En torno a la disciplina y la obediencia
Un aspecto definitivo de la existencia humana es que el individuo está ineludiblemente constreñido por la circunstancia de que vive e interactúa con otros individuos, de modo que la cohabitación impone límites a la individualidad. Como sabemos, cada persona es un mundo de condiciones físicas y psíquicas, de ideas y sentimientos, de facultades y aspiraciones, entre otros elementos, que le confieren singularidad.
Esto es consecuencia precisamente de la impregnación social, educativa y cultural resultante de la interacción a lo largo de generaciones. Es lo que explica que, a la vez que hay caracteres singulares, también haya personalidades con rasgos comunes. Es así que unos grupos de personas se avienen mejor con otros. Aquí puede hallarse el origen de la idiosincrasia de los pueblos, aunque también entre distintos pueblos pueden existir cualidades semejantes. No obstante, la numerosa existencia de individuos durante una era, origina una amplia diversidad de tipos físicos y espirituales.
De lo anterior resulta un dilema sustancial, ¿cómo lograr que esa heterogénea conjunción de seres humanos viva en armonía y colaboración? Es evidente que para que determinada sociedad funcione apropiadamente debe establecerse algún tipo de compromiso entre sus integrantes con el fin de que las diferencias individuales no obstaculicen la existencia en común ni los emprendimientos colectivos. Dicho así, parece lógico y hasta fácil de alcanzar.
Sin embargo, si repasamos la historia y las circunstancias actuales, nos percatamos del estado de conflictividad que existe por todo el planeta, tanto entre grupos de un mismo país como entre distintos países. Muchas son las causas, de orden político, económico, religioso, clasista, etc. Lo verdadero es que no es frecuente encontrar espacios donde colectivos humanos convivan pacífica y constructivamente de buen grado.
En el presente artículo me referiré específicamente a las relaciones entre grupos humanos en un mismo país, con el interés de que sirva de incentivo para la reflexión de este aspecto en Cuba. Es necesario apuntar que una coexistencia armoniosa no significa llanamente ausencia de conflictos. La vida es un proceso de búsqueda de aspiraciones, de construcción de nuevas posibilidades y transformación de condiciones que ya no responden a realidades que han variado con el tiempo.
Es precisamente la forma de asumir esas aspiraciones, posibilidades y transformaciones las que generan discrepancias, dado que la diversidad de aptitudes y capacidades humanas conllevan a que un mismo problema se entienda e intente resolver de distintos modos. Pero las discrepancias no tienen que ser un factor negativo si se asumen para incentivar el debate inclusivo y solvente, pues como establece la filosofía solo de las contradicciones se genera el desarrollo.
Resulta inevitable que surjan discrepancias. Así, si preguntamos a un cubano sobre la ampliación de pequeñas empresas para la solución de sus necesidades materiales, unos estarán conformes, otros tendrán sus reservas y aun otros rechazarán de plano su existencia. Es solo un ejemplo, pero hay numerosos aspectos de nuestra convivencia en los que discrepamos. Por eso es tan necesario crear espacios para la ventilación fructífera de las situaciones complejas del país.
La estructura social ha encontrado una posibilidad de organizar y mantener el orden colectivo mediante mecanismos —como son los propios gobiernos, sus instituciones y las disposiciones que norman sus propósitos y desempeños—, sin embargo, no siempre las determinaciones que se adoptan para regular la convivencia son aceptables para una parte de la nación. Esto es ya un punto generador de conflictos.
Por lo general, en Cuba esas instituciones apelan a dos elementos de la conducta humana para controlar los desacuerdos: la disciplina y la obediencia. Por disciplina se entiende la adopción y acatamiento de ciertas convenciones y regulaciones que conducen a un objetivo. Hay dos modos de disciplina: una surge como autodeterminación del individuo para cumplir algún fin personal. En tal sentido, el sujeto se adapta a esas formas que ha acogido y las cumple rigurosa y metódicamente. Por ejemplo, un investigador o un atleta de alto rendimiento tienen que consumar disciplinadamente una serie de tareas para alcanzar su mejor rendimiento. Esta disciplina es siempre positiva, pues conduce a la autorrealización espontánea y consciente de aquello a que se aspira.
Otra forma de disciplina es la que deriva de un poder externo que exige determinada conducta. Ello no siempre es apropiado para el individuo, pues en ocasiones, para acometer lo que se le exige, debe ir contra sus propias convicciones e ideas. Es entonces una disciplina negativa, pues no redunda en el mejor desarrollo de la vida y las aspiraciones del sujeto. Por tal razón, en determinadas situaciones —sobre todo cuando lo que se exige de la persona contraviene y lacera su modo de ser o su sentido de la dignidad—, el individuo incurre en la desobediencia.
Esta no debe demonizarse de plano. Es una reacción apropiada si resulta de la justeza en la razón que nos mueve a desobedecer, pues no se puede acatar cualquier acto, por ilegítimo y arbitrario que sea, simplemente porque lo establece una autoridad. La condición y los derechos humanos nos amparan de no cometer actos que violen nuestros principios éticos. Eso nos haría cómplices de actos injustos. Por eso ha surgido una tipología legal que se denomina «objetor de conciencia», esto es, quien se resiste a consumar lo que manda alguna autoridad porque lo ordenado entra en contradicción con la dignidad del individuo. En tal sentido está recogido como uno de los derechos humanos por la Declaración que los instituye.
Estrechamente vinculada con la disciplina está otra actitud: la obediencia. Esta implica el respeto a las instrucciones de un ente superior, alguien o algo que nos manda. Desde que nacemos, padres, maestros, adultos y estructuras sociales nos estimulan a obedecer. Y si bien en determinados contextos obedecer es un acto que puede ayudarnos a salir airosos de una situación compleja —como en el caso de hallarnos ante un peligro inminente—, la obediencia debe ser razonada y consciente para que sea efectivamente positiva.
La obediencia ciega puede inducirnos a actos no solo opuestos a nuestro carácter, sino incluso contrarios a la sensibilidad humana. Hay soldados que han sido llevados a tribunales por justificar acciones criminales aduciendo que cumplían órdenes. Es una justificación que ninguna legislación sensata admite, porque nada explica quebrantar la compasión humana. Una persona decorosa no aceptaría que nadie, bajo ningún concepto, le ordene denigrar, lastimar o confinar a otro individuo. La desobediencia no es violencia, sino rechazo a una actuación impropia, expresión de un desacuerdo éticamente motivado. Su fin es llamar la atención sobre alguna idea, regulación o actividad que no resulta aceptable o conveniente para el ciudadano.
El desempeño del poder presupone que se ejerce sobre alguien que acata. Esta relación se establece mediante la obediencia. Quién obedece no tiene el poder, pues, como señala Adolfo Sánchez Vázquez: «La obediencia solo existe como término de una relación; el otro es el poder». Por lo tanto, obedecer es reconocer y acatar a ese otro. Al ser así, a los que no tienen poder solo les corresponde la obediencia. La iniciativa deriva del poder y supone de los otros una aceptación pasiva. De acuerdo con Sánchez Vázquez: «Obedecer es cerrarse a sí mismo y abrirse al otro».
De modo que vivimos nuestras vidas constreñidos por el detentador del poder. Se obedece porque se aceptan las condiciones del poder, porque se depende de ese poder para vivir o porque se teme a la fuerza del mismo. Esto en ciertos casos puede traer resultados positivos para el obediente, como cuando de ello depende el mejoramiento de la condición personal o su propia existencia. Pero siempre comporta un elemento conflictivo: el eje de nuestro ser no está en nosotros; dilema que solo se resuelve aceptablemente si aquello a que obedecemos no contradice nuestra convicción personal.
Existen condiciones en que la obediencia vuelve a las personas esclavas de su relación con el poder. Y lo peor es que la obediencia, cuando no existe una sólida convicción ética, deviene auto-imposición: se obedece por ignorancia o por temor. En situaciones donde un poder enorme se vuelve nocivo, se apela a la desobediencia como recurso necesario para recuperar la autodeterminación.
Los principales obstáculos para la desobediencia son: el desconocimiento de las razones de esta dependencia del poder, la aceptación acrítica de ciertos preceptos aparentemente beneficiosos, el autoengaño conservador u oportunista y el miedo a represalias.
La Constitución cubana de 2019 menciona una serie de derechos que avalan el ejercicio de la objeción en determinadas situaciones que vulneran nuestra condición ética. El artículo 40 establece la dignidad de la persona como valor supremo; el 41 garantiza el ejercicio de nuestros derechos humanos sin discriminación; el 47 sostiene el libre desarrollo de la personalidad con respeto, fraternidad y solidaridad; el 48 expone la observancia de la intimidad, el honor y la identidad; mientras el 54 asegura la libertad de pensamiento, conciencia y expresión. Por tanto, estamos legalmente fundamentados para no incurrir en actos que contradigan nuestro decoro humano. Solo debemos conocer estos derechos y reivindicar su cumplimiento. Tenemos derecho a ejercer nuestros derechos.
El proceso para objetar un poder dañino requiere de una profunda conciencia cívica, una clara sensibilidad humana y una activa participación de la sociedad civil. La historia muestra diversos ejemplos de cómo la desobediencia civil puede poner fin a formas de poder nocivas, entre ellos la resistencia pacífica iniciada por Gandhi contra el Imperio Británico, Martin Luther King por los derechos civiles en EE.UU. y Nelson Mandela contra el apartheid en Sudáfrica.
Suscribo en tal sentido el criterio expuesto por Henry David Thoreaux en su libro Desobediencia civil: «Pienso que debemos primero ser hombres y luego súbditos. No es deseable cultivar tanto respeto por la ley como por lo correcto».