Los intelectuales cubanos ante el contexto actual de la nación
Los cubanos estamos viviendo tiempos tremendamente arduos, sin dudas los más escabrosos desde el triunfo de la Revolución hace 65 años. En corrillos espontáneos, asambleas de organismos e instituciones, así como en espacios de las redes sociales, se exponen, cada vez con más frecuencia y más desembozadamente, los numerosos y complejos problemas que afligen al ciudadano de la isla, tanto en el orden material como espiritual.
Es cierto que diversas circunstancias, tanto internas como externas, se combinan para complejizar ese contexto. El bloqueo norteamericano obstaculiza operaciones comerciales y financieras y genera un clima poco beneficioso para el desempeño del país; en tanto la situación mundial se distingue por tensiones geopolíticas y bélicas que repercuten globalmente y, por lógica, también en Cuba. Pero es crucial analizar que en nuestro país se han generado a lo largo del tiempo múltiples insuficiencias internas, unas de carácter objetivo, pero mayormente de tipo subjetivo, por errores de planificación y administración cuando no por incapacidad de los directivos y exceso de voluntarismo. Eso en el ámbito económico, porque igualmente en el ámbito político nos ha distinguido desde el inicio el autoritarismo, el verticalismo y la separación entre los que dirigen y la ciudadanía.
Recordemos que los filósofos —entre ellos Marx— han insistido en que, de todas las contradicciones, son las internas las que más directamente determinan en la aparición de determinado fenómeno. Y, además, es sobre estas donde tenemos mayor posibilidad de acción pues solo depende de la inteligencia y voluntad propias, no únicamente de quienes dirigen, sino de toda la sociedad. Es evidente que algo hemos hecho mal para que el país, no solo contuviera su avance sino que, incluso en esferas donde se habían obtenido determinados adelantos, como el sector de la salud y la educación, ahora se presenten serias privaciones que laceran la vida cotidiana.
Aspectos donde verificamos el notable deterioro de la situación son la carencia de alimentos, medicinas, así como de equipamiento para hospitales, escuelas y fábricas; la falta de medios de transporte; la hiperinflación y la resultante disminución del valor real del salario y las pensiones; los bajos rendimientos de una economía empecinadamente estatizada y la limitación a otras formas de emprendimiento empresarial; el desmantelamiento de formas tradicionales de producción agrícola, como la industria azucarera, la inapropiada forma de establecer cooperativas agropecuarias, así como regulaciones que paralizan un libre proceso de producción y ventas de productos; el deterioro del sistema de generación de electricidad; la reducción de exportaciones significativas para el país; la disminución de la recepción de turistas básicamente por ineficacias en operaciones y servicios.
En paralelo al debilitamiento de la base material de vida, se manifiestan significativos deterioros en la convivencia del país, como el incremento de la delincuencia y los actos violentos; el aumento del alcoholismo y el consumo de drogas a edades más tempranas; la entronización de una considerable burocracia ineficiente y negligente ante las vicisitudes de sus respectivas ramas de dirección, con el disfrute de prebendas que se agencian por sus relaciones, lo que lleva al consecuente acrecentamiento de la corrupción —puesta en evidencia en recientes cambios realizados en las estructuras estatales y partidarias—; los continuos planes de medidas para paliar aspectos de la economía fallidamente implementados por lo que sistemáticamente son incumplidos y sustituidos por otros (declarado así por el propio presidente en reunión del Parlamento) que se vuelven a incumplir.
Y, encima de todo esto, la multitudinaria emigración, en especial de jóvenes, movidos por las penurias y faltas de perspectivas inmediatas, lo que reduce considerablemente el capital humano del país que, por demás, está menguado por una baja tasa de natalidad, en parte consecuencia de las difíciles condiciones de vida, así como por el alto envejecimiento de la población. Todo ello revela una aguda crisis económico-social que sacude transversalmente los estamentos de la sociedad cubana y lacera la existencia social y la calidad de vida.
El propio Miguel Díaz Canel, en su discurso ante la Asamblea Nacional del Poder Popular del 19 de julio de 2024, sintetizaba así la crisis actual:
«La muy compleja situación del país se verifica hoy en prácticamente todos los ámbitos de la economía, pero hay algunos donde el impacto de las carencias resulta más doloroso y significativo, como la imposibilidad práctica de asegurar oportunamente el suministro de los escasos productos de la canasta básica y los medicamentos; la inestabilidad del sistema electro-energético nacional y el descontrol de los precios, excesivamente elevados, especulativos, abusivos, que limitan el poder adquisitivo de una parte considerable de la población. Paralelamente, y como consecuencia de las sostenidas carencias y limitaciones, crecen las manifestaciones de indisciplina, violencia social, adicciones y vandalismo, que atentan contra la tranquilidad ciudadana, entre otros problemas».
En tal sentido, no resultan fortuitas ni insignificantes las espontáneas reacciones populares para exigir mejoras. Evidencia de ello son las manifestaciones ocurridas el 11 de julio de 2021 y el 17 de marzo de 2024, solo por citar dos ejemplos. Demostraciones de este cariz, propias de toda sociedad en dificultades, no son solo reacciones ante la continua precariedad y el agobio resultantes de años de esfuerzos y sacrificios sin mayores resultados. Son también la consecuencia de la falta de vías para canalizar inquietudes y aspiraciones de los ciudadanos, así como para la proyección consensuada de soluciones eficaces y fundamentadas, incontaminadas por la politización a ultranza y el voluntarismo.
Sin embargo, con creciente preocupación observamos que, en lugar de desplegar una actitud flexible a la comprensión y el intercambio de perspectivas, se ha acudido a rígidas formas de censura y contención que no solo engendran temor y resentimiento, sino que frustran las posibilidades para la concertación y cooperación colectivas que propicien el mejoramiento. Toda inflexibilidad para la conciliación evidencia, no solo falta de voluntad para el diálogo, sino exigua inteligencia en el manejo de situaciones de conflicto y resultan, no ya alarmantes, sino lacerantes para el desempeño ciudadano.
En el discurso antes citado, Díaz Canel asevera: «Es legítimo el debate y es sana y útil la confrontación de ideas que siempre estaremos provocando. Nadie dude que de ellos nacerán las mejores decisiones, los mejores aportes, dictados por el afán de superar errores, vencer dificultades y avanzar». Entonces, ¿por qué no establecer los canales más amplios y diversos para el debate necesario? ¿Por qué ver un enemigo en todo el que plantea un criterio, un argumento o una proyección que no coincide con lo dictaminado oficialmente? ¿Por qué no propiciarle la oportunidad a todo ciudadano para discutir y esclarecer francamente los asuntos más escabrosos sin descalificaciones para su persona y con el debido interés en atender todo planteamiento que tenga un sustento racional y positivo?
El reconocimiento de la legitimidad del debate, incluso por el presidente, ¿no implica un llamado a la participación analítica, fundamentada y eficiente? Y si es así, ¿por qué no se implementan las vías necesarias para una interacción más amplia e integral con todos los individuos y sectores sociales interesados, no solo con las organizaciones avaladas por el Partido? Es muy difícil no incurrir en la coincidencia de criterios si la discusión tiene lugar solo entre organismos e instituciones que sostienen la misma postura en ideas y proyecciones. El debate más enriquecedor y solvente es el que incluye opiniones y proyecciones distintas y hasta encontradas, pero que enriquezcan las posibilidades de esclarecimiento y progreso en los asuntos. Pienso que los únicos factores que se deben considerar son la inteligencia y la buena voluntad en beneficio del país.
Se debe estudiar objetiva y meticulosamente los múltiples problemas que han sumido al país en la pobreza, el agobio, la desesperanza e incluso la enemistad, hasta llegar a la raíz de las causas para concebir un programa de restauración sólidamente sensato y solvente. No obstante, nunca será suficiente insistir en que esto no se podrá lograr desde los estamentos empoderados y su particular proyección político-ideológica, excluyendo a los que sostienen concepciones diferentes. No puede haber política ni ideología por encima del propósito de brindar las mayores posibilidades de vida y felicidad a todos los ciudadanos sin que medien otros condicionamientos que el más amplio y riguroso respeto a los derechos humanos. Obviamente, algo así no se podrá conseguir si no se involucra a toda la sociedad civil cubana. Ciencia, conciencia, buena voluntad y participación cooperativa son elementos básicos para una reconstrucción efectiva de la nación.
La cada vez más compleja realidad a que está sometido el cubano, y a pesar de que aún no se han flexibilizado las formas de participación ni se han establecido variados y amplios canales de debate, ha llevado a que progresivamente sean más numerosas las voces de personas conscientes y sensibles que se alzan para establecer reclamos y sugerencias. En el discurso de marras, al llamar a la unidad, el presidente ha observado: «No es la unidad en la consigna o en la unanimidad. No ayudan las coincidencias acríticas sobre los temas más acuciantes». Esto solo puede entenderse como un llamado a la crítica colectiva.
De tal modo, es imprescindible escuchar a numerosos intelectuales, científicos, investigadores sociales, artistas y ciudadanos comunes, personas conscientes y actuantes desde perspectivas debidamente fundamentadas, que llaman la atención sobre la necesidad de emprender transformaciones esenciales y sistémicas. Pensar y ver las cosas desde otras perspectivas no nos hace enemigos, solo diferentes. Entonces hay que instaurar el diálogo más amplio y diverso que conduzca a la conciliación provechosa y que posibilite, no solo sacar adelante la economía del país, sino también generar un ambiente social propicio para alcanzar el apotegma martiano acogido en el pórtico de la actual Constitución de la República: «Yo quiero que la ley primera de nuestra República sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre». ¿Puede cumplirse este culto por medios excluyentes y coercitivos? Imposible.
No obstante, las oportunidades para la participación inteligente y crítica de los ciudadanos en la subsanación de errores y dificultades no se crean por azar ni de una vez, sino por la sistemática y creciente implicación de todos los sectores en el debate público. Poco se avanzaría si se abrieran disimiles canales para el análisis y, sin embargo, primaran el desinterés, resignación o apatía entre los ciudadanos.
Históricamente se vio al intelectual como la «conciencia crítica» de la sociedad. Esto fue refutado por ciertos pensadores auto-titulados «de izquierda» que malinterpretaron el concepto al aducir que este presentaba al intelectual como exclusivo productor de conciencia y dejaba fuera a otros sectores. Y obviamente todo ser humano es generador y portador de conciencia, solo que el intelectual, por sus facultades personales y sus funciones en el entramado social es más apto para estudiar, expresar y ayudar a resolver las vicisitudes que entorpecen el desarrollo de una sociedad.
Por tanto, todo auténtico intelectual no puede hacerse de la vista gorda ni sentirse ajeno a las complejidades y desaciertos de su entorno. Corresponde a los intelectuales cívicos y de buena voluntad, desde la sensatez, la inteligencia y la cultura, cumplir su función y dar expresión a las preocupaciones e insatisfacciones de sus conciudadanos concernientes a sus dificultades vitales y el respeto de sus derechos, así como señalar las transgresiones indebidas de los mismos. Además, como se trata de transformar la situación de deterioro existente, igualmente es su deber investigar y proponer vías para una concertación pacífica y una evolución productiva en los múltiples intereses de la nación. Se hace necesario solventar la crisis desde una interacción y una perspectiva positivas de unidad en lo diverso. Asimismo, se hace imprescindible evitar cualquier enfrentamiento violento e insensato que pueda traer resultados destructivos. Definitivamente resulta impostergable frenar el sistemático y creciente deterioro económico, social, demográfico y espiritual del país.
Una sociedad sana y próspera será fruto del trabajo honrado, de la cooperación y la solidaridad de todos sus miembros, así como del respeto absoluto a los derechos y libertades ciudadanas. Es ineludible que, cada vez más, los intelectuales nos involucremos de manera activa, sensata y solidaria en el análisis, planteamiento y propuestas de soluciones a los problemas que aquejan a la nación. Solo así, desde una participación competente, honrada y sistemática ayudaremos, no ya a conocer las causas y posibles curas a nuestra profunda crisis, sino a propiciar el establecimiento de medios reales, eficientes y permanentes para el diálogo racional, inclusivo y civilizado cuyo fin sea la consecución del bienestar general «con todos y para el bien de todos».