tuvo que atender más a sus relaciones regionales.
Cuando sucede un cambio de administración en la Casa Blanca, como pasó hace pocos días, presenciamos un raro fenómeno: Cuba, la isla profunda, se difumina; pasa a un segundo plano, y lo que debiera ser motivo de articulación se torna profunda enemistad y motivo de rencillas.
Un ejemplo de ello fue la polémica alrededor de la lista de países patrocinadores del terrorismo. Este es un mecanismo de la política exterior de los Estados Unidos hacia otros países que se actualiza cada seis meses. No incluye a todos los países que patrocinan el terrorismo pues eso depende del tipo de relación con los Estados Unidos (por ejemplo, Arabia Saudita no está incluida). Tampoco mide la política interna de los países hacia su ciudadanía, sino el apoyo efectivo al terrorismo internacional (y efectivo no quiere decir hacer declaraciones de apoyo; sino entrenar, financiar y organizar acciones).
Pues bien, lo interesante del asunto, es que muchos de los compatriotas que cuestionaban la decisión del presidente Biden de sacar del listado al gobierno cubano, argumentaban que en su opinión debía permanecer por sus acciones de los sesenta y setenta, cuando exportó focos guerrilleros a otros países, o cuando protegió y entrenó, cosa sabida por todos, a grupos insurgentes en territorio insular.
No obstante, la pregunta que pocos se hicieron fue: ¿por qué el gobierno cubano no mantiene abiertamente una proyección política internacional tendiente a este tipo de acciones, como sí la tuvo en otras épocas?
La respuesta es sencilla: porque en los últimos seis años el crecimiento del disenso dentro de la Isla ha sido tan grande que obligó al aparato represivo a concentrar todos sus esfuerzos al interior del país. Por eso mismo ha descuidado tanto a su aparato de inteligencia exterior ―con la consiguiente detención de agentes de espionaje en Estados Unidos― como la lucha contra la criminalidad interna, que crece de modo exponencial y peligroso.
En ello ha influido asimismo la pérdida de recursos tras décadas de pésima administración y voluntarismo económico, junto a la inexistencia actual de un país pilar que sostuviera esos enormes gastos. Recordemos que la Unión Soviética fue la sostenedora de muchas de las acciones militares desplegadas por Cuba en América y África durante los años sesenta, setenta y ochenta.
Y es muy cierto que el Estado cubano está utilizando abiertamente el terror, y hasta a grupos paraestatales convocados para controlar este novedoso escenario. Por eso mismo esa grave situación debiera ser más importante a nivel internacional que estar o no en una lista que dependa de la geopolítica bilateral de un gobierno.
Cada cubano que haya comprendido la necesidad profunda de transformar nuestro país en un verdadero estado de derecho, sin exclusión ni discriminación política, debería articular esfuerzos, tanto dentro de Cuba como en las naciones donde residan, dejando a un lado polarizaciones y sectarismos, con el fin de encauzar toda la atención (nuestra e internacional) hacia esta sufrida isla y no continuar, como desgraciadamente ocurre, convirtiendo la causa cubana en una prolongación de la política doméstica de los Estados Unidos. Muchos lo hacen ya, pero no es la tónica general.
El 2 de noviembre de 2020 ―veinticinco días antes de la manifestación del 27-N y ocho meses antes del estallido social del 11-J―, en el artículo «Cuba: Constitución, represión y ciudadanía», denuncié explícitamente la gravedad de la situación que ya era evidente. Después, las cosas han sido mucho peores, incluso para mí.
Esto dije entonces:
«Cansados de ver estamos a personas que son llevadas a interrogatorios forzados, arrastradas por la fuerza, retenidas horas o días sin comunicación con su familia o con abogados, a las que les son incautados sus celulares y otros medios, para ser liberados después sin acusaciones ni proceso legal en su contra. El límite que existe entre la Seguridad del Estado y la violencia o terror de Estado es precisamente el respeto a los procedimientos y normas legales por parte de los órganos de Seguridad. La violencia o terror de Estado consiste en la utilización de métodos ilegítimos por parte de un gobierno, orientados a producir miedo o terror en la población civil.
El artículo “El terrorismo de Estado como violación a los derechos humanos. En especial la intervención de los agentes estatales”, de la autoría de Raúl Carnevali Rodríguez, fundamenta que a través del Estado se pueden cometer delitos y menciona entre ellos a “Organismos del Estado o grupos paraestatales que actúan sin contrapesos institucionales —asegurando así su impunidad—, imponiendo su autoridad a la ciudadanía, a través de actos violatorios de los derechos humanos, pues es vista como una especie de factor de riesgo que es preciso controlar”.
Puede afirmarse que en Cuba se manifiesta claramente lo que Carnevali Rodríguez denomina “grupos paraestatales”. Es decir, aquellos “que actúan sin contrapesos institucionales”. Solo basta apreciar el modo en que son convocadas y estimuladas personas que por su carácter civil no poseen prerrogativa alguna, con el fin de golpear, gritar, ofender e impedir el libre movimiento de los opositores, y que estas personas actúan violando la ley impunemente ante la mirada de los oficiales de Seguridad del Estado que desconocen así, entre otros artículos de la Constitución al 47: “Las personas tienen derecho al libre desarrollo de su personalidad y deben guardar entre sí una conducta de respeto, fraternidad y solidaridad”».
Actualmente al gobierno cubano le es más difícil de manejar el diferendo interno que el externo. Y mucha gente relaciona equivocadamente el aumento del disenso interno con el primer gobierno del presidente Donald Trump, sin analizar asimismo que en ello han influido otros hechos: la posibilidad de viajar fuera de Cuba sin necesidad de solicitar permiso al Estado y poder conocer otras realidades, la existencia de medios de prensa alternativos, el debate popular del proyecto de Constitución que fue aprobada en 2019 y el acceso masivo a Internet, que dio voz a la ciudadanía cubana y democratizó el disenso haciéndolo mucho más activo, estimulando una participación cívica en asuntos que habían sido siempre potestad del Estado.
Entendamos que nuestro país vive un nuevo momento histórico. Miremos hacia Cuba, tanto los que vivimos en ella como los que han emigrado. Abandonemos la costumbre de poner en manos externas una responsabilidad que nos compete. Pensemos primero en la patria.
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Imagen principal: Sasha Durán / CXC.