¿Cubano fuera de Cuba?
Hace cerca de un mes murió mi abuela. Como nos ha pasado a muchos cubanos que estamos fuera de la Isla por diversas razones, no pude estar en el proceso previo ni en la despedida. Sin dudas, esto hace el proceso de duelo más complejo, pero no es a lo que deseo referirme. Lo que pretendo es tomar mi experiencia como un ejemplo a partir del cual explicar procesos, plantear preguntas o compartir emociones.
A raíz de esta pérdida familiar, me di cuenta de cuán poco probable es que regrese a Cuba alguna vez, al menos en el estado actual de cosas. Fue como el punto climático de un proceso de desarraigo que comenzó hace muchos años, estando aún allá. Recuerdo con precisión el momento en que decidí irme de manera definitiva. Ocurrió cuando, a raíz de mi traslado a La Habana, viví en carne propia la insignificancia de ser cubano para un sistema cuyo único objetivo es un control totalizador que garantice su pervivencia.
La cuestión fue que, debido a que la venta de mi departamento en Villa Clara se había demorado, no había podido regularizar mi situación migratoria en la capital. Se me citó entonces a las oficinas del carnet de identidad para ser declarado «emigrante ilegal» y recibir un ultimátum: tenía dos meses para hacerlo, de lo contrario sería deportado a mi provincia de origen.
Pude presenciar, además, como le decían a una señora de Santiago y a su hijo casi adolescente que tenían setenta y dos horas para salir de la ciudad. En mi caso iban a hacer una excepción —dijo la burócrata con actitud condescendiente— «porque estaba trabajando en un buen lugar y se veía que era buen muchacho». O sea, me declaraban ilegal en mi país de nacimiento y me amenazaban con la deportación por la demora de unos trámites, pero estaba claro que, aun así, tenía privilegios por todas las cuestiones que sabemos: educación, clase, color de piel, etc. Para la funcionaria, debía estar agradecido; yo, en cambio, me sentía en una novela de Kafka.
Esto determinó mi salida del país: total, ¿qué podía suceder? ¿que me declarasen ilegal y fuera deportado desde otra nación? Ya me había pasado justo en mi lugar de nacimiento; si me pasase en el extranjero, seguramente me dolería menos. Creo que este tipo de proceso le sucede a muchos compatriotas: el sistema nos encierra en determinadas categorías —dígase «emigrante ilegal», «opositor», «gusano», etc.— como en una jaula conceptual, que limita aún más el acceso a ciertos derechos que como ciudadanos deberíamos tener. Pero no restringe únicamente nuestro ejercicio ciudadano: también busca hacernos sentir menos cubanos. Nos desarraiga. Llega el momento en el que optas por la salida, no solo buscando algo mejor, sino porque sientes que nada peor puede ocurrir. Ya eras extranjero en tu propia tierra, ¿qué más da?
Por supuesto, estas múltiples jaulas conceptuales también nos distancian entre nosotros, cerrando la posibilidad de que podamos crear un proyecto conjunto de cambio. La sociedad civil en Cuba se ha constituido como extensión de la (auto)vigilancia estatal, en lugar de constituirse en un campo de contestación al poder del Estado, en un área de apoyo mutuo. Desde estas jaulas-conceptos somos estigmatizados, expulsados del país y del sistema o lentamente fagocitados o aplastados por este.
Se nos vende la ilusión de que si eres una buena pieza en el engranaje del sistema estarás bien, a salvo, pero esto es una ilusión cruel: el propio sistema, a la menor falla o cuando ya no seas útil, te puede desechar sin remordimientos. Ahí están los veteranos de las guerras en África, los miles de jubilados e incluso muchos altos líderes revolucionarios para atestiguarlo. Como había descrito en un texto anterior, la individualidad no importa, solo la supervivencia de un monstruo sistémico que, como Saturno, devora constantemente a sus hijos o los echa de sí.
No es de extrañar que los cubanos seamos vistos en los lugares a los que llegamos, en particular en América Latina, como «intensos», «demasiado competitivos» y nos acusen de que queremos hacernos lugar como sea. En realidad, no tenemos muchas alternativas: no hay un país al cual regresar. Lo nuestro no es un ensayo: es quemar las naves y vivir el alea jacta est de manera literal.
Lo peor es que el mecanismo perverso del sistema confunde adrede ciudadanía y nacionalidad: no solo nos niega los derechos ciudadanos, sino que secuestra nuestra identidad nacional. Así, muchos cubanos que salen, en particular los que no dejan familia en la Isla, buscan de manera inmediata integrarse a los esquemas socioculturales que los admiten, en una negación casi completa de sus orígenes. En realidad, actuamos como apátridas de facto: sin un lugar al que regresar, sin un gobierno que en realidad defienda nuestros derechos dentro o fuera del territorio nacional, a veces negamos nuestro origen para ser mejor aceptados.
Lamentablemente dentro del país ya estamos limitados, pero en ultramar nuestro origen nacional también puede funcionar como otra jaula que restringe posibilidades: por ejemplo, en cuanto a la movilidad. Es muy usual la negación de visas porque, aunque estés residiendo en un país de manera legal, el otro estado te considera un potencial inmigrante ilegal. La única forma de superar estos límites, en la mayoría de los casos, es la integración, y esta se concibe en ocasiones como des-cubanización. Me gustaría leerlos: ¿alguna vez se han sentido des-cubanizados? ¿Por qué, dónde y cuándo?
Por supuesto, a esta altura del análisis la primera pregunta que con toda lógica me podrían hacer es: ¿por qué escribes entonces? Créanme que también lo he reflexionado mucho en este tiempo. Rememoro siempre el consejo que me dio una mujer muy sabia antes de mi salida de Cuba: «Vete, vive todo lo que puedas, pero nunca dejes que los descarados estos te quiten lo que eres». Esas palabras resuenan permanentemente en mí. No podemos dejar que nos quiten lo que somos, que nos recorten para ajustarnos a un sistema que a la menor oportunidad nos desechará, que nos hagan sentirnos menos cubanos por ciertos factores como lugar de origen o postura política: si alguien sobra en esta ecuación, no somos nosotros. Es curioso que exijan nuestra incondicionalidad a un proceso que nos tamiza cuidadosamente a través de un sinnúmero de condiciones para considerarnos dignos, ciudadanos, incluso cubanos.
Nuestra identidad nacional está sometida a fuertes contradicciones: secuestrada por un sistema autoritario, estigmatizada y reconocida a partes iguales en otros lugares, y a nivel individual objeto de orgullo y frustración. El sistema imperante en la Isla ha instrumentalizado la idea de que no somos verdaderos cubanos si no le somos incondicionales, porque la Revolución es la quintaesencia de la cubanidad.
En mi caso particular, me rehúso a dejarle el cubanómetro al gobierno: la identidad nacional es un mosaico plural, suma de afectos, lazos, recuerdos, contradicciones; pero también es diversidad de opiniones y posiciones políticas. La muerte y la distancia desatan algunos de esos lazos, mas, a fin de cuentas, mi propia historia también está conformada por momentos en los cuales un grupo de amigos, ahora desperdigados por el mundo, cantábamos en el parque de Remedios canciones de Liuba María Hevia o Carlos Varela. Es fuerte el momento en el que te percatas de que quizás esos grupos de amigos nunca más coincidirán al mismo tiempo en un mismo lugar.
Si regreso ahora a Cuba, prácticamente no encontraré a nadie, pero no deja de ser MI Isla. Me niego a olvidar y a entregarla en bandeja de plata. Sería más fácil disolverme en una nueva identidad, pero no me sentiría en paz. Claro, no se trata de defender un pasado que en realidad ya no existe: se trata de reivindicar la posibilidad de un futuro donde, al recuperar un país, nos recuperemos un poco nosotros mismos.