De Saulos y Pablos, de caminos y borregos

«[…] y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía:

Saulo, Saulo, ¿Por qué me persigues? […]»

Hechos 9:4

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Al mayor Pablo, quien en realidad no sabe que se llama Saulo.

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La historia bíblica de Hechos 9, narrada en el Nuevo Testamento, cuenta como Saulo, quien perseguía encarnizadamente a los primeros cristianos, tuvo una visión en el camino de Damasco que le hizo caer de su burro. Jesús, el Cristo, apareció para increparlo por la tenaz lucha que él desplegaba contra sus seguidores. Luego de ese hecho, y de otras vicisitudes, Saulo pasó, de enemigo acérrimo de los cristianos a convertirse él mismo al cristianismo, llegando a ser el principal apologeta de las nuevas ideas.

La conversión conllevó un cambio de nombre –como todo nacimiento—, y dejó de llamarse Saulo para emerger como Pablo. Devino su opuesto, aquello que era su objeto de persecución; era ahora «el Otro» negado y aborrecido. Una lección tremenda al espíritu humano que usualmente hace tanta resistencia al diferente, al no asimilado, al excluido.

La conversión de san Pablo, de Bartolomé Esteban Murillo (Museo del Prado, España)

Al margen de la indudable repercusión de esta historia, la humanidad va en su curso, siempre desbordante de divisiones, unos contra otros. La no aceptación de la alteridad, del Otro, podría ser antes algo común, pero la actual realidad social puja siempre hacia la inclusión. Es la tendencia obvia de estos tiempos, aunque aún encontremos férreas estructuras políticas que cierren paso a cualquier posible entendimiento.

Aunque la postmodernidad y la complejidad del mundo actual tiendan a la inclusión, todavía el pensamiento permanece atado a un caduco «sentido común» que rechaza al otro diferente; cercenados por la pesada opinión pública que atenaza la libertad individual y silencia lo más genuino de la mente humana. Pocos en realidad osan ir a contracorriente, precisamente por el afán de no ser «marcados» y disfrutar de menos opciones en el grupo social en que viven.

Pensar diferente, todos lo hacemos; pero manifestarlo, expresarlo, es a lo que pocos se atreven. En nuestro país, el sector intelectual casi siempre estuvo en la vanguardia de los cambios y trasformaciones sociales. La intelectualidad, por su formación, está preparada para comprender procesos, trazar estrategias y presentar propuestas desde perspectivas críticas que contribuyan a cambios en tal sentido. Sin embargo, desde inicios de la década del ’60, con las Palabras a los intelectuales pronunciadas por Fidel Castro, paulatinamente se fue amalgamando un fuerte cerco que atenazó a dicho sector y a toda la sociedad en su libertad de pensamiento, capacidad de análisis y necesarias contribuciones sobre la sociedad en que vivimos.

Los intelectuales tomaron desde entonces tres caminos: algunos se auto-mutilaron, enajenados en la conservación de sus prebendas (grandes o minúsculas) y pactaron con el poder, sobreviviendo en los mares del oportunismo; otros —en muchos casos auténticos en su creencia—, identificaron las totalitarias ideas de Fidel Castro con su causa, sobrepusieron las estructuras gubernamentales encaramándolas por encima de las necesidades de la nación e ingenuamente pensaron, o quisieron creer, que «gobierno» y «patria», o que «Fidel» y «Revolución» eran sinónimos, y trabajaron alimentando la Hidra que devoró sus mentes; el tercer grupo sencillamente se exilió de dos modos: un largo exilio interno (como el de Virgilio Piñera o la Loynaz), o externo, como tantos y tantos que emigraron.

La historia la hemos vivido todos. En ella nos ha ido la vida y no como metáfora, sino como realidad cruda. Y así, luego de los cambios nefastos y el desemboque en el Quinquenio Gris, que desde «El caso Padilla» acabó por silenciar o exiliar a los aún resistentes, todo el decurso social ha sido un fortalecimiento de los cuerpos represivos, que como Saulos persiguen a los que se atreven a hacer la diferencia. Sobre los Saulos cae la decisión de perseguir, frenar, expulsar, contener, reprimir, controlar a las personas irredentas que insisten en expresar su otredad.

Los Saulos tienen un «Sobre-poder» enorme, originado básicamente —al decir de Michel Foucault— desde «una distribución mal ordenada del poder» que se expresa en privilegios y arbitrariedades desmedidas contra todo lo que se oponga a los dictados del gobierno, entiéndase oligarquía burocrática. Tal «Sobre-poder» se expresa por encima de todo, incluida la Carta Magna, y es amparado por la estructura del férreo poder estatal y su fuerza ideológica: el Partico único. Dicho escenario fue generado y agudizado por disímiles factores que han convertido al país en un sitio sin ley, o mejor dicho con una aplicación pervertida y discrecional de la ley.

Presenciamos entonces la parálisis de la justicia, creada precisamente por los vacíos de poder, el debilitamiento y cercenamiento de las estructuras sociales necesarias para enfrentar la desnaturalización del sistema judicial, la propia anticonstitucionalidad de los procedimientos jurídicos, la concentración del poder desequilibradamente fuera de las instituciones, la ausencia de una real soberanía y, uno de los más importantes, la sustitución y desplazamiento en las normas jurídicas con un peso mayor a favor de los decretos y resoluciones por encima de la Constitución. Este contexto ha dado como resultado el actuar de los Saulos, envestidos como «la Seguridad» de un estado caótico, como banda paramilitar colocada por encima de policías, tribunales y hasta del Partido único.

Pero a los elementos que originan el suprapoder de los Saulos, cabría sumar en el orden fáctico, no menos importante, su fuente nutricia. Van sostenidos por la mayor de las miserias humanas: el egoísmo ante un mundo adverso y escaso en recursos y oportunidades. Es así como logran reclutar a tantos y tantos jóvenes que venden su alma por la oportunidad de salir de algún sitio miserable o por abrirse camino de una mejor o más fácil manera o, sencillamente, porque para perseguir personas no hay que tener mucha lucidez, inteligencia ni talentos. De ese modo los Saulos llegan a tener, a base de chantaje, extorsión, prebendas, ínfimos privilegios o diferentes tipos de presión, uno de los mayores ejércitos de colaboradores del mundo, por lo que su funcionalidad llega a ser «casi» perfecta.

Y así van los Saulos, metidos en sus senderos sin burros, siendo ellos las bestias de carga, sin tomar en cuenta esta paradoja: el «Sobre-poder» que los alimenta apenas retarda la natural muerte de un sistema y un gobierno oligárquicos, condenados a fenecer precisamente por haber normativizado la indolencia, la apatía civil, la improductividad y la doble moral.

En esos parámetros que los nutren está el cáncer que carcome el mundo de los Saulos. Ellos van ahí, desnaturalizados, normalizando la violencia y la represión, deteniendo periodistas, profesoras, escritores, poetas, gente del pueblo, ciudadanos inocentes; creyendo eterno su «sobre-poder», oponiéndose a quienes juraron defender; y lo peor, sin nunca llegar a convertirse en Pablos. Sin llegar nunca a tener su Damasco, la luz en su camino que los redima como seres humanos y les restituya el alma a sus cuerpos.

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