Las palabras murmuran

La desdicha de los tiempos me obligará a escribir  de manera novedosa una vez más.

Guy Debord, Comentarios sobre la sociedad del espectáculo

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Acaba de llegar la electricidad y no pude recuperar lo escrito anteriormente. Estoy incomoda, extremadamente molesta por ese motivo. Había reflexionado sobre la violencia en los colegios cubanos a partir de la denuncia por los golpes que dio una maestra, con un machete plástico, a un niño al que tuvieron que hospitalizar.

Puede que sea una noticia falsa, no puedo asegurarlo, pero sí me consta que hay escuelas donde se pega a los estudiantes, y no es un hecho de «antes de la Revolución», algo relativo al pasado oscuro, como siempre se subraya. No. Esto pasó hace muy poco: una maestra golpeó a una niña de sexto grado en una escuela del barrio habanero del Vedado; en la misma escuela donde otra, tiempo atrás, tomó el cable de la laptop y arremetió a latigazos contra unos varones. Los padres de los niños no reaccionaron ante semejante actitud de las supuestas pedagogas.

No pretendo absolutizar, además, conozco muy bien la difícil situación por la que atraviesa el sector educativo en esta Isla: bajos salarios, condiciones infrahumanas de trabajo, sin agua, con edificios muy deteriorados, sin empleados de mantenimiento ni personas que limpien diariamente los recintos escolares. Lo más importante a enfatizar en tal sentido, es que el propósito de la educación totalitaria nunca ha sido infundir convicciones cívicas, sino destruir la capacidad para formarlas.

Mientras lo anterior pasa en las escuelas, donde te enseñan que el imperialismo es malo y la Revolución buena, una académica es golpeada en una patrulla, cuando se disponía a trasladarse de Matanzas hasta la ciudad de La Habana. Una persona decente, ejemplo de civismo, una representante de la intelectualidad crítica, honesta, es «reducida» en un carro de la policía como si fuera una delincuente.

Una joven mujer fue condenada a muchos años de prisión por tomarse una foto con la bandera cubana sobre su cuerpo; mientras, deportistas nacionales se visten con la bandera, el mismísimo presidente de la República usa pulóveres con ese símbolo, visitantes extranjeros exhiben nuestra bandera en el cuerpo y no pasa nada, nadie los cuestiona. Entonces, esa privación de libertad es, además de una verdadera injusticia, una total incoherencia, una determinación insólita y absurda.  

Los profesionales de la sociología debieran fundamentar que existe un concepto importante en esa ciencia: la «construcción social de la realidad»; incluso, desde 1966 existe un libro con ese título, de Peter L. Berger y Thomas Luckmann, donde los autores explican que la realidad se construye socialmente.

Una bandera es una tela que alguien declaró símbolo nacional, tal como un día alguien determinó que el color rosado es propio de las niñas y millones de personas acataron la idea, así como alguien decretó que en tal fecha se celebrará el Día de las Madres, y la sociedad entera lo aclamó.

Igual que pienso que escribir una frase en una pared llevaría a una multa por dañar la misma, independientemente del contenido, no entiendo que se encarcele a un hombre por escribir una idea dirigida al presidente del país. Dicho funcionario es un servidor, no Dios.

En la actualidad, languidecen en las cárceles cubanas alrededor de mil presos políticos. Ellos expían una guerra civil que nunca tuvo lugar, una especie de insurrección que nunca vio su hora.

Expresar lo que se piensa es un acto de libertad, una manera de no ser hipócritas, de ser fieles a nosotros mismos. Así lo hicieron Félix Varela, Gertrudis Gómez de Avellaneda, José María Heredia, José Jacinto Milanés, José de la Luz  y Caballero, José Martí. Ellos supieron muy bien que la grandeza no viene del espectáculo, sino de la profundidad insondable de los vastos pensamientos.

Resulta banal contemplar de manera sistemática la distribución de certificados y medallas, esos actos risibles donde se otorgan reconocimientos por el trabajo de muchos años, y donde el grupo de élite partidista estrecha manos y coloca condecoraciones, que un día se expondrán ante un ataúd solitario. Es un show patético, a veces son tan grandes los diplomas que me pregunto dónde colgarán esas reliquias revolucionarias.

Cuando este tipo de ejercicio ritual se cumple, los espectadores son tan ilógicos como los que organizan tales acciones de propaganda: todos se colocan al servicio del orden establecido. Hablan apoyando el discurso oficial, repitiéndolo. Ahí también están presentes muchas veces miembros de la intelectualidad, a los que sutilmente se les pide justificar el orden de cosas. En ocasiones se les ve con bastones y sillas de ruedas; los que tienen todavía juventud se pronuncian en eventos y programas televisivos.

La ciencia social se prostituye en estos días aciagos. Escuchar la afirmación de que los cubanos emigran porque la Revolución elevó su nivel de aspiraciones, es demasiado fuerte. Con qué desparpajo, con qué tranquilidad se afirma esa desconexión con la realidad que vivimos, o mejor, que sufrimos.

Y para rematar, enterarme de una entrevista donde el entrevistador comenta lo maravilloso y precioso del lugar donde estuvo. Sí, eso es verdad, pero el renombrado profesional del periodismo no se enteró —o mejor, no se quiso enterar— de la destrucción y desolación de La Habana y muchas regiones de Cuba, de su inmensa suciedad.  

Escribo estas líneas el 19 de mayo, un aniversario de la muerte de José Martí, y viene a mi mente esta frase suya: «Los dolores ignorados, suelen ser siempre los más terribles dolores».

Debo terminar para que no me vuelva a pasar lo que al principio y otro apagón me arruine el día; con los años aprendí que la verdadera calma humana es la conquistada sobre uno mismo, es la calma tomada sobre la violencia, contra la cólera. Ello declara la paz al mundo.

Teresa Díaz Canals

Profesora Titular. Dra. en Ciencias Filosóficas. Ensayista.

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