Contra la desmemoria. Pequeña y necesaria puntualización histórica
Una rara concepción de sociedad civil
En comparecencia en un programa del canal Cubavisión, la funcionaria del Ministerio de Relaciones Exteriores (MINREX) al frente de la Asociación Cubana de Naciones Unidas (ACNU) hizo afirmaciones en unos casos discutibles y en otros inexactas, cuando no tergiversadas. Lo enfático del lenguaje corporal y verbal no dejaba lugar a duda: Las suyas eran verdades incontestables.
La primera inexactitud fue no hablar a título personal, o en nombre de la ACNU, sino como representante de la totalidad de la sociedad civil cubana, cuando solo se refería a colectividades asociadas a la ACNU.
El término sociedad civil alude, dicho a grandes rasgos, a conjuntos de ciudadanos agrupados en pro de asuntos de su interés, fuera de las estructuras de gobierno, partidarias, empresariales e incluso religiosas. Con este o aquel matiz, la esencia del concepto está en que son agrupaciones autónomas en relación con el Estado y otras estructuras de poder, con objetivos propios, como incidir en ciertos asuntos (salud, cultura, ecología…) o defender intereses grupales. Ello no las hace por fuerza contrarias a las estructuras de poder, ni impide las relaciones de cooperación con ellas. Simplemente, la sociedad civil es autónoma; por ejemplo, del Estado.
Siendo así, uno se pregunta cómo puede considerarse sociedad civil (y ser además, la «sombrilla» que ampara al resto) una asociación cuya fuente principal de financiamiento es el Estado, a través de la «cuota de participación» del MINREX como miembro (y, por definición, un ministerio no es parte de la sociedad civil, es gobierno), y su presidencia la ocupa indefectiblemente un funcionario de alto nivel del propio MINREX.
Analizar ese punto obligaría a apartarse de lo que interesa ahora, pero es bueno no pasarlo por alto, pues la funcionaria, al hablar de derechos humanos y civiles, insistió en hacerlo en nombre de toda la sociedad civil cubana.
Discurso anticuado, inexactitudes, omisiones…
Llamó la atención el énfasis de la funcionaria en separar en compartimentos estancos derechos humanos y derechos civiles, a partir de un discurso al mejor estilo de los manuales que mi profesora de marxismo prohibió usar a sus alumnos en mis lejanos años en la Universidad (pocos la obedecimos).
Según la funcionaria, los «ideólogos burgueses» enfatizan en los derechos civiles (libertades individuales, derechos de asociación, de elegir a los gobernantes, de expresión y manifestación, de prensa…) y obvian los humanos. Cierto es que, a los efectos de su estudio, hay clasificaciones: A grandes rasgos, civiles son los correspondientes al llamado «contrato social» (por tanto, los propios de la vida en un Estado constituido), y humanos los más generales, los dados por el mero hecho de nacer. Tales clasificaciones responden a criterios de escuelas que priorizan, en el análisis teórico, este o aquel elemento. Pero, a fines prácticos, terminan siendo lo mismo: derechos de las personas. El derecho a la vida, por ejemplo, ¿es natural, es humano, es civil, o es todo junto?
Se siga esta escuela o aquella al establecer una clasificación filosófica o jurídica, lo absurdo es negar a los ciudadanos el pleno disfrute de derechos, los que sean, a partir de jerarquías establecidas a conveniencia del Estado.
Según el discurso de la funcionaria, en Cuba se priorizan los humanos, que se garantizan. (Obviemos, por no venir al caso, hasta qué punto ello responde a la realidad). Los civiles, al parecer, son «otra cosa». No obstante, afirma, también ellos están garantizados, pues la Constitución los recoge. Calla que no todos están, pero como seguidor de la religión del Estado, uno debe realizar un acto de fe y aceptar su verdad como axioma.
Solo que a los faltos de fe les salta a la vista otra verdad: La Constitución de 2019, si bien más actualizada que la de 1976, no garantiza todos los derechos civiles, limita algunos, y establece que la ciudadanía, ni ahora ni en el futuro más lejano, puede decidir en cuanto al sistema político del país: Si la Constitución de 1940 fue una de las más avanzadas en América, la de 2019 está lejos de serlo.
En este punto, un no avisado podría encontrar paradójico que la funcionaria omitiera referirse a la presencia del artículo 56 de la Constitución de 2019, que otorga al ciudadano cubano derechos hasta entonces negados:
«Los derechos de reunión, manifestación y asociación, con fines lícitos y pacíficos, se reconocen por el Estado siempre que se ejerzan con respeto al orden público y el acatamiento a las preceptivas establecidas en la ley».
Dos de los grandes reclamos hechos durante décadas al gobierno cubano, tanto por opositores como por algunos de sus amigos, son precisamente la falta de los derechos de manifestación pacífica y de libre asociación. ¿Por qué no mencionar que están reconocidos en la Constitución?
¿Descuido? Por falta de experiencia no sería, pues la funcionaria, como diplomática profesional, seguramente ha discutido el tema en los más disímiles contextos internacionales. ¿Entonces?
La omisión fue intencional. Si hubiera mencionado que el artículo 56 constitucional establece el derecho a manifestación pacífica, se hubiera visto obligada a admitir que está puesto en el articulado para mostrarlo a los extranjeros y nada más: Es letra muerta, pues no existe norma legal que posibilite su aplicación en la práctica (el de asociación se reduce a la mínima expresión en otros artículos, por eso no me detengo en él). Pasados cinco años desde la aprobación de la Constitución, la Asamblea Nacional, que se ufana de sus maratones de aprobación de normas (nunca de rechazo), no ha cumplido el mandato impuesto por la propia Constitución en su decimotercera disposición transitoria:
«La Asamblea Nacional del Poder Popular aprueba, en el plazo de un año de entrada en vigor de la Constitución, un cronograma legislativo que dé cumplimiento a la elaboración de las leyes que desarrollan los preceptos establecidos en esta Constitución».
(Aquí surge la pregunta: ¿Se encuentra en desacato un parlamento si no cumple un mandato constitucional? Sería interesante oír la opinión de los expertos).
Inexactitudes se vuelven falsedades
La funcionaria se refirió a la irrevocabilidad del sistema social cubano refrendado en el artículo 4 de la Constitución (reafirmado en el 229, que señala que el primero no puede ser reformado «en ningún caso»).
Pásese por alto la falta de precisión terminológica en cuanto a qué se considera socialismo en el texto. Óbviese el carácter arbitrario, en realidad absurdo, de imponer a las generaciones futuras una formación socioeconómica sin tomar en cuenta el desarrollo dialéctico de las sociedades. Lo que no se debe obviar bajo ningún concepto es el hecho de que la funcionaria aseveró, repitiendo el discurso oficial, que la irrevocabilidad declarada en el artículo 4 fue aprobada «en referendo» por el pueblo cubano en 2002.
Esa es una inexactitud que, de tan repetida, algunos creen verdad. Quizás la mayoría de la población actual desconozca la realidad de los hechos, y la repita como cierta. Pero no lo es.
Un referendo es un proceso propio de las democracias, en el cual se somete a voto popular una ley o un procedimiento gubernamental con el fin de ratificarlos o rechazarlos. Puede ser de distintos tipos, según el objetivo perseguido, pero en todos los casos mantiene la condición de ser libre, igual, directo y, sobre todo…, ¡secreto!
Como en todo proceso electoral, un referendo es precedido de un período de discusión pública y de divulgación de las diferentes posiciones, para que la decisión popular sea consciente. Tanto los partidarios del «sí» como los del «no» deben disponer de libertad e iguales condiciones para defender sus puntos de vista por todos los medios.
Por ello, lo ocurrido en Cuba en 2002 se puede considerar cualquier cosa, pero nunca referendo: No fue secreto, sino a la vista de todos, y sin más opción que el sí. Nadie que opinara diferente de la oficialidad pudo defender en público sus criterios. Por el contrario, se creó un ambiente general de hostilidad contra cualquier pensamiento divergente. La compulsión social contra las opiniones discordantes fue total y sin tapujos. Al tenso clima imperante se sumó la presión familiar. Personas negadas a apoyar lo que consideraban antidialéctico terminaron firmando por reclamo de sus familias, temerosas de las posibles consecuencias.
(Esto no me lo contaron, ocurrió también conmigo. Veía el absurdo jurídico, conocía los antecedentes, y además había sido testigo accidental del inicio el proceso: No firmaría. Pero en la familia todos se aterrorizaron y debí firmar, como muchos, para tranquilidad de los míos).
Esa es, en síntesis, la verdad del supuesto «referendo» a que se refirió la funcionaria: Algo que nunca existió.
La doctora Alina Bárbara López Hernández publicó en 2019 un artículo en La Joven Cuba, recientemente reproducido en Facebook, que muestra mucha información respecto del mal llamado «referendo» de 2002, «Crónica de un meteorito», cuya lectura recomiendo. Lo que expongo a continuación concuerda con su texto, pero desde otro punto de vista.
Al principio fue el verbo (del Proyecto Varela)
El mal llamado «referendo» no fue la respuesta, como quien no vivió aquel tiempo pudiera creer, a provocaciones del gobierno norteamericano. Fue, en esencia, una manifestación de la incapacidad de los gobernantes para ajustarse a las reglas de un sistema democrático. Esa incapacidad es consecuencia de la combinación de muchos factores, entre ellos: falta de real convicción democrática, endeblez de las instituciones, temor al surgimiento de liderazgos opositores no clasificables como «mercenarios», aferramiento a formas de pensar y actuar anticuadas, soberbia… Todo ello estuvo presente en el proceso que condujo al llamado «referendo» de 2002.
Como se mencionó en líneas anteriores, la Constitución de 1976 contenía, como todas las constituciones que he podido consultar, una cláusula de iniciativa de reforma constitucional popular. Para una ciudadanía impedida de manifestarse pacíficamente y formar agrupaciones políticas o sociales que no respondan al gobierno, y con los medios de divulgación en manos del Estado o de las organizaciones que lo secundan, lograr la firma de diez mil ciudadanos en pleno goce de sus derechos era meta casi imposible y, durante casi tres décadas, hasta donde sé, nadie intentó alcanzarla.
Pero llegó el Proyecto Varela. Para sorpresa del gobierno, y hasta de sus enemigos, un grupo de opositores, encabezados por Oswaldo Payá, presentó a la Asamblea Nacional a principios de mayo de 2002 un proyecto de reforma constitucional respaldado por las firmas de más de diez mil ciudadanos. Pocos lo recuerdan o saben, pero la Asamblea Nacional lo rechazó alegando irregularidades. En poco tiempo, Payá lo presentó de nuevo, ahora con más de once mil firmas, todas verificables. La Asamblea Nacional debió recibir la solicitud. La prensa extranjera dejó constancia gráfica del hecho (la nacional nunca se enteró).
Jamás he oído mencionar la existencia de un reglamento que establezca cómo se procede en esos casos (tampoco creo que exista; imagino que nadie pensó en serio que se hiciera uso de ese derecho; además, la iniciativa de ley en el país la han ejercido siempre los gobernantes, no los ciudadanos o los diputados), pero, por lógica, el proyecto se debió trasladar a la comisión permanente correspondiente, que lo analizaría, elaboraría un dictamen y lo devolvería a la presidencia de la Asamblea para su inclusión en el calendario de actividades.
Dados la composición y el tradicional comportamiento de la Asamblea, sería ingenuo imaginar que aprobaría el proyecto. En menos de quince minutos los diputados lo rechazarían por unanimidad. No creo que Payá aspirara a su aprobación; idealista sería quizás, ingenuo no. La aprobación no era el objetivo, aunque ni él ni nadie hubiera sido capaz de imaginar la repercusión de su osadía.
Movilización de las masas versus Constitución
Si era de esperar que el proyecto no fuera aprobado, ¿por qué presentarlo e insistir después de un primer rechazo?
Para alcanzar la respuesta habría que preguntarse los motivos del millonario gasto en aseguramiento logístico y financiero dedicado a movilizaciones masivas, propaganda gráfica, radial y televisiva, permisos para ausentarse al trabajo o estudio a miles de involucrados en las actividades, realización del «referendo», y todo lo demás que se hizo para garantizar la ratificación del apoyo popular al gobierno ante las «nuevas agresiones imperialistas».
Agréguese al gasto los tres días de receso laboral, con salario íntegro, decretado para que la población viera en televisión a los diputados, uno por uno, manifestar su apoyo al carácter irrevocable del socialismo.
Quien no esté enterado tal vez encuentre raro que un gobierno desperdicie millones por algo que podía anular en menos de quince minutos de una sesión ordinaria del parlamento. Eso es desconocer que ni el Proyecto Varela ni su autor se mencionaron en todo ese proceso de «movilización popular». Para el pueblo, ellos nunca existieron (todavía hoy muchos los desconocen). Las movilizaciones no fueron por ellos, sino «contra las agresiones imperialistas».
(Como puede verse en el artículo de la doctora Alina Bárbara antes mencionado, corrían los tiempos de Bush hijo como presidente de Estados Unidos, pero la «movilización popular» se organizó antes de sus declaraciones).
Esta reacción desproporcionada tiene explicación: No estaba en juego la aprobación o no, pues el rechazo por unanimidad era seguro. Lo trascendente era su propia existencia: Que en el ordenamiento jurídico hubiera un resquicio a la aparición de voces discordantes —alguien lo había encontrado, y más de once mil personas se le sumaron—, era un grave reto al poder. Había que vencerlo sin detenerse en erogaciones.
Seguir el procedimiento democrático era reconocer la validez del documento y de sus promotores, admitir la existencia de un líder opositor (a quien no se podía descalificar por «anexionista» o «mercenario») capaz de movilizar voluntades al margen de los grandes medios nacionales, y aceptar que el apoyo popular al gobierno no era monolítico como se promocionaba, y la calificación de «grupúsculo» no era válida.
Algo inadmisible.
Había que invisibilizar el proyecto y a su promotor, tarea fácil cuando se es dueño de todos los medios de difusión, en una época en que Internet estaba en pañales en el país. Quedaba el escollo de la presentación ante la Asamblea, pues implicaba nombrar el proyecto y, al menos de pasada, al autor. ¿Cómo salvarlo?
Como mencioné antes, al parecer la Asamblea no tiene reglamento para la tramitación de proyectos no provenientes del aparato estatal. En cambio, había un recurso al cual acudir: la movilización popular ante una amenaza enemiga. El discurso de George W. Bush el 20 de mayo de 2002 fue la tabla de salvación. En los primeros días de junio echó a andar la campaña en defensa de la patria, con una concentración multitudinaria en Santiago de Cuba. El pueblo protestaría contra la afrenta del presidente estadounidense al gobierno cubano
En ningún momento se mencionó el Proyecto Varela.
Las movilizaciones contra la injerencia extranjera culminaron, como se indicó, con el país paralizado y sin producir. El erario sufrió graves pérdidas, pero con ese golpe de mano el gobierno ganó la puja. Se archivó el Proyecto Varela y se aprobó una reforma constitucional que establecía el carácter irrevocable del socialismo y afirmaba que «Cuba jamás volverá al capitalismo». Más tarde, en la Constitución de 2019, se reiteraría (artículo 4) la primera parte de la afirmación, si bien, curiosamente, se elimina la segunda. Interesante omisión.
Analicé en su momento el anteproyecto de Constitución de 2019, sus contradicciones y deficiencias, y señalé el error de afirmar que en asambleas barriales se podría analizar uno por uno sus artículos, por eso no insisto en el tema. Pero vale recordar que a escritores y artistas la UNEAC nos impidió participar en la discusión de la Constitución, que solicitamos reiteradamente, y a quienes insistimos se nos acusó, en declaración pública de su presidencia, de elitistas y divisionistas. Me siento autorizado, por ello, a pensar que se temió que en nuestra participación se hiciera patente el rechazo de la intelectualidad cubana a varios artículos presentes en la Constitución o a su redacción.
Esa es la historia, a grandes rasgos y como la viví, del «referendo» a que hizo alusión la funcionaria a cargo de la dirección de la ACNU. Reitero, para quienes no vivieron aquellos días: No hubo ningún referendo.
Addendum: Los noticiarios nacionales se refirieron en su momento a personalidades extranjeras que se pronunciaron públicamente contra la Iniciativa para una Nueva Cuba, del presidente estadounidense. Ninguno señaló que el primero en protestar era cubano, se llamaba Oswaldo Payá, y era el promotor de una iniciativa llamada Proyecto Varela que en esos momentos esperaba ser discutida por la Asamblea Nacional del Poder Popular.
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Imagen principal: Democratic Spaces.