El Estado cubano y el fin del «costo cero»

Cuando el 1ro de enero de 2021 un silencioso Raúl Castro apareció en televisión al lado del presidente Miguel Díaz Canel, que anunciara, con gesto protocolar y simbólico —dos generaciones juntas: la histórica y la de la continuidad— el inicio de la Tarea Ordenamiento, la burocracia que dirige Cuba agotaba infructuosamente su oportunidad postrera de remontar la enorme crisis económica estructural sin transformar asimismo la naturaleza política del Estado. Eso último era una deuda pendiente desde la caída del campo socialista.

Tres meses más tarde, en el 8vo Congreso del PCC, el anciano militar cedería también el batón de mando partidista; justo a tiempo para que fuera Díaz-Canel el responsable aparente, aunque no real, de convocar al combate contra miles de personas que salieron a las calles el 11 de julio de ese mismo año en las más grandes manifestaciones de la historia insular reciente.

Desde que inició el colapso del socialismo europeo se han anunciado aquí innumerables estrategias, proyectos y planes, presentados siempre como soluciones a los problemas económicos. En orden cronológico los más significativos serían: proceso de Rectificación de errores y tendencias negativas, proceso de Perfeccionamiento empresarial, desmontaje de la industria azucarera, Programa electro-energético nacional, Actualización de la economía cubana, experimento de Artemisa y Mayabeque, Zona de desarrollo del Mariel y Tarea Ordenamiento (TO).

El diseño de la TO, a diferencia de sus predecesores, se presentó como un cuidadoso estudio que, a lo largo de una década, incluyó un acercamiento a experiencias similares en China y Vietnam, países con sistemas de partido único pero que habían mostrado capacidad de reformas y gran pragmatismo político. Marino Murillo, al frente de la comisión que diseñó la TO, se convirtió por un tiempo en el hombre de éxito de la política cubana y tuvo a su cargo las comparecencias ante la Asamblea Nacional del Poder Popular y ante los medios para, en los meses previos, detallar todos los beneficios y positivos resultados que se esperaban.

No obstante la TO, mal diseñada e implementada, y aplicada en el peor momento de la pandemia de Covid-19, agudizó al máximo la precaria situación económica y social e hizo emerger como nunca antes la dimensión política de la crisis.

Obstinado, dogmático y autoritario, como ha sido siempre, el grupo de poder que conduce los destinos de Cuba desoyó los análisis de economistas y científicos sociales que alertaron tempranamente sobre los errores de diseño, las incorrectas secuencias y la inconveniente etapa en que fue aplicada la nueva política. Así se mantuvo en sus trece durante dos años: era la realidad y no el diseño quien se equivocaba.

Pero en los recientes VII Pleno del Partido y sesión ordinaria de la ANPP, han debido admitir lo que todos sabíamos desde hace veinticuatro meses: la TO había fracasado. No hubo una sola disculpa. No hubo una sola renuncia. Únicamente hicieron lo que mejor saben, crear una nueva definición para el próximo año: Economía de Guerra. Y por supuesto, anunciar un conjunto de medidas que entrarán en vigor en pocos días.  

En el programa televisivo Mesa Redonda del pasado miércoles, el ministro de Economía Alejandro Gil repitió enfáticamente estas interrogantes: «¿Hasta cuándo?» y «¿Quién lo paga?». La primera de ellas es repetida por muchas personas. Respecto a la segunda, aunque afirma Gil que «Lo pagamos todos», eso no es cierto. En el artículo «Cuestión de tiempo», escrito hace varios meses, argumenté en tal sentido:   

Los que gobiernan Cuba —devenidos clase política con el decursar de los años—, se adaptaron desde el inicio del proceso revolucionario a administrar mal y a no rendir cuentas. No debían temer nada y, efectivamente, durante décadas nada se les reclamó. No era posible. En buena medida por la confianza en ellos de gran parte de la ciudadanía, pero también porque no existía modo de confrontar decisiones erróneas en el uso de los fondos de inversión de las empresas, el manejo de créditos, inversiones y deudas; la concertación de negocios, licitaciones o contratación de servicios y, más recientemente, en la transferencia y/o disolución de la propiedad pública.

Con la frase: «Nada tiene costo cero», Gil aludió cínicamente a la necesidad de que el pueblo comprenda —con el espíritu de sacrificio que parecen creer inagotable en él—, el nuevo paquetazo que sostendrán sus agotadas espaldas. No será neoliberal, pero nadie debe dudar que es un paquetazo. Una vez más, el ineficiente estado transfiere a la ciudadanía el costo de sus políticas erróneas, sus leyes arbitrarias y sus decisiones voluntaristas.

De acuerdo a Gil: «Estamos compartiendo los riesgos y los sacrificios». Negativo ministro: los sacrificios siempre han sido nuestros, pero los riesgos, esta vez, serán de ustedes. La ciudadanía debiera considerar la expresión «Nada tiene costo cero», como una de las más grandes verdades pronunciadas por un funcionario cubano, porque lo dramático de la crisis actual ya no admite otro cheque en blanco de tiempo perdido para el gobierno, que ha actuado siempre convencido de que todo error suyo tendrá «costo cero».

Décadas de malas decisiones administrativas, erradas políticas públicas, recorte de gastos sociales, debilitamiento de la justicia social e incompetencia y arrogancia de una clase política caracterizada por su falta de conexión con la ciudadanía, tanto en su forma de vida privada como en su discurso y su proyección, nos llevaron a un callejón sin salida. Y ahora nos preguntan a nosotros por boca de Gil: «¿Cómo salir victoriosos de una situación de economía de guerra?». Eso es lo que deben respondernos ustedes.

Parábola de las imágenes

Tomadas en la calle del Medio, arteria más populosa de la ciudad de Matanzas, dos imágenes permiten constatar, más que toda la estadística del Anuario Nacional, lo que es hoy la sociedad cubana. La primera la tomé yo; la segunda, un coterráneo que la compartió en su perfil de Facebook.

Una tienda de la marca DNA Sports, artículos exclusivos y por ello caros, tiene en sus vidrieras estos dos eslóganes que acompañan a los citadinos: No lo sueñes… entrena para ello, y Trabaja fuerte y lógralo.

Tres calles más adelante, en el portal de una tienda de moneda libremente convertible (MLC), no más caer la noche varias personas sin hogar se acuestan a pernoctar. Delgados, encogidos por el frío, con ropas viejas y sin siquiera una frazada, no deben tener energía para soñar; mucho menos para lograrlo.

No solo son diferencias sociales que pueden existir en cualquier país. Son contrastes inadmisibles en uno que se dice socialista, que proclamó una revolución «de los humildes, con los humildes y para los humildes», donde dirige un Partido único que afirma ser comunista y cuyo gobierno asegura constantemente que «nadie quedará desamparado».  

La exclusión y discriminación política inherentes al modelo cubano desde los inicios —y que no fue definida por la hostilidad norteamericana, como no la definió tampoco en los países europeos que tuvieron ese mismo sistema político—, devino ya exclusión y discriminación social.

Mientras unos asisten a elitistas «Cenas del Blanco», otros muchos buscan su cena entre los desechos, si tienen suerte. Entretanto, el presidente Díaz-Canel insta a «Redescubrir el aliento mítico de la Revolución», y la Ley de Salud Pública exhorta a la «dignificación de la muerte» en un país donde es cada vez más difícil la dignificación de la vida. Debe ser por eso que hace casi un lustro mueren en Cuba más personas que las nacidas.

¿Control del Estado o estado de control?

La narrativa oficial sobre las manifestaciones del 11-J ha negado siempre su carácter interno, autónomo y espontáneo. Se las denunció como intento de golpe blando, financiado desde fuera, antes que admitir las poderosas razones que explican las mayores protestas masivas después de 1959.

Más allá de los resultados inmediatos de la TO, existen consecuencias sociales debidas a décadas de empobrecimiento y ajustes económicos, sobre todo desde los noventa. Las más notorias son: aumento de la mortalidad general, infantil y materna; disminución sostenida de la natalidad; incremento del número de suicidios; crecimiento de la población carcelaria; un éxodo de proporciones dramáticas y acentuación de la desigualdad.

Fidel Castro, el padre del autoritarismo y el verticalismo políticos que se mantienen hasta hoy, entendió siempre la importancia de lograr un consenso social a partir de ciertas cuotas de bienestar, de ahí su tendencia a priorizar las inversiones en salud, educación y asistencia social. Como hábil político, comprendió que algo había que dar a cambio del poder absoluto.

Su hermano Raúl Castro, carente de esa habilidad, en cuanto llegó al poder disminuyó drásticamente las inversiones del Estado en programas sociales y asistencia social. Especialmente, cuando fueron restablecidas las relaciones diplomáticas con Estados Unidos, la tendencia dominante en las inversiones del estado cubano fue su corrimiento abrupto hacia la construcción hotelera e inmobiliaria.

 Que las condiciones de la pandemia fueron un catalizador es algo indiscutible, pero negarse a reconocer la decisiva responsabilidad interna y el conjunto de factores: económicos, políticos y sociales que estuvieron en la base de los acontecimientos, fue suicida políticamente hablando. De hecho, los intelectuales que alertamos durante meses sobre la posibilidad de un estallido social de esa magnitud fuimos denominados mercenarios. El aparato partidista y gubernamental desconoció con negligencia las señales de alarma previas al 11 de julio y persiste en su actitud.

Las injustas y desmesuradas condenas a los manifestantes, mantenidas más de dos años y medio después, tienen una intensión ejemplarizante. El estado cubano se develó sin disimulo en ese período como altamente policial y represivo. Apostó a que sería el miedo de la ciudadanía y no su capacidad para revertir la crisis, lo que evitaría un nuevo estallido. No obstante, el disenso crece a la par de la represión.

A tenor con ello, las impopulares medidas anunciadas para el 2024 se aplicarán a una sociedad que sufre una crisis dramática: altos niveles de pobreza y desigualdad, carencia de alimentos básicos y medicamentos o acceso privilegiado para algunos sectores; pérdida de calidad en el disfrute de servicios de salud, educación y asistencia social.

Y sin la posibilidad real de interpelar y sustituir a los responsables de esta debacle, pues no se respetan derechos políticos constitucionalmente establecidos, como la libertad de expresión, asociación, manifestación y circulación. Todavía no se han aprobado, ni siquiera se han discutido por la ANPP, las leyes complementarias que deberían habilitar el ejercicio del derecho a manifestación pacífica que la Constitución del 2019 reconoce.

Si el paquetazo del 2024 diera lugar a un nuevo estallido, cosa perfectamente previsible dado el conflictivo sustrato social, la violencia podría ser mayor. Y las cárceles cubanas cuentan ya con una de las tres poblaciones percápita más elevadas del planeta.

La real distorsión

Los factores reales de la crisis cubana están en el desgaste del modelo de socialismo burocrático por la misma contradicción irreconciliable que hizo fracasar a sus similares europeos. De acuerdo a la Constitución de 2019, el Estado cubano administra la propiedad social en nombre del pueblo; pero todo administrador tiene que rendir cuentas por los resultados de su gestión, algo a lo que se niegan nuestros burócratas.

La distorsión que necesitamos corregir es la permanencia en el poder de una clase política parasitaria que vive de espaldas a nuestra dura realidad y excluye a la ciudadanía de cualquier decisión sobre su destino. Es el mismo grupo de poder apegado a dogmas, principios, y solicitudes de austeridad y sacrificio para nosotros. Son los exploradores de un futuro incierto al que jamás llegaremos. Son ellos, y el sistema político que los sustenta, los responsables de la crisis cubana.

En las intervenciones del presidente, el primer ministro y el ministro de Economía ante la ANPP, se les notó descolocados y hasta amenazantes. Es evidente, aunque lo nieguen y pidan confianza y unidad con el Partido y la Revolución, que se percatan de que es el fin del «costo cero» para su clase política.

Alina Bárbara López Hernández

Profesora, ensayista y editora. Doctora en Ciencias Filosóficas y miembro correspondiente de la Academia de la Historia de Cuba.

https://www.facebook.com/alinabarbara.lopez
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