Fotografiar el ojo gris humano

Un ser humano llega tambaleándose al banco del parque y se acuesta. Puede el desequilibrio ser hambre, alcohol, soledad, desamor, o todo junto. No cierra los ojos grises. Un zapato viejo se desprende del pie que protegía. Hay mugre bajo las uñas largas y amarillas. Un ojo gris del ser humano se mantiene inmóvil y creo que me mira.

Otro ser humano se echa en otro asiento bajo la brisa de los árboles. Recortados contra la intensa luz del fondo pasan, unos tras otros, los zombis. Van o vienen de sus trabajos, de sus preocupaciones, de sus tremendas vidas inmediatas, sin mirar al lado. Y el ojo gris del ser humano continúa fijo sobre los míos.

Por algún motivo irracional apago, avergonzado, el cigarro de diez pesos. Dejo a medias el refresco de ciento noventa. Pienso: ¿Qué pensará ese ojo de mí? ¿Cómo me estará viendo? Siento que le debo una explicación: que sepa estoy de su parte, que no yo soy el culpable, que me resisto a ser también un títere del pollo a doscientos sesenta, del miedo a expresarme y de todas las políticas fracasadas del gobierno que aceptamos. Quisiera decirle que resistir es difícil, pero él, humanísimo perdedor, ya lo sabe. No acierto las palabras para comunicarme con ese ojo que a veces se cierra y se abre. Saco de la mochila la cámara. Dejo que él la vea. Luego tomo la foto sin preguntarle el nombre.

Después o antes de esa foto, o arriba o abajo en el tiempo, desde que Daguerre patentó su invento, están las fotos de los atardeceres, de los paisajes, de los amigos en Miami, de los desconocidos enamorados en París, de la playa transparente, de las mascotas amadas… Estarán las selfies, las fotos con las nalgas empinadas frente a los espejos de los hoteles y discotecas, las fotos de la mujer embarazada, de los cumpleaños, de la criatura recién nacida… Millones y millones de fotos subidas cada segundo a las redes sociales festejando la belleza momentánea, la felicidad aunque sea una farsa, aunque sea aparente… También los sentimientos que siguen siendo auténticos y necesitan compartirse, recibir likes, despertar sensibilidad y corazones.

Pero las fotos de un ojo gris recostado en un banco pasan en la pantalla de tu Instagram sin muchas penas ni glorias. Son comprensibles las razones: la pobreza es fea. Y uno se aparta del apestado. El que más, compasivo, le da un plato de comida. Un pan con aceite y sal, dice el hombre. Una jaba de nailon con tajadas de calabaza hervida y un pomo de agua fría. Hay quien le compra un helado. Cuando se baña, es en la playa. Y por las noches se va a dormir, vaya paradoja, en los portales de la galería de arte; por si el frío, por si llueve.

Para emborracharse, para olvidar sabe Dios qué angustias y mortificaciones de sus prolongados cincuenta años, bebe medicina natural con alcohol como base, comprada en la farmacia a seis pesos el frasco. Una escapada realmente barata. Un ataque lento al hígado y al cerebro porque, en definitiva, no es que desee morirse.

Ese ojo gris humano me vio al mediodía de un sábado que nombraron Día Internacional de la Fotografía, pero me han visto otros similares en otras fechas. No pude ocultarme de los catorce ojos que dio a luz una madre desesperada, sin casa ni recursos para sustentarlos a todos. Ni de los niños que venden en la acera, a otros niños como ellos, mamoncillos y juguetes. A los ojos del anciano postrado en la cama hedionda de sus propios orines; a los de la madre que perdió a su hijo casi adolescente en aquel incendio terrible; a los del enfermo que no tiene los medicamentos para que su corazón lata a un ritmo decente; a los que pasan hambre.

Está la belleza también, y cerca de ella anda lo que es ser feliz, pero uno que se dice fotógrafo tiene una responsabilidad ética, moral, con lo que está pasando en Cuba hoy con muchos seres humanos. Los zombis encargados del noticiero y de la mayoría de los «medios de prensa oficiales» no miran a esta parte. Los que los mandan, menos.

Si no hacemos ahora fotos y videos, quedará sin documentar todo el deterioro que se está sufriendo. De los modos de sobrevivir, o no, de los sectores más afectados. De cómo intentan seguir adelante. De lo que les arranca una sonrisa y una mala palabra. Hay que contar las historias también de los que tienen éxito. Del capitalista en ciernes. Del que decide quedarse y del que quiere irse. Hay que pensar en series fotográficas a largo plazo.

Hay que fotografiar la vida no como el turista que llega al Tibolí, al Condado, a La Marina o a la Güinera buscando lo exótico. Mejor, como si la viéramos con ese ojo gris, azul, marrón o negro que no es el propio: desde el punto de vista del otro. No es un dictado. Es solo una anotación que hago para mí. El papelito amarillo que pegué en la puerta del refri.

Igual, que vengan las selfies y más fotos de amaneceres chulos y de todos los tipos en los posts de Facebook. El que sepa hacerlo, encontrará en todas ellas un documento fiel de estos tiempos.

Le enseño al ojo gris humano la foto que le hice, y se llena de lágrimas. ¿Qué estás buscando de mí? ¿Qué quieres demostrarme? ¿Por qué lo haces?

Cómo explicarle que yo también tengo miedo. 

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