Socializar la toma de decisiones
En pasadas semanas ha tenido lugar un amplio movimiento de cuadros en distintas esferas de dirección del país que incluyen ministerios, organismos del Estado, gobiernos municipales y provinciales, así como comités del Partido de varias provincias. Esto no deja de llamar la atención a la ciudadanía, que no recibe las debidas explicaciones, lo cual hace que unos lo vean como señal de que algo está cambiando mientras otros lo entienden como que las cosas no andan bien.
Es común que las personas se refieran a estas sustituciones con las palabras «quitaron» o «pusieron» a fulano, a pesar de que los medios oficiales siguen usando el cliché «eligen a nuevo secretario del Partido», que, en todo caso, quiere decir que lo aprueban, casi siempre por unanimidad, sin que se presenten opciones ni se llegue a saber si hay alguien que tal vez no estuviera conforme con tal propuesta. Esta manera popular de nombrar el hecho es indicativa del fenómeno al que queremos referirnos. Nótese que se emplea una tercera persona desconocida y distante, como algo que ocurre por un azar ineludible en el que los ciudadanos no tienen ninguna intervención. Es precisamente esa desconexión entre los sujetos que constituyen el sostén así como el sentido de ser de un gobierno, y los propios gobernantes, lo que motiva esta reflexión.
Se sabe que en Cuba, por decreto incluido en la propia Constitución —con lo cual no concuerdo—, es el Partido único «la fuerza política dirigente superior de la sociedad y del Estado». Precisamente por el peso que tienen sus acciones en la vida de todos los ciudadanos, es que se hace imprescindible que la toma de decisiones, en aquello que rebase lo estrictamente funcional de la vida interna partidista, sea debidamente consensuada.
Por lo general, no conocemos cuál es la estrategia que se sigue en los movimientos de cuadros. Lo acostumbrado es que se nos informe que Fulano de Tal ha cesado en su cargo, que lo sustituye Mengano, que Fulano pasará a desempeñar otras funciones e incluso se le reconocen a este sus esfuerzos en la tarea que ha cumplido. De modo que no llegamos a saber a qué se debe la sustitución, si es debido a incumplimiento de tareas, si es por ineptitud o por alguna otra táctica coyuntural. Además, uno se pregunta: si se le distingue generosamente el trabajo realizado, ¿para qué substituirlo?
Habitualmente, cada vez que se cambia a un primer secretario del Partido se le reemplaza por un cuadro proveniente de otra provincia o municipio. No entendemos la causa de tal proceder. Pero esto trae varios inconvenientes. Entre otros, está el desconocimiento por el nuevo cuadro de las peculiaridades de la provincia o municipio, principalmente del carácter de sus habitantes, sus aspiraciones y necesidades, así como de las especificidades económicas del lugar, de las posibilidades y limitaciones de los cuadros a quienes dirigirá y con quienes compartirá la dirección inmediatamente, etc.
Además, el nuevo dirigente llega sin una preparación previa de todos los aspectos que le permitan concebir un plan específico para las vicisitudes de esa zona, de modo que le sea posible llevar a cabo una labor exitosa y solucionar los problemas que acucian a la gente del territorio. Nadie puede dirigir mejor un lugar que aquel que conoce mejor sus particularidades, potencialidades y debilidades. Esta situación de incertidumbre se evidencia en la falta de un programa de acción para que el recién asignado dirigente emprenda su trabajo. Hasta ahora no he escuchado a un nuevo secretario del Partido que empiece su labor con la promulgación del plan que trae en mente para asumir su nueva responsabilidad y resolver las carencias e insuficiencias que no pudieron ser solucionadas por la anterior dirección.
Al respecto me pregunto, ¿acaso no existe un programa de desarrollo de cuadros, de manera que se tenga un personal del propio territorio preparado para que, ante cualquier eventualidad conflictiva, puedan asumir las funciones debidas de manera informada y competente?
Algo semejante sucede con los diputados a la Asamblea Nacional. Estos se aprueban en sucesivas asambleas (municipales, provinciales o nacional) a propuesta de una instancia superior. Por lo que llevamos visto, es usual que los diputados no provengan del territorio al cual representan, ni tampoco residan en él. Tal aspecto limita sus potencialidades para actuar consecuentemente en beneficio de sus representados, de los que no conocen debidamente sus prioridades y vicisitudes. Los diputados viajan en una u otra ocasión al sitio que representan, pero ello no les permite tener una información veraz, sistemática y oportuna.
Hasta ahora, los ciudadanos que forman la base social del sistema solo eligen a aquellos que dirigen la circunscripción electoral. Los puestos para subsiguientes instancias son elegidos por las asambleas de esos delegados de circunscripción sobre la base de una candidatura propuesta por la dirección del país. Quiere decir que los miembros de las asambleas provinciales y nacional no son electos directamente por los ciudadanos desde la base; tampoco los gobernadores municipales, provinciales ni el presidente de la Asamblea Nacional. Esta forma de selección debilita su representatividad.
La práctica política de todos estos años indica que es necesario que todos los que de uno u otro modo, y en distintos niveles, representen a la ciudadanía, sean elegidos desde la base. Además, es fundamental que surjan de la comunidad cuyos intereses administran, así como que mantengan un intercambio constante con ella.
En todo caso se hace imprescindible que la dirección del país conciba vías adecuadas que faciliten la comunicación activa y permanente entre elegidos y electores. Debe ser así porque cada decisión y acto que emprenda este dirigente tendrá impacto en todas las personas a quienes representa, por tanto, las mismas merecen tener participación directa en la determinación de decisiones que concierne a sus vidas.
Y no se trata solo de cumplir un elemento sustancial del espíritu democrático, lo cual beneficiaría la imagen del gobierno a los ojos de la opinión pública nacional e internacional. Lo más importante es que esta relación hace más auténtica y efectiva la labor gobernativa. Es así porque los individuos resultan más participativos en aquellas cuestiones de las cuales se sienten directamente generadores. No es igual cuando se trabaja en lo que otro ideó. Además, el intercambio con el ciudadano común le ofrecerá al encargado de dirigir una visión más exacta y verdadera del espectro de asuntos de los que debe encargarse, conocimiento que le permitirá tomar medidas apropiadas y fructíferas.
Igualmente, la interacción del dirigente con las bases creará cierto grado de cercanía entre ambas partes, lo cual engendrará un mutuo compromiso de acción y, de igual modo, reducirá el riesgo de desidia y corrupción incontroladas, pues dicho intercambio posibilita la exposición de críticas y quejas y establece un sentido de vigilancia y control permanentes sobre la labor del dirigente.
Lo anterior es apenas un elemento dentro de un asunto primordial: la necesidad de socializar del mayor y mejor modo posible la toma de decisiones para un desempeño más beneficioso de la sociedad. Cuando las disposiciones sobre lo que debe hacerse quedan en manos de un grupo de políticos profesionales, sin la debida verificación por la colectividad a la cual representan, la provisión de acciones a emprender tiende a ser errónea y hasta perjudicial.
Esto ocurre cuando una capa de burócratas y tecnócratas se considera en posesión de una verdad única, universal y eterna. Tal actitud los hace considerar que lo que ellos piensan y deciden es lo más conveniente. Por tanto, lo llevan a efecto sin debatir antes con los que soportan las medidas, y ahí es donde surgen las dificultades. Por supuesto, los que toman decisiones por lo general no las sufren, pues viven según otros estándares que les permite su posición.
Este tipo de dirección desde un grupo de poder conlleva el riesgo de promover el voluntarismo, el personalismo y el autoritarismo, posturas nefastas para la sociedad porque no promueven acciones objetivamente fundadas y necesarias, además de que, al dejar fuera los criterios y sentimientos de la mayoría, generan descontento y frustración.
Al referirse al sistema instituido en Cuba se le denomina «socialismo», sin embargo, en todo caso es «socialismo de Estado». Es algo que criticó el propio Marx, fundador junto con Engels del llamado «socialismo científico», pues estos pensadores consideraban al Estado como un aparato para el mantenimiento del orden establecido por el grupo en el poder. Por tanto, según ellos, debía irse eliminando el mismo hasta que en la fase ulterior, el comunismo, desapareciera totalmente.
El socialismo, según estos teóricos, sería «la sociedad de productores libremente asociados», o sea, la sociedad actuando de consuno, auto-dirigiéndose. Es preciso entender que, en teoría, esto se basa en la socialización de todo cuanto compete a la existencia de las personas, no solo a las formas de propiedad, sino también a la determinación de los modos de asumir, proyectar y realizar los distintos emprendimientos económico-sociales. De ello se colige que, a más estatización, menos socialismo.
En definitiva, pienso que, para instaurar una sociedad más equitativa y funcional, de lo que se trata es de ser cada vez más democráticos —sé que es un término abusado y malinterpretado, pero me atengo a su significación original: «gobierno del pueblo»—, o sea, un régimen que surja de la comunidad, la represente y establezca los mecanismos necesarios para que esta participe de la administración de sus asuntos y controle a los que elige para que la represente.
Ello supone que toda reglamentación sobre las formas de vida de los ciudadanos y sus implicaciones sea ampliamente debatida, y lo que no se acepte mayoritariamente no se dictamine por fuerza de un grupo elegido para representar a los ciudadanos, no para limitarlos en sus aspiraciones y potencialidades. Solo así se podrá lograr una colectividad funcional y participativa, pues las personas actúan movidas por convicciones y fines que han aceptado conscientemente.
En fin, se impone socializar debidamente la toma de decisiones si queremos fundar una sociedad de todos y para todos.