No solo somos una isla en la grandeza

A Eliseo Altunaga y Gillo Pontecorvo.

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La reciente polémica que por motivos diferentes ―uno político y el otro egocéntrico―, suscitaron los post de los trovadores Silvio Rodríguez y Raúl Torres, a la que se sumaron otros artistas e intelectuales, me recuerda una sabia frase de Harriet Beecher Stowe, famosa autora de La cabaña del Tío Tom (Uncle Tom´s Cabin): «las lágrimas derramadas sobre la tumba, son por las palabras no dichas y las acciones no realizadas»; o, como decía la gitana de aquella copla que cantaba Obdulia Breijo: «tarde has llegado, Marqués».

Porque han transcurrido cincuenta y cinco años desde que nuestro país empezó a convertirse en un cadáver servido a la intemperie sobre una bandeja de plata, al que le queda muy poca carne y, ante esta realidad, la polémica se puede describir con el sentido del humor del filósofo y matemático inglés Bertrand Russell: «el bien y el mal son ideas que tiene todo el mundo, o casi todo el mundo»; pero hasta ahí.

¿Qué se discute? Sencillamente nada. Los polemistas remiten todo el asunto a la discusión de grandes ideas ―algunas con loables propósitos; otras, patéticas―, pero del ripierismo económico que desde hace décadas descompone, milímetro a milímetro, la vida espiritual de la nación, no dicen ni una sola palabra; tampoco de la represión ejercida contra ciudadanos que protestan pacíficamente, asunto que los intelectuales debemos colocar en el primer plano de cualquier conversación que implique la dignidad nacional y el futuro de nuestro país.

Siento dolor al escribirlo, pero desde hace muchos años algunos trovadores dejaron de ser interesantes para miles de jóvenes, no gracias a la evolución del género y el mercado, sino a que limitaron su obra a una mirada sobre los problemas del mundo, dejando de cantarle a los nuestros. Esto no es nuevo. Han pasado quince años de «Bibamus, edarnus, cras moriemur» (Bebamos, comamos, mañana moriremos), texto que data del 20 de abril del 2010 y que escribí a propósito de la publicación ―y especialmente del prólogo―, de Trovadores, libro concebido por el periodista Fidel Díaz Castro y el poeta Bladimir Zamora. Todavía sostengo que:

«es difícil escuchar a un joven trovador tan directo como Silvio Rodríguez y Pablo Milanés ―excepto a Los Aldeanos―; ellos fueron los primeros que se consagraron a las grandes causas, heredándonos, además, los grandes pleitos, aquellos que inspiran solamente la credibilidad épica de nuestra tradición trovadoresca, dificultándonos comprender por qué, como sociedad, hemos llegado a este punto de inanición e inercia, y por qué por estos días intentamos recomenzar a reconstruir una (otra) sociedad, estando al borde de lo que sería un desastre: La pérdida del sentido que tiene formar parte de otra (una) sociedad».

Apena tres meses más tarde, el 8 de agosto del 2010, durante su presentación en el desaparecido Festival de Rotilla, los propios Aldeanos situaron la vara a la altura que siempre debió estar, cuando El Bi rapeó:

Yo conmuevo al que espera que alguien hable de sus problemas/ necesidades, violencia y mentiras del Estado/ Su mecanismo absurdo, corrupto y manipulado/ Yo tengo un lema, Viva Cuba Libre/ Un pueblo que no traiciono/ Y un lápiz de alto calibre/ Un compromiso progresista/ que hace que me cague en todas esas putas que se venden/ Y se hacen llamar artista/ Yo soy un cronista del barrio/ Un lirista- realista-en pista-guerrero de la rima/ que a diario lucha porque supuestas mentes se abran.

La naturalidad con que ese artista se entregó a su destino, constituye en mi opinión uno de los momentos más contundentes y viscerales de su generación, y la evidencia de que los trovadores se habían acomodado a denunciar al imperialismo a la vez que se entregaban a los delirios de un poder absolutamente desfasado en el tiempo, que respondía a criterios elitistas sobre el público asistente a un auténtico concierto de rap. Otro momento que considero determinante, y que la crítica obvió, fue cuando El Bi se tatuó sobre los hombros los grados de Fidel Castro. No se trata de que Guillermo Tell te preste la ballesta; se trata de quitársela.

Cuando empecé a editar el documental «Pablo Milanés», toda la historia giraba alrededor de su tema «Mis 22 años» y a la importancia del mismo en la evolución de nuestra cancionística, pero, en la última entrevista, Pablo mencionó su paso por las Unidades Militares de Apoyo a la Producción (UMAP), y continué la narración por ese camino. Hubiera sido imperdonable no hacerlo, sabiendo que ese es uno de los asuntos en que coinciden la oposición que denuncia la esencia represiva del castrismo, y «los fieles» que evitan exponer un grupo importante de «políticas de exclusión» aún persistentes.

En cierta oportunidad, consulté a Pablo respecto a una cuestión sumamente delicada que había expresado uno de los entrevistados. Sostuvimos entonces una breve conversación sobre los límites del perdón. Me dijo que lo único que no perdonaba era la traición; seguidamente enumeró alguna que no quiso, o no pudo, perdonar. Fue un momento particularmente tenso entre nosotros, pues él se inclinaba a perdonar al entrevistado justificando su deslealtad con una supuesta fidelidad a la Revolución; cuando realmente lo que motivaba tal deslealtad era un comportamiento indecente a cambio de facilidades para no vivir como el pueblo.

Sinceramente, a mí tampoco me gusta vivir de esa manera, pero colocarse una venda en los ojos, o desviar la atención sobre el alcance de la represión y la corrupción, no es ético. Los intelectuales tenemos el deber de transmitir a los jóvenes que el gobierno mantiene a esa enorme burocracia represiva porque le rinde ganancias económicas, pero no debemos olvidar tampoco la carta firmada por grandes personalidades que legitimó la pena de muerte contra cuatro jóvenes negros atrapados entre la presión mediática que ejerce el exilio y la inclemencia de un dictador.

¿Alguno de los firmantes ha meditado en el papel tan lamentable que desempeñó? Sobre todo, aquellos que continúan sin aceptar que la censura ejercida en los años sesenta del siglo pasado tiene igual propósito que la que se ejerce hoy: evitar que el artista se comunique directamente con la sociedad; que aprendan unos de los otros.  

En la actualidad, aunque algunos apellidos todavía prevalecen en el primer nivel de la política, y consecuentemente de la sociedad, las relaciones entre el poder y los artistas no funcionan igual que antes. La «sartén por el mango» la tiene hoy un lobby integrado por nuevos apellidos, que elaboraron su cuerpo legal después de que Fidel Castro se retiró. Es gente bien informada, que sabía anticipadamente del cambio en las relaciones con los Estados Unidos, y que desde hace años viene acelerando a su favor el proceso de liquidación de los bienes del Estado.

A nadie debía sorprender que lo manifestaran de manera tan clara y a la vista de todos, utilizando el Capitolio para celebrar una fiesta totalmente ofensiva, en la que mancillaron nuestra dignidad nacional las mismas personas que «nos homenajean» en el Ministerio de Cultura y en la UNEAC.

Como bien cantó Silvio Rodríguez en 1970:

Vivir fue morir/

Y hacerse extranjero/

en el patio en que abuelo/

sembrara un anón.

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Imagen principal: CXC.

Juan Pin Vilar

Documentalista y director de televisión.

https://www.facebook.com/juan.vilar.3323
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