Lula, el Partido de los Trabajadores y la encrucijada de la democracia global

Quien apoye los absurdos teje-manejes políticos en Venezuela no tiene ninguna autoridad moral para gritar «golpe de estado» en su propio país.

En los días que corren, la democracia no es una broma. El ascenso de la extrema derecha puede ser el fenómeno más llamativo, pero hacía tiempo que la democracia no sufría un conjunto de amenazas tan consistentes y de tan gran escala. Los nuevos movimientos sociales y los partidos políticos intolerantes y radicales desafían —tanto en las elecciones como en la percepción pública— prácticamente todos los fundamentos de la democracia moderna. Demuestran que llegaron para quedarse, aunque aceptemos esa realidad o nos refugiemos en la ilusión de que todo es demasiado feo para ser verdad.

En varios aspectos, las décadas de 2020 y 1920 tienen más en común de lo que se imagina. Son tiempos confusos e inquietantes para la política y la democracia, marcados por el avance constante de posiciones radicales y populistas que veían la democracia liberal como un estorbo. En la década de 1920 aún no se sabía, pero el radicalismo antidemocrático no estaba de paseo. Ahora, en la década de 2020, estamos usando precisamente lo que sabemos del siglo pasado para tratar de evitar que se repita, aunque las repetidas victorias de extremistas y radicales pueden indicar que esta es la nueva normalidad de la política.

Así como en la década de 1920 sonó la alarma de que la comunicación de masas era clave para las pretensiones extremistas, en la década de 2020 no estamos menos preocupados por el papel de la comunicación política digital en esta nueva era de intolerancia. En el último siglo, el posterior uso de la comunicación para el fortalecimiento de los movimientos nazifascistas en las décadas de 1920 y 1930, además de su aplicación a gran escala durante la Segunda Guerra Mundial, confirmó los peores temores sobre el impacto de la comunicación en la movilización de personas, manipulación de conciencias, formación de representaciones de la realidad y valores por los que orientar la vida intelectual y moral.

Desde mediados de la década de 2010, tras una larga primavera democrática, hemos entrado directamente en un invierno en el que se disputa, palmo a palmo, en los entornos digitales y en las nuevas ecologías mediáticas, los afectos y las convicciones de nuestros contemporáneos sobre si valores como el pluralismo, la tolerancia, el diálogo, la negociación de intereses y la prohibición del odio aún deben sustentar nuestro contrato social. No sabemos con certeza qué nos depararán los próximos años o si las sociedades seguirán alimentando al lobo autocrático o dando voz a sus instintos democráticos, pero lo que sí es seguro es que la comunicación seguirá estando en el centro de esta disputa.

Por tanto, no podemos vacilar cuando el asunto es la democracia. Los electores han renunciado a aspectos fundamentales de este régimen, o a candidatos de perfil democrático, en nombre de causas desproporcionadas, como acabar con la invasión de extranjeros, acabar con la corrupción política o mandar al Partido de los Trabajadores (PT) al infierno.

Lula recibió una nueva oportunidad de gobernar el país porque muchos vieron en él el único medio para salvar la democracia del bolsonarismo. Nadie lo perdonará si arruina esa imagen para salvar a un gobierno que no le concierne y que tiene fama mundial de autócrata, simplemente por un delirio de afinidad ideológica.

Cuando un arreglo sospechosísimo de fuerzas políticas se apoderó del mandato de la por entonces recién electa presidenta petista, utilizando los subterfugios disponibles, el PT corrió a pedir apoyo de quienes no sentían especial aprecio por Dilma Rousseff, pero consideraban, sin embargo, que la soberanía popular expresada en las urnas debía ser respetada. Además, el PT nunca fue más democrático que cuando gritó que «un juicio político sin delito de responsabilidad es un golpe de Estado» y que las urnas eran sacrosantas. Y pasó los cuatro años desesperados del bolsonarismo rugiendo en defensa de la democracia, todavía más durante la intentona golpista del 8 de enero de 2023.

En aquellos tiempos nadie decía que el socialismo era más importante que la «despreciable democracia burguesa» o que la democracia con desigualdad social no era democracia.

Entonces, ¿cómo es posible que, cuando se trata de Venezuela, se puedan ignorar las elecciones libres, justas y limpias?

Lula y el PT necesitan decidir de una vez por todas: o les importa la democracia —en cualquier parte del mundo— o lo que realmente les interesa es que el poder político esté en las manos adecuadas. Esta decisión podría representar la desmoralización definitiva de todas sus pretensiones de ser garantes de la democracia a cualquier precio.

Quienes apoyan los absurdos tejemanejes en Venezuela no han de tener moral alguna para gritar «golpe de estado» cuando a su candidato se le impida postularse, cuando le anulen el mandato a su presidenta o cuando un caudillo incite a las masas a impedir que el presidente electo sea certificado.

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Imagen principal: Folha de São Paulo.

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Este texto fue publicado originalmente en el medio brasileño Folha de São Paulo. Con el beneplácito de su autor compartimos esta traducción al español, realizada por Alexei Padilla Herrera para CubaXCuba.

Wilson Gomes

Doctor en Filosofía. Profesor Titular de la Universidad Federal de Bahía. Coordinador del Instituto Nacional de Ciência y Tecnologia en Democracia Digital.

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