Deterioro de la civilidad

Cuando se analizan las difíciles circunstancias en que vive la sociedad cubana, por lo general se expone, principalmente, el aspecto material. Así se hace alusión a la escasez de alimentos, la insuficiencia de medicinas, la elevadísima inflación, el deficiente suministro de energía eléctrica y la precaria distribución de agua, entre muchos otros.

Por supuesto, todos ellos son esenciales para una existencia normal, por lo que la prolongada incidencia de tales privaciones en nuestras vidas crea un sensible perjuicio. Sin embargo, no son los más significativos problemas que nos laceran como sociedad. Unido a él está lo que denomino «deterioro de la civilidad».

La vida en sociedad no implica exclusivamente un suficiente grado de sustento material. También, pues somos seres sociales, entraña un armonioso clima de convivencia. Una vez que los humanos dejaron de coexistir en exiguas tribus errantes y se asentaron en mayores comunidades, se hizo necesario establecer normas y conductas que hicieran, no ya posible, sino aceptable dicha coexistencia en pacífica cercanía.

Es por ello imprescindible examinar la condición que comporta la convivencia social en Cuba. No tengo datos objetivos ―no sé si existen o si algún organismo se ocupa de ello― que posibiliten una valoración exacta de esa situación, pero me atengo a la observación empírica, que también tiene validez para cualquier estudio serio.

De acuerdo a mi experiencia, al intercambio con otras personas y a la lectura de noticias que tratan el asunto en medios oficiales y alternativos, constato que no resulta una situación plausible. En estos años se han debilitado o trastornado ciertos valores cívicos, imprescindibles para la vida en sociedad.

Basta dar un recorrido por la ciudad, hacer una cola con el fin de adquirir algo o intentar realizar ciertas diligencias, para percatarnos de que «hay algo podrido», y no en Dinamarca, como dijera Hamlet, sino en nuestra vecindad. Con demasiada frecuencia encontramos personas que hablan a otras en forma chabacana, e incluso descompuesta, no solo entre aquellos que coinciden en un sitio incidentalmente, también entre vecinos, familiares y sujetos que prestan servicios a clientes a quienes se supone deban atender cortésmente.

Es posible escuchar palabras obscenas en los sitios menos pensados. En filas para hacer compras o determinados trámites, vemos individuos que descaradamente violan el derecho de otros y se «cuelan» en posiciones de conveniencia. En nuestras cuadras somos sacudidos por festejantes demasiado alegres o, ahora, los motoristas a la moda que suenan sus vociferantes bocinas y nos obligan a oír su ruidosa y no siempre agradable música, rompiendo el silencio que necesitamos para estudiar, descansar o simplemente estar en paz.

Mientras, en comercios y vendutas nos venden un sucedáneo dudoso por un producto auténtico. Nos timan con el peso y nos abusan con el precio. Igual, en determinadas empresas y centros laborales, se sustraen materiales como petróleo, cemento, medicinas, alimentos y otros, para acrecentar el mercado ilícito, por lo general con la anuencia de cuadros, militantes partidistas, custodios (pues en casi todos los centros laborales los hay) y hasta inspectores, en una oscura red de contrabando enriquecedor.

No son pocas las quejas sobre estas actitudes que sistemáticamente aparecen en la prensa. Tampoco es fortuito que veamos en los medios, sobre todo en las redes, noticias que informan del incremento de casos de hurto, violencia contra personas y hasta crueles asesinatos. En todas partes es patente la falta de urbanidad, la grosería, la doble moral, el fraude, la corrupción, el incremento de la criminalidad, entre otros.

Igualmente, a distintos niveles de administración o gobierno se establecen tratos ventajosos que propician negocios turbios, muchas veces con fachadas legales, pero con actuación ilícita, grandemente lucrativos, lo que resulta en el evidente alto nivel de vida que llevan esos personajes ante la atónita vista de una mayoría de ciudadanos que apenas sobrevive. Se incrementan el clientelismo y la corrupción entre esos directivos, lo cual es altamente nocivo para el ambiente social por la responsabilidad que se supone representan.

Esto se patentiza en los sonados casos de aplicación de medidas disciplinarias a altos dirigentes del Partido o el Gobierno por violación de principios legales y éticos. Recientemente se han conocido las sustituciones de altos cargos por deficiencias en el cumplimiento de sus funciones, como la ministra de Ciencia y Tecnología, el ministro de la Industria Alimenticia, el ministro de Comunicación, el director del Banco Central y, el más sonado, la penalización del ministro de Economía, cuya situación todavía no es del todo clara.

También se han encontrado deficiencias en el cumplimiento de sus obligaciones en dirigentes partidistas, como aconteció en Matanzas, Cienfuegos y Ciego de Ávila; e igual se ha sustituido a gobernantes provinciales por indebido cumplimiento de sus funciones en Las Tunas. Todo lo cual muestra un relajamiento de las responsabilidades sociales que manifiestan una aguda crisis ética.

Es peliagudo definir causas concretas para un fenómeno de tipo social que escapa a procedimientos de verificación objetivamente medibles. No obstante, por análisis empírico del desempeño de la sociedad y de los modelos de educación implementados, se pueden derivar ciertos criterios.

En primer lugar, es necesario recordar la relación dialéctica entre vida material y vida espiritual. No es fortuito que los padres del socialismo científico (y los traigo a cuento porque se habla de un sistema que se ha proclamado socialista), señalaran que el hombre necesita comer, beber, tener techo y vestirse antes de hacer política ciencia y arte, de manera que la vida espiritual de las personas está bastante supeditada al tipo de vida material que obtienen.

En una situación donde los aspectos materiales no solo escasean, sino que su búsqueda ocupa buena parte del tiempo útil y genera iniciativas no siempre lícitas para acumular el dinero necesario, es obvio que mermen las posibilidades de solidez espiritual. Y si tenemos en cuenta que la escasez material no solo ha durado largo tiempo, sino que se ha acrecentado, se podrá entender que ello lacera el desarrollo espiritual.

Sumado a ello, debe considerarse que en estos años se ha supeditado toda virtud social a la aceptación partidista. Estar de acuerdo con los preceptos de la revolución, respaldar sus acciones y cumplir sus presupuestos, han sido los elementos que definen la calidad de la persona aceptada por la sociedad. No es fortuito que se haya llegado a expresar que la calle, las escuelas, los espacios públicos; son para los revolucionarios, y que se afirme de los que no se adaptan a esos principios, que no se les quiere y no se les necesita.

Se ha llegado a una calificación vergonzosa para los que no piensan igual, tildándolos entonces de gusanos, escoria o contrarrevolucionarios, entre otros denuestos. Un ejemplo de esta diferenciación social sobre presupuestos ideológicos, fue el vergonzoso y deplorable proceso llamado de «parametración», a fines de los 60̕s y principios de los 70̕s. Por él, un cuantioso por ciento de la población, fundamentalmente de jóvenes, cribados según parámetros establecidos por el poder político para determinar si los mismos cumplían con esas condiciones o no y, por tanto, podían considerarse revolucionarios o no.

Los que no satisfacían aquellas condiciones, los «parametrados», fueron enviados a centros de trabajo correccional, las llamadas UMAP (Unidades Militares de Apoyo a la Producción), donde se les trataba de regenerar mediante el trabajo obligatorio o eran mantenidos bajo férrea vigilancia. Esto no solo trajo división en el seno de la sociedad, sino que generó y dejó un prolongado sentimiento de rencor.

Sin embargo, ser revolucionario comprende únicamente la asunción de un valor político, pero no universal para la existencia de las personas. Ese condicionamiento reduce los demás valores a secundarios. La prevalencia de lo político-ideológico implicó que solo quien aceptara y se alineara con los principios llamados «revolucionarios» pudiera ascender expeditamente en la escala social. Mientras seas revolucionario, actúa como quieras en lo demás, parecía sugerirse.

La categorización de «revolucionario», no obstante, como toda cualidad, no se atiene a un medio para precisarla con objetiva exactitud; por tanto, tal valoración queda supeditada a la apreciación del que evalúa. Por supuesto que tal ocurre con todos los valores, que dependen de una percepción y acuerdo subjetivos, pero, a diferencia de otros valores, en este caso no surge de un consenso colectivo sino de la perspectiva de un grupo de poder con capacidad de determinación sobre las distintas esferas de realización de la persona. Por eso su decisión de si un sujeto es o no revolucionario puede representar oportunidades u obstáculos para su desempeño.

Esto lo hemos experimentado, por ejemplo, con personas religiosas, con aquellos que mantenían relaciones con familiares en el extranjero, con homosexuales, así como con los llamados «hipercríticos» o «problemáticos» que se atrevían (y atreven) a emitir un juicio no concordante con el oficial.   

El otro aspecto, muy vinculado con el anterior, es que en las escuelas y centros laborales se ha descuidado la educación cívica, que fue sustituida por el adoctrinamiento político-ideológico. Así, mientras se insiste una y otra vez en postulados y consignas que respaldan el ejercicio revolucionario, se han soslayado la educación, la observancia y el reconocimiento de valores como la honradez, la solidaridad y el civismo. Se han apreciado fundamentalmente la disciplina y la obediencia por encima de la responsabilidad y la coherencia.

En fin, se ha preferido la unanimidad doctrinal antes que la concordia cívica. Las ideas y actitudes contrarias a las oficiales se han visto como un peligro mayor, algo que convierte a las personas directamente en enemigos. Ello no solo ha sido motivo de divisiones en el seno de la sociedad, sino que ha conducido a la enajenación de muchos compatriotas en asuntos que competen a todos y hasta a la comisión de acciones violentas contra esas personas.

Lo anteriormente explicado ha imposibilitado el desarrollo de una sociedad funcional y equitativa desde su multiplicidad, pues se ha excomulgado a muchos de una participación diversa y bien intencionada en la solución de problemas. La confrontación ha sustituido a la cooperación. No se acaba de entender que pensar distinto no convierte a las personas en enemigos sino en seres que, con perspectivas diversas, pueden enriquecer el debate y ayudar a establecer soluciones menos sesgadas y por tanto más eficientes.

Desde esta situación económico-social sumamente crítica que padece el país, hoy más que nunca se hace necesaria una asunción, educación y estricto respeto de la civilidad, entendida como la conciencia y el comportamiento que hacen prevalecer las virtudes y los valores humanos más universales y permanentes que se necesitan para la convivencia solidaria, digna y solvente.

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Imagen principal: Sasha Durán / CXC.

Manuel García Verdecia

Poeta, narrador, traductor, editor y crítico cubano. Máster en Historia y Cultura Cubana.

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