Del odio a la reconciliación
En los últimos tiempos, un calificativo se ha vuelto frecuente en los distintos medios informativos del país. Me refiero al término «odiador». Con él se suele enjuiciar a personas que incurren en declaraciones o actos abiertamente contrarios a principios o posturas que caracterizan la política oficial del gobierno en Cuba.
Resulta lamentable que, efectivamente, en ciertas actitudes y declaraciones de determinados individuos afloren ánimos de odio, pues este nunca ha sido un sentimiento edificante, que ayude a la construcción de relaciones beneficiosas. Es una fuerte emoción antagónica que surge como reacción corrosiva de aborrecimiento y hostilidad hacia situaciones, cosas, personas que poseen o evidencian alguna característica que contraría o atenta contra nuestro modo de sentir, pensar o actuar.
De cierta manera, es una reacción desmedida ante algo que consideramos inadmisible pero que nos induce a actuar, no de forma que se aplaque la repulsa, sino con actitud irritada, injuriosa, agresiva, con el propósito de intimidar, minimizar e incluso eliminar al objeto de nuestro odio. Dicho sentimiento ofusca y exalta los peores ánimos. Bajo su impulso no es precisamente la inteligencia solvente la que prevalece, sino en esencia la irracionalidad destructiva. Por ello, el odio no es un estado del ser que propicie el acercamiento, el entendimiento y la colaboración; antes bien, fortalece las pugnas y los actos violentos y ofensivos. De esto se colige que es un obstáculo pernicioso para cualquier intento de reconciliación y concordia.
Nuestro país vive una etapa de profunda crisis, en que diversos sectores de la población con posiciones socio-políticas distintas buscan, por disímiles vías, detectar y encarar los problemas, causas y responsables de las dramáticas dificultades por las que atraviesan y que mantienen a las personas en un estado agónico, sin visibles perspectivas de inmediata corrección. Sin embargo, el hecho de que se conciba una acción resolutiva desde puntos encontrados —y hasta opuestos—, no tiene necesariamente que devenir una situación de enfrentamiento destructivo. La historia política del desarrollo de las sociedades humanas muestra suficientes ejemplos de salidas mutuamente ventajosas donde se apeló a los recursos de la interacción conveniente y bien interesada.
Debemos asumir la realidad inmediata y reconocer que, indudablemente, encontramos a diario, y en no poco grado, expresiones de odio. No obstante, es preciso ser realistas y decir las cosas por su nombre. Tales expresiones no proceden únicamente del sector que critica o se opone al gobierno. Las hallamos también, y con gran frecuencia, en aquellos que tratan de defenderlo. Basta dar una ojeada a las reacciones que, por diferentes medios, salen al paso a planteamientos contrarios a los defendidos desde la parte autoproclamada —no siempre con sustento veraz— «revolucionaria», para verificar que resultan injuriosos en grado sumo, las más de las veces atacando al opinante más que a su opinión.
La propia palabra para referirse a quienes piensan o actúan de otra manera: «odiador», generalmente empleada por los que se califican como «revolucionarios», es un término cargado de pugnacidad que ya refleja un sentimiento de animadversión. Y, digámoslo de una vez, el odio no es justificable ni beneficioso en ningún bando. Como se trata de un fenómeno que no podemos obviar por sus consecuencias nefastas, es necesario analizar su esencia y contexto, no solo para entender sus raíces sino para hacer cuanto se pueda con el fin de erradicarlo definitivamente de nuestra conducta ciudadana.
En principio, debemos reconocer que el triunfo de la Revolución fue un hecho positivo ante circunstancias que afectaban a gran parte de la sociedad cubana. En sus inicios enarboló una serie de proyectos que anunciaban un significativo mejoramiento para la gran mayoría del pueblo y, por ende, tuvo amplio respaldo popular. No obstante, en el transcurso de su ejecución práctica no siempre se siguieron los principios anunciados, muchas veces como reacción a coyunturas que obstaculizaron su adecuada consecución, sobre todo cuando el proyecto se radicalizó hacia una postura de socialismo estatista que condicionó y limitó el emprendimiento independiente de sus ciudadanos, tanto en lo económico como en lo político. Esto provocó que muchos sujetos, antes partidarios y activos del proceso, se distanciaran y —a medida que se endurecía la postura estatista-socialista—, se volvieran sus oponentes.
Esto no es privativo del proceso revolucionario cubano, sino un derivado de las discrepancias que ocurren entre programas de cambio social y su instrumentación práctica. Sin embargo, considero que era evitable llegar a la confrontación y el antagonismo sistemáticos y abiertos. Si en lugar de establecer una línea de dirección verticalista, centralizada y de poca interacción colectiva, se hubieran empleado procedimientos más participativos que permitieran concertar el programa revolucionario con los intereses y aspiraciones de los distintos sectores de la sociedad, se hubiera logrado un clima más conciliador.
Ante todo, debemos preguntarnos, ¿se ha sido totalmente justo por parte de quienes rigen los destinos del país en el tratamiento de las personas con independencia de sus visiones e ideales diferentes? ¿Se ha considerado que un pensamiento o actitud vital distinto no necesariamente nos convierte en enemigos? ¿Se ha cultivado una vida ciudadana de concordia más que de confrontación?
Es incuestionable que se han cometido actos de odio por parte de los oponentes al proceso. Básicamente, en los inicios se produjeron atentados a fábricas y centros de servicios, quema de plantíos y acciones bélicas por bandas armadas. Se emprendieron hechos violentos, algunos horrendos, como el incendio de la tienda El Encanto, la explosión del barco La Coubre, el ataque por Bahía de Samá o el estallido de un avión con atletas sobre Barbados. Todo esto, como cuanto conlleva violencia, ocasionó destrucción y muertes, lo que se tradujo en el consiguiente encono —reacción inevitable cuando se derrama sangre— de los que fueron agredidos.
Ahora bien, para ser consecuentes con la verdad, hay que reconocer que se han cometido atropellos y violencia desde la parte que se presenta como defensora de la Revolución. Así se ha incurrido en ofensas verbales, actos físicamente violentos de represión, encarcelamiento, rechazo, anulación de posibilidades de estudio, trabajo o viajes a quienes no reunían los requisitos exigidos para ser considerados «revolucionarios». Preguntémonos, ¿cómo pueden haberse sentido aquellos pequeños y medianos propietarios cuando, de golpe y porrazo, durante la llamada Ofensiva Revolucionaria, les fueron confiscados sus negocios, muchas veces conseguidos en largos y laboriosos años de emprendimiento familiar? (forma de propiedad que, de paso, hemos restablecido con las llamadas mipymes en este momento).
En aquel tiempo se objetó a personas con creencias religiosas, ciudadanos con familiares en el exterior y otros por sus preferencias sexuales. Muchos de ellos fueron internados en las Unidades Militares de Apoyo a la Producción (UMAP), para «reeducarse» mediante el trabajo forzoso (y bien sabemos que nada forzoso educa). A lo largo del proceso político se han empleado apelativos desdeñosos como gusano o escoria, y se consideró intransigentemente como problemático, hipercrítico o culpable de diversionismo ideológico a todo el que intentaba expresar opiniones divergentes de las oficiales.
Frases enunciadas públicamente por altos dirigentes como «No los queremos, no los necesitamos» o «Las calles –y las universidades– son de los revolucionarios», segregaron a unos cubanos respecto a otros sobre la base de una ineludible homogeneidad de ideas. Así mismo, se han ejecutado actos de repudio contra personas que decidieron emigrar, o que se manifestaron en el espacio público a expresar sus desacuerdos; en ellos se gritan ofensas y se cometen agresiones materiales como el lanzamiento de objetos o el bloqueo de casas, llegando hasta la represión física como método de «defender la Revolución».
No resulta para nada accesorio recordar lo que ya José Martí, quien había querido llevar a cabo una guerra sin odios, nos había advertido: «Asesino alevoso, ingrato a Dios y enemigo de los hombres, es el que, so pretexto de dirigir a las generaciones nuevas, les enseña un cúmulo aislado y absoluto de doctrinas, y les predica al oído, antes que la dulce plática de amor, el evangelio bárbaro del odio».
Es iluso, cuando no irracional, concebir que toda una comunidad de personas con diversas características y mentalidades acepte un proceso inédito y radical, al que no está acostumbrada, lo asuma y comience a pensar y actuar automáticamente del modo en que quienes encabezan ese proceso consideran aceptable, sin que surjan contradicciones ni rechazos.
Las transformaciones políticas demandan formas de interacción encaminadas a atenuar o dirimir conflictos y discordias. La política no se puede imponer por la fuerza y con pretensión de unanimidad, principalmente cuando se basa en un programa que niega tajantemente una serie de ideas y prácticas establecidas. Se debe educar desde la acción incluyente y positiva. Una política absolutista, monolítica en torno a un único partido, que no admite discrepancias u otras maneras de concebir y ejecutar los asuntos, tiende a generar desencanto y objeción. Sobre todo porque, como se había preconizado, el sentido de toda revolución es acabar con las injusticias y promover la igualdad de derecho y de hecho.
En el afán de crear una sociedad igualitaria, sólidamente integrada y comprometida con los principios que quienes la dirigían consideraban los más adecuados, se incurrió en imposiciones y diferenciaciones que generaron desconfianza, resquemor y rechazo. No se intentó hallar procedimientos para atenuar las crecientes contradicciones y para solucionar las crisis de modo pacífico y beneficioso para todos. No se han creado espacios o vías para clarificar concepciones y maneras distintas de llevar la vida. Cuando esto sucede y una visión se establece como única, sin ofrecer posibilidades para la disensión y la creación de consensos más incluyentes, pues se genera el resentimiento que alimenta sentimientos de odio. Tal imposibilidad de diálogo y concertación hizo que las posturas se fueran tornando más inflexibles y beligerantes. Era preciso haber incorporado las distintas visiones y actitudes sobre la base de un acuerdo beneficioso para todos.
Ninguna ideología o proyecto social puede fundarse en el odio y la exclusión. Los fines nunca justifican el empleo de medios cruentos. Ningún buen fin puede alcanzarse por caminos inescrupulosos, pues estos van sembrando las semillas del rencor. Los medios deben adecuarse a los fines y ser tan nobles como los propios fines.
El odio y la exclusión deben eliminarse de la práctica política y social de cualquier bando. Un pueblo no necesita pensar, creer o comportarse de un mismo modo para convivir coherente y dichosamente. Lo fundamental es la disposición para aceptar al otro, comprender las diferencias y establecer límites aceptables para que prevalezcan relaciones constructivas. Una sociedad funcional solo puede constituirse desde la consideración, el respeto y la colaboración. Es imprescindible encontrar, con todas las mentes preclaras, las más generosas voluntades y las vías más eficientes, las prácticas de vida que permitan una convivencia social productiva y benéfica, así como un desarrollo sostenido, siempre en un espíritu de paz y conciliación. Solo así los «odiadores» de uno u otro bando se volverán una especie felizmente extinta.