Por una cultura del diálogo
Existe en nuestro entorno una palabra reiterada cuando se habla de buscar solución a dificultades que surgen entre distintas partes. Me refiero al vocablo «diálogo». Como tantos otros que llevan en sí un germen de energía positiva —tales como «libertad», «igualdad», «democracia»—, se emplean, por lo general, de acuerdo con una visión sesgada según los intereses de quien los emplean.
En el contexto actual de la sociedad cubana, cuando el discurso oficial expone la necesidad de dialogar con los ciudadanos, en realidad está diciendo que irá donde estos (o donde algunos de estos más bien) a intentar convencerlos de ciertas razones que llevan a los funcionarios a hacer las cosas de determinado modo y no del que las personas creen, lo cual muchas veces genera penurias y molestias para la gente.
Visto así, se entiende el diálogo como el hecho de ir donde hay personas que escuchan y compartirles determinadas explicaciones. Al no contar con las condiciones necesarias para remediar efectivamente una dificultad, «la explicación» (en verdad justificación) ha venido a entenderse como solución, una forma alternativa de zanjar un problema mediante la apelación a la conformidad y asunción consciente del mismo por los ciudadanos. Esto implicaría que, una vez que se exponen las características y razones de una situación, al comprenderla y aceptarla los interesados, la misma deja automáticamente de constituir un problema. No es fortuito que en tales ocasiones se apele a la «resistencia» y el «sacrificio», pues lo que se está intentando es convencer a los implicados de la necesidad de convivir con el problema hasta que surjan (sin saber con exactitud cómo) las condiciones para enmendarlo.
En esta versión, el dialogo presupone alguien que expone razones y otro que las acepta, lo cual limita al interlocutor al convertirlo en mero receptor. De tal modo, el diálogo resulta ser en la práctica un monólogo, en el que una parte expone mientras la otra admite y asume lo declarado. Ello deviene enunciado incuestionable a partir de la supuesta autoridad y posesión de la verdad por parte de quien representa la instancia de poder. Y no es que se coarte a los receptores de preguntar u opinar, solo que estas participaciones se formulan —según reglas de intercambio no declaradas pero consabidas— desde el punto de vista de aclaraciones y añadiduras a lo manifestado por el exponente, no como cuestionamientos ni razonamientos críticos a ello.
Dicha aceptación sin debate es el tipo de participación que persigue el exponente, lograr que los oyentes asuman aquiescentemente las proposiciones y argumentos que el taumaturgo de la exposición les presenta. Esta variante oficiosa y oficial viene a ser una forma de propaganda que busca la aceptación de determinadas condiciones antes que la exploración de posibles variantes alternativas para erradicar una situación anómala.
Tal estrategia es parte del adoctrinamiento que todo grupo de poder realiza para mantener la aceptación y seguimiento de sus postulados por parte de su base social. Además, resulta necesario puntualizar que explicar las posibles razones de un problema no lo resuelve. Explicar no es una solución, sino una base analítica para hallar aquella. Recordemos que ya Marx, en su oncena tesis sobre Feuerbach, exponía que lo necesario no era solo interpretar el mundo, sino transformarlo. De eso se trata, de transformar las situaciones problemáticas que se presentan.
Definitivamente, la forma antes descrita no constituye de ningún modo un diálogo. Y no lo es porque no hay en ella paridad comunicativa y resolutiva entre los participantes. El diálogo presupone que partes distintas se encuentren para exponer y debatir criterios y posturas, no siempre concordantes pero posibles de reformularse sobre la base de discernimientos nuevos que surjan del propio análisis, expansión, reformulación y ampliación de perspectivas logradas en el mismo proceso de razonamiento y reajuste de juicios a que conlleva el intercambio honesto, desprejuiciado y constructivo que debe caracterizar al diálogo real y solvente.
En este punto es obligatorio por honradez reconocer que, incluso entre individuos o grupos que impugnan la política oficial, muchas veces hay renuencia a dialogar y estos asumen posturas intolerantes, lo que los atomiza y disgrega.
Resulta inobjetable también concordar en que, en toda su historia, el gobierno instaurado desde 1959 no ha concebido forma alguna de tratar con aquellos grupos o ciudadanos que tienen criterios contrarios a los establecidos oficialmente que y han presentado de modo pacífico demandas particulares. Recordemos los casos de Criterio Alternativo, en 1991, que circuló la «Carta de los Diez», donde se pedían algunas reformas para oxigenar la situación del país (varias de las cuales, como el mercado libre campesino, se aprobaron después desde el Estado); o el Proyecto Varela, de 1998, que liderara Oswaldo Payá; o la sentada de jóvenes artistas en las afueras del Ministerio de Cultura el 27 de noviembre de 2020, o la marcha del 11 de julio de 2021.
Todos ellos, de modos diversos, solicitaban cambios que los compatriotas implicados consideraban necesarios. En todos los casos sus reclamaciones hallaron el rechazo y el enfrentamiento. Muchos de los implicados fueron tildados de «contrarrevolucionarios», «enemigos» y hasta «mercenarios». Además, algunos fueron encarcelados, y a otros se les separó de sus trabajos y se les obligó a ocupar puestos ajenos a sus profesiones, casi siempre de servicios. Se obviaron de ese modo sus derechos ciudadanos, olvidando que una nación no pertenece a nadie en particular y que todos, con independencia a sus ideas, tienen derecho a vivir honradamente en ella.
Quizá pueda considerarse una excepción el tratamiento que, por lo general, se dio a las marchas del pasado 11 de marzo de 2024, cuando funcionarios del Partido salieron ante los manifestantes, no para dialogar stricto sensu, pero al menos para explicar las razones que ellos consideraban generaban las dificultades por las que las personas protestaban. Sin embargo, como hemos dicho, las explicaciones no constituyen un modo de dialogar, pues no derivan en una condición nueva acordada entre los dialogantes.
Para llevar a cabo esta forma de interacción socio-política, no es necesario que las partes que acepten dialogar tengan posturas similares o pertenezcan a bandos afines. De hecho, un encuentro sobre la base de pensamientos semejantes no sería en realidad un diálogo, sino un coro monocorde. Un diálogo con resultados prácticos sería el que se proponga razonar y elucidar pensamientos y actitudes diferentes sobre determinado asunto con el fin de lograr el establecimiento de un consenso, aceptado por los implicados como el más conveniente y plausible para todos sin vulnerar sus posturas particulares.
Es un toma y daca en que cada parte debe promover algo y a la vez ceder en algo, para alcanzar con ecuanimidad y provecho los acuerdos más convenientes. Pienso que lo primordial para que se realice el dialogo es la buena disposición de los implicados, el no aferrarse a cuestiones accesorias sino enfocarse en los asuntos esenciales que mueven al intercambio de criterios. En tal sentido, en la actual situación socio-política cubana es necesario analizar una opinión recurrente entre determinados objetores del actual sistema político cada vez que se habla de diálogo: se trata de la tendencia de algunos a plantear su desacuerdo con el establecimiento de cualquier diálogo con los que están en el poder.
Esto lo fundamentan en el hecho de que los empoderados de la «»revolución» han cometido excesos y limitado y reprimido las libertades ciudadanas. Sin embargo, lamentablemente, no se puede dialogar solo entre los que tienen una actitud semejante pero no tienen poder real para producir algún cambio benéfico. Llegados a este punto, la aspiración al control político viene a ser como el juego de niños llamado «parir la gata», en que para que se siente uno hay que desplazar a otro.
Considero que en las condiciones actuales del país, los que ansían un cambio hacia un ambiente más democrático no tienen el poder ni la estructuración necesaria para enfrentarse a los que sí lo tienen, además de que la mayoría aspiramos a un cambio incruento. Es por ello que pienso que nuestra acción debe estar dirigida a lograr la necesaria presión social para que los que detentan el poder acepten sentarse a dialogar.
No obstante, es importante puntualizar que el diálogo no se requiere únicamente entre los ejercen el poder y los que tienen cuestionamientos y rechazos a dicha forma de administrar los asuntos comunes. Es necesario incluso entre los que se oponen a la forma de poder establecido, con el fin de concertar ideas y propuestas para el mejoramiento de la situación general del país. Lo es porque entre estos últimos también hay discrepancias, y a veces hasta discordias, que dividen y debilitan una acción unida y poderosa que contrarreste los desatinos de los empoderados. Nadie es dueño de la verdad absoluta, ni posee una varita mágica para encaminar eficazmente al país, ni mucho menos es omnipotente para decidir qué es y qué no es beneficioso para todos los ciudadanos de la nación.
No creo que el diálogo sobre un asunto tan espinoso como los cambios socio-políticos y económicos que necesita el país, en un contexto de total precariedad material y de crispación anímica, pueda realizarse en un acto instantáneo y único. Tampoco creo que para iniciar un diálogo renovador sea necesario esperar a que estén todas las condiciones facilitadoras de esta intervención multilateral a favor del cambio necesario.
Mi opinión es que lo básico para iniciar un diálogo salvífico entre partes encontradas es precisamente la voluntad de emprenderlo. En tal sentido, se hace imprescindible que todos cuantos se encuentran en desacuerdo con el estatus quo comiencen a reclamar y a ejercer presiones —por medios pacíficos pero convincentes y con argumentos sensatos— para propiciar el intercambio razonado entre partes que encaucen las mejores vías hacia una necesaria transformación.
De igual modo, no considero que un acuerdo eficiente, constructivo y ventajoso se logre de una vez, en lo inmediato de iniciar el diálogo. En un ambiente enrarecido por años de desavenencias, aprensiones y enfrentamientos; es muy difícil encontrar soluciones universalmente satisfactorias en breve término. Para que realmente sea provechoso y resolutivo para las distintas partes, debe consistir en un proceso de aproximaciones sucesivas, donde gradual, objetiva y positivamente se eliminen recelos, descarten posiciones inflexibles y creen perspectivas viables encaminadas a una solución beneficiosa y justa para todos.
Por supuesto, ninguna solución es inmutable y propicia en todas las condiciones. De modo que deberá establecerse una estrategia de dirección dialógica permanente. Ello implica que habrá que sustituir el sistema de dictados verticales por uno de intercambios horizontales, lo cual presupone la adopción del diálogo constante, general e interactivo como forma de decidir los destinos de todos.
Lógicamente, la asunción del diálogo como sistema de coordinación, análisis, consenso y discernimiento de soluciones, no significa que ipso facto se anulen los conflictos. El despliegue de nuevas condiciones y metas traerá consigo otros riesgos y conflictos, pues todo desarrollo inédito presupone la aparición de situaciones problemáticas. Sin embargo, si las partes intentan solucionar las nuevas dificultades con soluciones dialogadas, dichas contradicciones no llegaran a ser antagónicas, sino que constituirán un estímulo para las debidas alternativas reparadoras.
En tal sentido es útil recordar que uno de los factores cardinales para el debido desempeño de cualquier actividad humana es el conocimiento para resolver problemas. Este implica una actitud analítica, resolutiva, así como una condición participativa, creativa, constructiva en el sujeto. Una condición que no se conforme a lo existente, sino que aspire a su constante mejoramiento para que el individuo halle su más plena realización.
No se puede estimular el pensamiento resolutivo desde una mentalidad intolerante, unilateral, impositiva, discriminadora. El gran cambio de la sociedad se originará no como resultado de la introducción de nuevos conocimientos, métodos y técnicas; sino como producto del desarrollo de otra mentalidad en el individuo. Una de carácter humanista, tolerante, participativa, colaboradora, creativa, ecológica, pacifista. Es decir, dialogante. Solo una mente así estará apta para resolver las inagotables contrariedades que surgen en la evolución de la humanidad antes que aceptarlas, agudizarlas y perpetuarlas.
En un diálogo, cada participante aporta perspectivas, razones, datos que posibiliten la creación de un nuevo y enriquecedor discurso. La dinámica de lo complejo es fundamental. El diálogo va hacia un sentido más integral y armonioso que la suma de partes. Son elementos necesarios para ello: honradez informativa, acento negociador, flexibilidad de actitud, apertura a lo distinto, voluntad participativa, disposición a la armonía discursiva e intención resolutiva.
Para instaurar el diálogo como vía de resolución de problemas hacen falta ciertas condiciones básicas: en primerísimo lugar la libertad de expresión y participación. Cada interlocutor debe sentir que tiene suficiente horizonte para exponer, fundamentar y razonar sus juicios sin consecuencias riesgosas. De esto se colige que es fundamental la igualdad de posibilidades. Quienes dialogan son pares, no por los puntos que ventilan sino por el derecho a ventilarlos sin cortapisas. Para que esto sea posible, es indispensable el ánimo de tolerancia. Hay que considerar y permitir ese espacio de diferencia. Únicamente sería rechazable una actitud que haga peligrar el desempeño pacífico de la sociedad.
Por último, no se puede dialogar solo a partir de opiniones y criterios personales. Estos dejan cabida a clichés y prejuicios. Se precisa conocimiento, datos, documentación, examen riguroso para que el esfuerzo no sea inútil. De ahí que sea necesario el libre acceso a la información.
Definitivamente, dialogar no debe consistir en una convocatoria o procedimiento eventual y casuístico según criterio de una instancia de poder. Debe constituirse un modo constante de examinar la realidad y actuar consecuentemente en ella para deshacer obstáculos, concebir nuevos empeños y propiciar vías de realización efectiva.
Es, en fin, una manera participativa, cooperativa y productiva de pensar y ser en la vida. No es necesario que accedamos a las doradas puertas de la Ciudad del Sol. Solo que caminemos por las avenidas francas de un país donde el diálogo haga los días más benignos y promisorios.