La historia reciente y el estallido social del 11 de julio
Hace poco, al felicitar al gremio de los historiadores, lo instaba a enfocarse en hechos recientes. Y lo de recientes es prácticamente un eufemismo, pues si nos remontamos, por ejemplo, al devenir de Cuba tras la caída del campo socialista, estamos hablando ya de más de tres décadas de las que casi nada se ha escrito en tanto proceso histórico, con excepción, quizá, de abordajes específicos en el ámbito de la economía.
La Historia es definida como la ciencia que estudia el pasado, pues una de sus exigencias fue el distanciamiento entre el investigador y los hechos. La responsabilidad de ocuparse de los acontecimientos del presente se atribuyó por mucho tiempo al Periodismo, más ducho en lidiar con la inmediatez. No obstante, tal perspectiva ha cambiado. «Historia del presente», «Historia reciente» o del «tiempo presente» se denomina indistintamente a una disciplina historiográfica surgida por la necesidad de recuperar el sentido del término «contemporáneo» como tiempo coetáneo al de la experiencia. En Francia, plaza fuerte de innovación de la ciencia histórica, fue fundado el Instituto de Historia del Tiempo Presente por François Bédarida.
Aun cuando se ocupa también de la actualidad, su diferencia con el periodismo radica en la aplicación de una metodología propia de la ciencia histórica. En cuanto a las fuentes que utiliza, son contemporáneas a los hechos y pueden ser: escritas (cartas, crónicas, documentos oficiales, diarios, periódicos); orales (entrevistas, discursos, programas de radio); visuales (fotografías, pinturas, mapas, videos, películas); materiales (utensilios, esculturas, mobiliario, restos humanos).
Su objeto de estudio apunta a procesos y hechos históricos cuyas consecuencias conservan efectos sobre el presente, en particular en áreas sensibles como la de derechos humanos. No es casual que en Latinoamérica sea Argentina uno de los países en que se desarrolló desde fines de los años noventa del pasado siglo.
Según la historiadora Florencia Levín —investigadora del Instituto del Desarrollo Humano de la Universidad Nacional General Sarmiento y codirectora de la Maestría en Historia Contemporánea—, el objeto de estudio de la historia reciente se delimita por su cercanía con el presente y se encuentra en permanente reconstitución por esa relación de coetaneidad entre el sujeto que estudia: el historiador, y su objeto de conocimiento: el tiempo reciente.
La investigadora enfatiza asimismo que la especificidad de la historia reciente deviene de algo excepcional y novedoso en la historia argentina, difícil de conceptualizar pero aludido siempre a partir de términos clave, como: «violencia», «represión clandestina», «terrorismo de Estado», «desaparecidos».
Esta disciplina supuso romper postulados tradicionales, como la supuesta separación entre el sujeto y el objeto de investigación, que legitima la pretensión científica. Esto es irrealizable para la historia reciente, pues sus procesos de construcción de conocimiento se encuentran mediados por el complejo fenómeno de la memoria, que interviene tanto en los relatos de quienes cuentan su experiencia como en el proceso de trabajo del propio historiador, portador asimismo de recuerdos, opiniones y puntos de vista.
Si bien es cierto que el tema de la objetividad es el que más fácilmente puede afectar al estudioso de la historia reciente, no puede asegurarse que para épocas pretéritas esta se consiga totalmente. Eric Hobsbawm considera que el historiador mantiene una relación muy personal incluso con períodos que no ha vivido directamente, pero que recepciona de forma intermediada a través de su familia u otros testimonios.
La novedosa disciplina redefinió igualmente su relación con la sociedad. En parte porque las interpretaciones de los historiadores recientes difícilmente pueden adquirir estatuto de «verdad», al estar atravesadas por disputas políticas dirimidas fuera de los espacios académicos, en el ámbito judicial y en el espacio público. Y en parte, porque la historia reciente no se limita a cimentar conocimiento erudito, sino que incide además en los procesos de su elaboración colectiva. Como bien afirma Florencia Levín: «La historia reciente se dedica a eso sobre lo que todos opinan pero pocos están dispuestos a revisar en forma crítica (…)».
El 11j: todos opinan pero…
El domingo 11 de julio de 2021, miles de personas se manifestaron en casi cincuenta ciudades y pueblos de Cuba solicitando cambios, mejores condiciones de vida y libertades políticas. El estado cubano, en voz de su presidente, respondió convocando al combate contra los manifestantes e incrementando desde entonces la población carcelaria en más de mil presos políticos.
Muchos lo denominaron «ruptura del consenso», anuencia más aparente que real pero cuyo quiebre simbolizaría el parteaguas de un nuevo momento histórico, en el que el tradicional control total de la información y las opiniones colapsaba ante la nueva etapa de acceso de Internet en la Isla.
Este hecho, que hoy cumple tres años, resulta uno de los más singulares de nuestra historia reciente. Sobre él existen ya dos libros e innumerables artículos, sin embargo no ha sido historiado a pesar de su relevancia y de que sus consecuencias laceran la vida política de la nación. Y cuando me refiero a historiar no estoy aludiendo a los análisis más o menos fundamentados sobre sus causas, motivaciones y consecuencias, pues sobre ello sí se ha escrito; me refiero a que a ese hecho no le ha sido aplicado el análisis histórico con sus metodologías y a partir de las fuentes específicas de la investigación histórica.
Si bien en Cuba tres años después —hasta donde conozco—, la academia, en su más amplia acepción, no ha dedicado un espacio de investigación al tema; desde el día en que ocurrió concitó la atención del ámbito académico internacional. A poco menos de una semana, la Facultad de Sociales de la Universidad de Buenos Aires dedicó un panel online a su análisis, al que fuimos invitados tres cubanos.
Esta convocatoria fue cuestionada desde posturas diversas. Mientras una intelectual del Movimiento San Isidro interpelaba públicamente a los invitados, cuyas opiniones consideraba ilegítimas por no haber participado en las manifestaciones; del otro lado del espectro el argentino Atilio Borón tuiteaba denigrando a los panelistas como «contrarrevolucionarios».
En ese breve lapso ya circulaban valiosos análisis debidos a economistas, historiadores, juristas y sociólogos, muchos de ellos publicados en LJC —por aquel tiempo un portal de análisis de la realidad cubana— y en otros medios alternativos. Arduo fue lograrlo en medio de un corte masivo de internet.
A la par, se generaban también las primeras fuentes desde la perspectiva de los participantes. Dos de ellas se me confiaron para ser publicadas: los testimonios y artículos de Leonardo Romero Negrín y Alexander Hall, jóvenes universitarios habaneros detenidos en la prisión «Jóvenes del Cotorro». Tales fuentes se nutrirían también con diversas declaraciones de manifestantes y sus familiares, y con los cientos de videos filmados por ellos, por transeúntes y vecinos desde calles, portales y azoteas, a los cuales accedimos desde Cuba en días posteriores.
Apenas cinco meses más tarde fue publicado el primer libro: Cuba 11J: protestas, respuestas, desafíos, compilación a cargo de Julio Carranza, Manuel Monereo y Francisco López Segrera (Buenos Aires, diciembre de 2021), parte de la Colección América Latina Global, de la Escuela de Estudios Latinoamericanos y Globales.
No pretendo valorar el libro en su conjunto, si bien es válido reconocer que se aprecian diferencias en el tono de los autores: mientras algunos apuntan como causas del estallido a un conjunto de condiciones que incluyen la demora en las reformas, errores económicos, del estado de Derecho o acentuación de las diferencias sociales; la mayoría carga la mano en la responsabilidad del bloqueo, la pandemia y las medidas del gobierno de Trump; es decir, se enfoca en factores coyunturales y externos y quita responsabilidad al estado y al proceso histórico.
Considero que el texto en cuestión tuvo como objetivo ofrecer al mundo una «imagen formal y suavizada» del estallido social, por ello sostiene que se trata esencialmente de una crisis económica, jamás política, y evade constantemente el tema de la represión, porque además, dado lo prematuro de su salida, los draconianos procesos judiciales apenas iniciaban. La inclusión del discurso de Díaz Canel del 18 de julio de 2021 y de una Cronología de la Revolución Cubana indica el carácter de proyecto por encargo.
Si bien el lanzamiento de ese texto se difundió en medios oficiales, algo muy diferente ocurriría cuando el 11 de julio de 2023, al conmemorarse el segundo aniversario del estallido social, fuera presentada una segunda compilación: Cuba 11J. Perspectivas contrahegemónicas de las protestas sociales, a cargo del historiador Alexander Hall. En la pluralidad de miradas que contiene, dicho libro se propuso develar las causas internas del estallido social y el carácter popular de las protestas, sin desconocer los entramados geopolíticos.
Bajo el sello Marx21 se podía descargar gratuitamente, pero lejos de visibilizarse en plataformas oficiales, como la primera compilación, esta vez fue Seguridad del Estado quien rodeó el local donde finalmente pudo presentarse, después de haberlo impedido en varias oportunidades.
Dos libros y numerosos artículos, sin embargo algo faltaba. ¿Qué era necesario para historiar ese hecho?
Las preguntas de Clío
La historia debe responder a preguntas en apariencia simples, que en el caso que nos ocupa todavía no han sido resueltas por el gran volumen de información existente, por valiosa que ella sea: ¿cuándo, dónde, de qué manera, quiénes, por qué? Además, como ciencia, opera a partir de la perspectiva espacio-temporal, de ahí que se requiera lograr la ubicación espacial de las protestas: ¿de dónde salieron?, ¿hacia qué lugares se movieron?
A pesar de la tesis del gobierno cubano de que los hechos fueron una operación planeada, financiada y dirigida desde Estados Unidos, tres años después no se han presentado evidencias que la avalen. El carácter del evento estuvo a todas luces revestido de espontaneidad, cierta anarquía y careció de liderazgo, de ahí que pueda catalogarse como estallido social. Incluso, varios miembros de organizaciones opositoras han reconocido que se enteraron por las redes sociales, como casi todo el mundo. Por eso también lo difícil de ubicar con precisión su movimiento y espacialidad.
Aun así, difícil no quiere decir imposible. Los testimonios obtenidos de manifestantes, transeúntes y vecinos, junto a la revisión de videos y fotografías; me permiten aseverar que en Matanzas el núcleo fundamental de la protesta se movió mayoritariamente desde la barriada de Pueblo Nuevo, zona con preeminencia histórica de sectores populares, atravesó el puente de Tirry, la Plaza de la Vigía y el puente de la Concordia para aglomerarse en la explanada del Cuartel Goicuría, en el barrio de Versalles, donde radica la sede del Comité Municipal del Partido.
Algo similar acaeció en el matancero municipio de Jovellanos, mi localidad natal. Allí, los grupos más nutridos de manifestantes provenían del popular barrio Flor Crombert y desembocaron por la ancha calle que se dirige a la sede del Partido Municipal. Otros venían desde el vecino poblado de Carlos Rojas y ambos grupos trataron de unirse en la calle Alcalá.
Amigos de Holguín y Camagüey (en testimonios diferentes recibidos de personas desconocidas entre sí), me explicaron en aquel momento que el movimiento de la manifestación en sus ciudades fue parecido: de barriadas populares en muchos casos, hacia las inmediaciones de las instituciones políticas.
En La Habana era obvio que la zona del Capitolio atrajo a los manifestantes. Pudo observarse en múltiples videos y testimonios que la concentración mayor se ubicó en ese sitio, colindante con los municipios de Centro Habana y Habana Vieja, barriadas de población pobre, incluso muy pobre, con personas que venían también desde Malecón a reunirse allí.
No puede asegurarse a la ligera que esto pasó de manera similar en todas las localidades donde hubo manifestaciones, pero es una tendencia bastante significativa que debería ser estudiada por lo que permite entrever: todo indica que la gente se acercaba a las instituciones políticas o gubernamentales para interpelarlas y hacer sus reclamos y exigencias, por ende, no se estaba desconociendo al Estado ni violando el orden constitucional, como rezan tantas sentencias que justifican altas penas de prisión. Se le estaba cuestionando en todo caso.
Gritar consignas y lemas («el pueblo unido jamás será vencido», fue uno de ellos) no era ni más ni menos lo que había hecho el pueblo cubano desde inicios del proceso. La diferencia es que ahora no eran aplausos, vivas ni gritos de aprobación. La dirigencia se acostumbró por décadas a los aplausos y ahora no estaba dispuesta a aceptar otra cosa. El proceso había sido revolucionario en sus inicios, pero eso también había sufrido cambios drásticos.
Otro punto a dilucidar es la cuantificación de los actos de violencia y el esclarecimiento de si esta fue generada espontáneamente o en respuesta a la violencia estatal. Pongo un ejemplo: en Jovellanos fue apedreado un yip militar, pero dicho vehículo intentó atropellar a los manifestantes que caminaban por la calle. Es decir, estos se defendieron.
Los camiones y guaguas llenos de agentes de civil y reclutas del ejército, se abalanzaron con violencia injustificada contra manifestantes que no se observaban en actitudes agresivas alrededor del Capitolio. Eso es apreciable en las grabaciones de ese día y en incontables testimonios. Estamos hablando de evidencia, de hechos, de lo factual, componente fundamental del ámbito de la historia.
Paradójicamente, la represión fue mayor en los lugares donde las personas se concentraban para vocear consignas y protestas, que en los sitios donde hubo actos de saqueo, casi ninguno de los cuales fue evitado a pesar de la cantidad de efectivos desplegados entre las FAR, el Minint, agentes de civil y reclutas del Servicio Militar. En Matanzas, las acciones represivas se dirigieron desde el inicio a detener manifestantes pacíficos en el puente de la Concordia, único acceso al barrio de Versalles.
No he olvidado los gritos con que el pueblo santiaguero recibió a Ramiro Valdés, el único de los dirigentes, «históricos y no históricos», que se atrevió a meterse ese día en medio de un tumulto que coreaba: «dieron golpes, dieron golpes, dieron golpes».
Los actos de vandalismo de las tiendas y otros lugares es otro punto que requiere claridad y que ha sido parte de la narrativa oficial para desacreditar en su totalidad los hechos del 11j. Recuerdo que en el panel organizado por la Universidad de Buenos Aires, uno de los compatriotas invitados mencionó que en la ciudad de Matanzas habían sido asaltadas varias tiendas, y debí desmentir su afirmación. Para los que cultivan la tesis del vandalismo como motor impulsor de casi todo lo ocurrido en esa fecha, debe resultar un problema que en Matanzas, ni la comercial calle del Medio ni el Parque de la Libertad atrajeran a la multitud. Ni siquiera fueron vandalizadas las pocas tiendas que estaban en la ruta de los manifestantes, en la Plaza de la Vigía y Versalles.
Lo mismo pasa con el supuesto asalto al ala de Pediatría del hospital de Cárdenas, que resultó falso según testimonio de médicos que trabajan en esa institución. El escándalo en una tienda muy cercana, que sí fue asaltada, alarmó a pacientes y trabajadores, creando una sensación de peligro.
Testimonios recibidos por separado y en fechas diferentes de cuatro cocheros y tres vecinos de zonas cercanas a las tiendas de Cárdenas, ciudad donde varios comercios fueron saqueados, refieren que al inicio las manifestaciones fueron pacíficas, pero que se salieron de control cuando ocurrió la convocatoria al combate del presidente Díaz Canel.
Testimonios, fotos y videos, fueron las primeras fuentes para historiar el estallido social. En unos meses se irían sumando también documentos y datos estadísticos. ¿Cuáles? Los emanados de los procesos judiciales y la valiosa recopilación de datos aportados por la ONG Justicia 11J, o por la organización Prisioners Defenders. Asimismo, los expedientes judiciales y resúmenes médicos aportados por familiares (un ejemplo fehaciente es Wilber Aguilar, padre de un joven condenado a más de veinte años a pesar de padecer una discapacidad intelectual y de que su «delito» fue grabar y subir videos a las redes sociales).
En tal sentido resalta la investigación del historiador Leonardo Fernández Otaño, también participante en las manifestaciones. En el artículo «Sentenciando a una comunidad empobrecida», analizó las sentencias de las personas encausadas del barrio La Güinera que le fueron facilitadas por sus familiares. De esa comunidad muy pobre serían enjuiciadas 161 personas. El investigador seleccionó una muestra de sesenta y una, con edades comprendidas entre los diecisiete y los sesenta y cuatro años.
Las penas impuestas por los jueces oscilaron entre seis y veintiséis años de prisión, y los delitos más frecuentes fueron: sedición, propagación de epidemias, desacato, desordenes públicos y atentado. Nótese que en ninguna sentencia se mencionan actos de vandalismo. Y es que ese barrio ni siquiera posee comercios y tiendas «saqueables».
A partir de los documentos mencionados fue posible determinar importantes datos acerca de los manifestantes: nivel de escolaridad, preeminencia etaria, informalidad del mercado laboral, composición de los núcleos familiares y efecto causado por la apertura de tiendas en monedas libremente convertibles (MLC), que complejizó aún más la situación de esas familias al carecer de acceso a dicha moneda y estar en el umbral de la pobreza extrema. Esto permitió elaborar un perfil sociológico de los manifestantes y comprender sus motivaciones al participar en las protestas.
El gobierno cometió un error político extraordinario en su reacción de convocar a la violencia ciudadana y en la manera de valorar a los manifestantes como mercenarios y vándalos. El canciller Bruno Rodríguez, en su conferencia de prensa, permitió que una periodista argentina ofendiera al pueblo al llamarle a los manifestantes: marginales, delincuentes y alcoholizados, y a los intelectuales que alertaron y discreparon de la postura gubernamental: pseudo-intelectuales. Desgraciadamente esta imagen ha sido aceptada acríticamente por muchas personas.
Hace poco recibí la misiva de una colega a la que aprecio y respeto por sus investigaciones en el campo de la historia. Me reprocha en ella la defensa que hago de los presos políticos, a los que considera en su mayoría vándalos que merecen las sanciones. La actitud de negarse a ver más allá de la narrativa oficial no es propia del pensamiento científico ni de una ética de la profesión. Hay que poner nombre y rostro a los presos políticos. Hay que conocer sus géneros, colores de piel, edades, nivel de escolaridad, profesiones, lugares de residencia, saber si tienen hijos. Hay que comprender por qué salieron ese día. No para producir conocimiento erudito, sino para construir respuestas y hallar significados que contribuyan a una transformación social positiva.
No hubo un «tipo particular de manifestante», como mismo no hay un «tipo particular de emigrante». En su conmovedor testimonio «Un pequeño país tras una celda», Leonardo Romero Negrín menciona la abigarrada y diversa muestra que compartía espacio en la cárcel de Ivanov:
«(…) había una amplia variedad de personas compuesta por rellenadores de fosforeras, cobradores de luz, guías turísticos, estudiantes universitarios y de otros niveles de enseñanza, carretilleros, informáticos, panaderos, cantantes, plomeros, custodios, músicos, poncheros y gente desempleada. (…)
Eso en cuanto ocupación, pues también había cristianos, masones, ateos, paleros, católicos y abakuás. Y ni hablar de sus posturas políticas…Sin dudas tuvimos mucho de qué conversar, sobre todo en medio de la incertidumbre y el miedo a no saber qué pasaría con nosotros».
A los mencionados, agregaría jóvenes estudiantes de segunda enseñanza (en La Habana especialmente) y sectores juveniles de bases católicas y protestantes, con énfasis en las primeras. Esto se vio sobre todo en pueblos pequeños, aunque también en ciudades. Aclaro que estas son apreciaciones personales a partir de intercambios con participantes en las protestas, con personas que estuvieron detenidas y por observación de denuncias con contrastación verificable en las redes sociales y medios digitales.
Es obvio que las instituciones oficiales y los archivos judiciales no nos serán facilitados, pero existen modos alternativos de investigar estos hechos. Las fuentes están ahí. La historia reciente requiere de nosotros. Es necesario responder a su convocatoria, sobre todo porque el estallido social que cumple hoy su tercer año, tiene todas las posibilidades de repetirse, a una escala quizá mucho peor. Las condiciones objetivas y subjetivas están más que latentes. Es hora de asumir nuestra responsabilidad, como historiadores y como ciudadanos.